-III –
Carlos de Silva era uno de aquellos que las mujeres juzgan a la
primera mirada, y de los que suelen decir en su interior:
En efecto, sus ojos revelaban un alma ardiente y apasionada, y un
corazón generoso, lleno de fe y fácil a exaltarse, así como su frente llevaba
el sello de la inteligencia y de una noble altivez.
Había
en su fisonomía todo el ardor, todo el entusiasmo de la primera juventud,
templados ligeramente por una tintura de orgullo y de melancolía. Era un hombre
hermoso en toda la extensión de la palabra, pues su hermosura era enteramente
varonil, y observando aquel rostro tan joven, presentíase que más tarde debería
tener un gesto de severidad. Pero, entonces, Carlos no tenía más que veinte
años.
Los doce primeros de su vida los había pasado cerca de su tía, en
la atmósfera de devoción y de austeridad que la rodeaba. Habíanse formado sus
primeras ideas análogas a las de las personas con quienes vivía. Los principios
severos de doña Leonor, su rígida moral, sus hábitos religiosos y su inflexible
carácter, habían presidido, por decirlo así, al desarrollo del corazón de
Carlos, ejerciendo su influencia sobre toda su vida.
En la época más brillante para la Francia y cuando el gran drama
político comenzado con la revolución acababa de terminar con la caída del
imperio; en aquella época de las nuevas ideas y los nuevos principios, Carlos a
cuya natural comprensión se unía un carácter reflexivo, no había dejado escapar
los varios acontecimientos de un período tan fecundo en grandes instrucciones.
Sus ideas se habían modificado y engrandecido, ilustrado su razón
y extendido su inteligencia, sin que por eso se corrompiese su corazón ni
viciase su carácter.
Sin
duda, al volver al lado de su tía no le acompañaban las mismas preocupaciones
que ella le había inculcado, pero conservaba intacta la fe religiosa y la
severa moral que distinguía a la respetable señora. Aunque dotado de un
temperamento sanguíneo irritable y violento, y de pasiones muy vivas -acaso más
vivas que profundas-, manteníase constante en sus principios, su conducta era
regular e consecuente, y la franqueza impetuosa de su carácter era temperada
por la energía de su razón. Verdad es que hasta entonces aquellos principios y
aquella razón no habían tenido que sostener ninguna lucha tenaz con sus
pasiones. Carlos era, pues, una bella y fuerte organización que aún no se había
ejercitado; un ardiente corazón que aún no había vivido; un elevado juicio que
aún no podía juzgar con acierto y exactitud; una alta capacidad que aún no se
conocía a sí misma: era, en fin, un hombre de veinte años, con los nobles
instintos de la edad feliz, con las ilusiones y las teorías de las almas
ardientes, con todos los peligros de la inexperiencia y con algunas de las
preocupaciones recibidas en una primera educación.
Desde muy niño había oído repetir a su alrededor que Luisa debía
ser su esposa: en el colegio no dejó de pensar alguna vez en esto. Cuando su
corazón empezó a hablar, cuando la juventud circuló ardiente e impetuosa por
sus venas, entonces pensó muchas veces en que estaba ya elegida la que debía
ser compañera de su vida. La imagen de Luisa tal cual él la había dejado no
bastaba ya a la ambición de su alma apasionada, no era el objeto de sus sueños
de amor. Tenía el joven allá en su mente el tipo de una mujer hermosa, pura,
radiante, con la dignidad en la frente y la ternura en la mirada, creábase una
esposa ideal que su corazón reclamaba, y a veces se decía a sí mismo:
Pero por un acaso feliz y raro, la mujer elegida por su padre para
Carlos, era, sin que él lo sospechase, la realidad de sus ilusiones, el
original del retrato que le bosquejaba su ardiente imaginación. Carlos vio a
Luisa y la conoció: conoció a su creación, a su esposa ideal: aquélla era la
virgen sin mancha que le sonreía en sus éxtasis solitarios, la hechicera visión
que entreveía en sus sueños. Carlos vio a Luisa y la amó: La amaba ya hacía
tiempo: la amaba con un doble afecto. Luisa era la amante que hasta entonces él
no conocía: en la niña, en la hermana había encontrado a su ideal compañera: y
aquella virgen adorada y aquella hermana querida era la elegida para él por su
familia: la mujer que le daban era la mujer que él hubiera buscado por todo el
mundo. ¡Carlos era feliz!
Fácil es adivinar que no echó en el olvido la invitación de su tía
y que fue exacto en concurrir todas las noches a su casa. No hizo, es verdad,
grande empeño en participar de la divertida malilla que doña Leonor le pintó
como una distracción tan grata como honesta, prefirió el segundo prospecto de
su tía: dar conversación a Luisa. Sin embargo, en honor de la verdad confieso
que la tal conversación no era de las más animadas. Mientras jugaban las tres
señoras, y el reverendo cura se paseaba con don Francisco a la sala discutiendo
cuestiones teológicas o políticas, o acaso declamando el uno contra la
corrupción de las costumbres y haciendo el otro la defensa, sólo por espíritu
de contradicción. Luisa sentada en un taburete junto a un veladorcito de caoba,
se entretenía en tejer medias o en hacer flores, y Carlos en otro taburete
junto a ella la miraba trabajar en silencio. De vez en cuando Luisa consultaba
el gusto de su primo sobre tal o cual color, o le preguntaba si le parecían
bastante finas las medias que tejía. De vez en cuando, también Carlos hacía
alguna corta observación sobre la variedad que ostenta la naturaleza en sus
obras, y la dificultad de imitar con el pincel o con la aguja la frescura y el
colorido de esas flores con que alfombra pródigamente nuestro suelo, y también
solía admirar la ligereza con que su prima ejecutaba su labor. Si unas tijeras
o una aguja se caían, Carlos se bajaba a cogerlas, atreviéndose tal cual vez a
engañar a Luisa retirando el objeto presentado en el momento en que ella iba a
tomarlo. Entonces la niña se sonreía avergonzándose: él volvía a presentar y a
retirar el objeto una o dos veces, y la niña comenzaba a impacientarse tomando
un empeño infantil en quitárselo. Si en esta especie de juego la casualidad
hacía rozar su mano con la de Carlos, Luisa al punto la retiraba tiñéndose de
púrpura su rostro, y Carlos, agitado y trémulo, cesaba en el juego. Así pasaban
las noches en casa de doña Leonor, hasta que Carlos obtuvo permiso de su tía
para enseñar a Luisa a pintar flores y pájaros. Desde entonces no se tejieron
medias ni se hicieron flores. Sentados los dos delante de una mesa de forma
antigua, daba Carlos a su amada largas lecciones que Luisa recibía con
docilidad y complacencia. Durante el día el joven se entretenía en pintar
bonitos ramos y pájaros de toda especie, que llevaba para modelos por la noche
a su discípula.
Era el
mes de julio, tan caluroso en Sevilla, y según la costumbre del país las
familias establecían su domicilio en las habitaciones bajas, y los patios se
adornaban con primor. El de casa de doña Leonor no sobresalía por el lujo de
sus muebles, pero sí por la abundancia y variedad de flores que Luisa cultivaba
en jarrones azules y blancos, y cuyos aromas perfumaban el aire. En aquel patio
estaban las mesas en que jugaba su malilla doña Leonor, y en la que pintaba
Luisa. El ambiente fragante de aquel recinto parecía la única atmósfera en que
debía vivir aquel ángel, y cuando Carlos apoyado en el respaldo de su silla
inclinaba la cabeza, para seguir de más cerca los movimientos de la linda mano
que se ensayaba en imitar los pájaros pintados por él, las auras solían agitar
los rubios cabellos de Luisa que tocaban un momento la frente del joven.
Si entonces su corazón latía con violencia y sus labios ardían,
ávidos de devorar aquel hermoso pelo y aquellos hombros de nieve, cuando Luisa
volvía hacia él sus ojos serenos y apacibles, la frente del hombre se inclinaba
confusa y respetuosa a la mirada inocente de aquella virgen querida.
Junto a ella el alma más que los sentidos eran sensibles, y las
tempestades del corazón se serenaban al aspecto de aquella reunión de lo más
dulce y más poderoso que existe sobre la tierra: la inocencia y la hermosura.
El contemplarla en un mudo y religioso éxtasis; el oír de vez en
cuando su voz musical profiriendo palabras tiernas y expresando pensamientos
tan puros como su corazón; el respirar junto a ella aquel ambiente de flores
bajo el cielo poético de la Andalucía; el recibir una sonrisa, una mirada; eran
placeres tan intensos para Carlos, eran una felicidad tan perfecta que no podía
acordarse de si existía otra mayor. Y Luisa, ¡ah!, ¡y Luisa!... Sentía la
inocente de una nueva vida en su corazón: un manantial de sensaciones
desconocidas brotaba en su seno, como a la luz del sol se despiertan los
colores que dormían en la noche; y sin comprender lo que sentía ni lo que
inspiraba, hallábase, sin embargo, dichosa y agitada al mismo tiempo. Asústabale
su propia ventura, y cuando una mirada de Carlos la decía con respetuosa
pasión, -¡te amo!- y sentía la niña inundarse de felicidad su corazón,
levantaba al cielo sus ojos para preguntarle si no era un crimen ser tan
dichosa en la tierra. En aquella alma casta y religiosa todos los sentimientos
tenían un carácter místico, y muchas veces, mientras sus ojos quedaban
dulcemente clavados en el rostro adorado, su pensamiento se elevaba al cielo
para buscar más allá de la vida terrestre el porvenir de su amor. Cuando Carlos
no estaba con ella, Luisa sentía un placer infantil en tocar todos los objetos
que él había tocado, en ocupar la silla que él había ocupado, en repetir las
palabras que él había proferido, y en imitar todos sus gestos y las inflexiones
de su voz; pero cuando ella misma advertía su locura ruborizada y arrepentida,
se postraba delante de una imagen de la virgen, invocándola por protectora, y
sus votos puros y sus esperanzas tímidas, subían al cielo en alas de la
oración.
El sentimiento nuevo y poderoso que llenaba su corazón lejos de
entibiar su piedad la había exaltado: porque el amor en las almas que aún no se
han corrompido es también una religión: una fe.
¿Y dónde está el hombre que al amar por primera vez en su vida,
cuando aún no ha visto y sentido que el amor tiene cansancio, que la felicidad
tiene límites, no ha creído estrecha la tierra y breve la vida para el
sentimiento que le engrandece? ¿Dónde está aquél que no haya necesitado entonces
del Dios paternal que ofrece una vida eterna para un eterno amor?
Por eso ningún hombre es materialista a los veinte años. Sólo se
deja de creer cuando se deja de amar.
Pero ellos, con sus corazones vírgenes, con su poderosa juventud,
ellos que se amaban sin crimen, que en breve harían un deber sagrado de su
ardiente y pura pasión, ellos tan castos y tan dichosos, creían en todo: en la
eternidad de la vida; en la eternidad del amor. ¡Oh! No seré yo ciertamente
quien se burle de ninguna fe. Veo en todas las creencias una virtud y una
felicidad. Búrlense en buena hora los corazones desgastados y fríos de esos
elevados instintos del hombre que llaman ilusiones. ¡Venid a mí, verdaderas o
falsas, venid a mí, dulces creencias de la primera juventud! ¿Qué le queda al
hombre cuando os ha perdido?
Continuará…
ooooooooooohhhhhhhhhhhhhhhhhh. ghraias.
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