The Convalescent, John Faed. Óleo sobre tela 90X120 cm |
Junto al lecho de Elvira
-X-
Ocho días habían pasado
desde aquel que ocupa todo el último capítulo que acaban de ver nuestros
complacientes lectores, durante los cuales Carlos apenas había visto tal cual
vez a la condesa, por encuentros casuales en el teatro a donde transcurrió
algunas noches, pues Catalina no había vuelto a casa de Elvira ni Carlos se
había determinado, a pesar de las repetidas instancias de ésta a acompañarla
otra vez a la de la condesa, que continuaba su vida brillante y disipada,
aumentando cada día el número de sus adoradores.
Pero cuando ambas amigas
se engolfaban en el océano de sus diversiones, Elvira fue súbitamente atacada
de una enfermedad peligrosa, que se anunció desde sus principios con síntomas
alarmantes.
En tal circunstancia,
Carlos creyó un deber suyo dedicarse exclusivamente al cuidado de su prima y lo
hizo con tanta asiduidad como cariño. La condesa, por su parte, apenas supo la
enfermedad de su amiga, voló a su lado redoblando sus cuidados a medida que
parecía agravarse la dolencia.
Encontrábanse ella y
Carlos con frecuencia junto al lecho de Elvira, pero como si ambos hubiesen
olvidado lo ocurrido en su última conversación, tratábanse recíprocamente con
fría urbanidad.
El tercer día de la
enfermedad aumentose tan considerablemente la postración de Elvira, que los
médicos que la asistían la declararon en inminente riesgo, y por la noche se
temió una crisis peligrosa. La condesa declaró que velaría toda la noche a la
cabecera de su amiga, y por su orden se recogieron a descansar las criadas de
Elvira, fatigadas de la asistencia que la habían prestado en las noches
anteriores. Carlos creyó no deber dejar a la condesa sola el cuidado de la
enferma, y la pidió permiso de velar con ella, cuando vio que era inútil intentar
persuadirla a que le confiase a él su asistencia.
De esta manera,
encontráronse por toda una noche a la cabecera de una mujer enferma, y unidos
en cierta manera por un mismo cuidado y un mismo interés.
Hallábase él algún tanto
embarazado al verse en semejante posición. Casi le parecía mentira que veía a
la más brillante mujer de Madrid constituida con él en enfermera, y pensaba, a
pesar de toda la amistad que Catalina podía profesar a Elvira, se encontraría
violenta y como fuera de su elemento.
Hacia la media noche la
doliente pareció más agitada, y la condesa, que hasta entonces no había hecho
más que espiar sus más leves movimientos, con muda y pasiva atención, tomó
entonces también actividad. Carlos se admiró al ver el desembarazo y esmero con
que atendía, multiplicándose -por decirlo así-, a todo lo que podía ser
provechoso a su amiga. Ella variaba su posición, mullía sus almohadas,
preparaba y la ofrecía las medicinas, adivinaba lo que quería, evitándola
cualquier molestia con infatigable esmero. Carlos deseaba ayudarla siempre
tarde. Catalina lo preveía todo y todo lo ejecutaba, con una vivacidad sin
aturdimiento y una vigilancia sin afectación.
Al verla con un sencillo
peinador de indiana y su gorro de punto, ponerse de rodillas para calentar los pies
de la enferma, o atizar por sí misma la lumbre en que se calentaban las
bebidas, en fin, descender a todas las molestias que trae consigo la asistencia
de un enfermo. Carlos no reconocía a la bella condesa de S.***, de quien hasta
entonces había evitado cuidadosamente la amistad, y comenzó a sospechar que no
era juzgada con justicia, y que él mismo era culpable por la dureza con que la
había tratado. Conmovíale la ternura que mostraba su amiga, y durante las
largas horas de aquella penosa noche, más de una vez fijó en ella sus ojos con
una expresión de benevolencia que no había usado hasta entonces.
La agitación de la
enferma crecía por momentos, y comenzó a delirar. Catalina multiplicaba sus
cuidados y Carlos, que se veía inútil, limitábase a sostener en sus brazos la
cabeza de Elvira, que parecía hallarse mejor de aquel modo. En su delirio no la
abandonaba su locuacidad natural. Hablaba de bailes, de trajes, de sus
compañeras de placeres, y seguidamente, y sin ningún género de transición ni
ligamento, de sus hijas, de su enfermedad, y de la muerte que se pronosticaba.
-Déjeme Ud., caballero
-decía ella fijando sus ojos, ardientes con la fiebre, en el rostro de Carlos-,
déjeme Ud. ¿Quién es Ud. para venir a dar órdenes en mi casa? ¿No puedo ya ni
aun hablar de mis hijas? ¡Mis hijas que van a quedar huérfanas! Porque yo
muero... ¡No hay remedio: yo muero! Que venga catalina: que vayan a traerla al
momento. Estará en su casa o en el paseo... No importa: Vendrá, estoy cierta.
Quiero recomendarle a mis hijas. ¿No sabe Ud., caballero, que ella es su madre
más que yo? Sí, señor, porque ellas y yo estábamos arruinadas... Los acreedores
llovían y no había remedio. ¡Estábamos arruinadas!...
-Por Dios, Elvira -dijo
interrumpiéndola la condesa y asiendo entre las suyas una de las manos de la
enferma. Calla, tranquilízate.
-Pues bien, que traigan
a Catalina. ¿No le he dicho ya, caballero? -proseguía la delirante-. ¿No fue
ella quien salvó a mis hijas de la ruina? ¿No fue ella quien pagó muchas de mis
deudas, quien me perdonó las que tenía mi marido con el suyo, quien administró
mis bienes hasta entregármelos libres, aumentados...? ¿No es ella quien ha sido
constantemente mi bienhechora, mi consuelo, mi apoyo...?
-¡Elvira! ¡Elvira!
-exclamó la condesa-: Aquí estoy, aquí, a tu lado, pero si no callas me
marcharé traspasada de dolor.
-Déjela Ud. hablar -dijo
Carlos con emoción-, déjela Ud. hablar. Lo que acaba de revelar en su delirio
responde victoriosamente a todas las viles imputaciones de sus enemigos de Ud.
y de ella. ¡Señora! Yo debía también oírla para saber apreciar a Ud. y arrepentirse
de mis ligeros juicios.
A la agitación de Elvira
sucedió una gran debilidad y un abundante sudor, que fue para su mal una feliz
crisis. Sobre la madrugada quedose profundamente dormida, y la condesa,
fatigada, se sentó en una banquetita a los pies de su cama.
-El peligro ha pasado, a
mi entender -la dijo Carlos, que acababa de tomar el pulso a la doliente-.
Procure Ud. también descansar; ha tenido Ud. una noche cruel.
-Ciertamente -respondió
Catalina-, es cosa cruel ver sufrir a quien se ama sin tener el poder de
participar en sus dolores.
Carlos se calló, pero se
colocó de manera que pudiera ver el rostro de la condesa, que había reclinado
la cabeza en el borde del lecho de su amiga.
La débil claridad del
día, que comenzaba apenas, penetraba por las junturas de los balcones y se
debilitaba al través de las cortinas que cerraban las puertas de cristal del
aposento. La luz del quinqué, que ardía aún sobre una mesa, estaba también
cubierta por un espeso velo de crespón verde, para que no ofendiese los ojos de
Elvira; y en la claridad leve de la estancia resaltaba sobre la colcha carmesí
de la cama, el blanco y pálido rostro de Catalina, que sucumbiendo a la fatiga
se había dormido.
Carlos observó la
incómoda postura en que se hallaba, vaciló un momento, y, por fin, se decidió a
aprovechar su sueño para proporcionarla mayor comodidad. Acercó unos cojines,
que puso en torno de la condesa, y, advirtiendo que tenía los brazos y la
espalda descubiertos, la abrigó cuidadosamente con su capa. Despertó ella algo
asustada:
-Catalina -respondió él
(y era la primera vez que la llamaba por su nombre de bautismo)-: Está Ud. muy
molesta, la ruego que me permita acercarla un sillón en el cual puede descansar
mejor.
Ella consintió y Carlos
la ayudó a acomodarse en un sillón que rodeó con los cojines de seda,
cubriéndola otra vez con su capa, y se sentó en un taburete junto a ella,
apoyando también su cabeza en el respaldo del sillón. Ella volvió en breve a
dormirse. Carlos sentía en la frente su respiración un poco fatigada, y tenía
clavados los ojos en sus soberbios ojos, dulcemente cerrados.
-Más hermosa está así
-pensaba él- que cuando se presenta deslumbrante y radiosa en medio del círculo
de sus adoradores.
Continuaba mirándola y
casi respirando su aliento, y comenzó a sentirse agitado. Esta vez su boca
pronunció claramente y sin el consentimiento de su voluntad el pensamiento que
le ocupaba.
Y se apartó de Catalina
descontento de sí mismo, aunque sin darse cuenta de lo que sentía a su lado.
Salió de la sala y se
paseó algún tiempo con un extraño apresuramiento, atusando maquinalmente los
profusos rizos de sus cabellos negros. Pensaba en lo que había hablado Elvira
en su delirio, y gozábase en tener un motivo para estimar a la condesa, de cuyo
buen corazón no podía ya dudar. Después de dar veinte vueltas alrededor de la
sala volvió al aposento de la enferma, y halló a Catalina todavía dormida.
Estuvo contemplándola un momento y repitió involuntariamente:
-Pues bien, Carlos,
ruego a Ud. que se recoja a descansar. Haré venir ahora mismo a las criadas de
Elvira. Está mejor, y si tuviese alguna novedad me avisarán al momento.
Descanse Ud. para que esta noche podamos cumplir nuestro deber cerca de nuestra
querida prima.
Ella le alargó la mano.
Esta vez Carlos la llevó a sus labios. Ella no se ofendió, pero al salir se
detuvo un momento a la puerta, y, poniendo la mano sobre su corazón, pareció
querer sepultar en él la emoción que, a pesar suyo, revelaba su semblante.
Carlos la vio alejarse y se sentó pensativo en el sitio que ella había ocupado.
Entraron poco después las criadas de Elvira, y se marchó a su aposento, saliendo
de aquel en que había pasado la noche con pensamientos bien diferentes de los
que le acompañaron al entrar en él.
Continuará…
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