Ayuntamiento de Sevilla. Litografía siglo XIX |
Carlos viaja a Madrid (Babilonia según Dª Leonor) a por una herencia
- V –
Si existe una felicidad para los hombres, si es posible alcanzarla
sobre la tierra, la unión del amor con la virtud puede solamente darla. El amor
santificado por la religión, el amor templado por la seguridad y la costumbre,
el amor constituido en deber, el deber embellecido por el amor... ¡qué sublime,
qué santa armonía! ¿Por qué la naturaleza en su eterna mudanza arrebata al
hombre este estado divino de ventura? ¿Por qué no nos es dado hacer estable la
concordancia del sentimiento y de la obligación? ¡Oh imperfección e
inconsecuencia de la naturaleza humana! ¡Que el amor eterno, que es el voto del
alma, no pueda ser cumplido por el corazón!...
Pero Carlos y Luisa son tan dichosos... ¡Oh! Alejaos, frías
reflexiones, alejaos tristes luces de la verdad, que quiero recrearme en el
espectáculo encantador de un amor feliz y casto. Mas no intentaré pintarle: las
almas puras y amantes le adivinan, y jamás puede hacerse que le comprendan los seres
insensibles y depravados.
Los primeros meses pasaron para los dos esposos en una embriaguez
divina: los segundos en una calma deliciosa. Hacía más de un año que estaban
unidos y no habían tenido una sola hora de fastidio ni pesar: por el contrario,
parecía que eran cada día más felices y se comprendían mejor.
La salud de doña Leonor, que decaía rápidamente y el hábito de una
vida recogida, hacían que Luisa no saliese casi nunca de su casa, y Carlos,
feliz con su vida doméstica, se había separado también de toda sociedad. Pero,
¿qué necesidad hay de placeres cuando se tiene ventura? Luisa que había
sustituido a su madre (ya postrada en cama constantemente), en los cuidados
domésticos, y que asistía a la anciana con esmero y ternura verdaderamente
filial, sabía cumplir estos deberes sin descuidar un momento a su marido. Y era
tan hermosa, tan sublime, cuando descendía de su esfera de ángel para ocuparse
en los más pequeños detalles de la vida doméstica! Todo marchaba en aquella
casa con un orden admirable. Todos los momentos estaban empleados, todos los
acontecimientos previstos, todas las atenciones preparadas. Habíase mudado don
Francisco en casa de su hermana, y era una sola familia doblemente enlazada y
perfectamente unida: hasta los pequeños debates de los dos hermanos eran ya raros,
y la paz, la monotonía de aquella vida inocente y sosegada, era tan inalterable
que parecía llevar un sello de eternidad.
Llegó
enero: hacía quince meses que ya estaban casados Carlos y Luisa, y les parecía
que había sido la víspera. Las largas noches de invierno eran para ellos
deliciosas. Era un cuadro digno de ser inmortalizado por el pincel de Murillo
-si Murillo hubiese vivido entonces-, el que presentaba aquella familia
patriarcal. En medio de una espaciosa alcoba que ardía un abundante fuego. En torno
de ella una joven hermosísima vestida sencillamente y ocupada en las labores de
su sexo, y un gentil mancebo que junto a ella leía en alta voz una novela de
Richardson, interrumpiendo por momentos la lectura para hacer una caricia a su
linda vecina: un poco más lejos, en tres cómodos sillones, un anciano todavía
robusto, en medio de dos reverendas damas; doña Beatriz y doña Serafina,
constantes tertulias de doña Leonor, escuchando los tres con silenciosa
atención lo que Carlos leía, impacientándose con sus interrupciones, e
interrumpiendo ellos mismos muchas veces con exclamaciones de admiración o de
lástima, según la posición en que se hallaban los héroes de la novela. ¡Cuántas
reflexiones no promovía la virtud de Pamela y la altanería de su cuñada: premiada
la una y humillada la otra! ¡Cuánta indignación la perversidad de Lovelace!
¡Cuánta piedad la desventura de Clara! Luisa lloraba con frecuencia durante
aquellas lecturas, y como nunca era tan bonita como cuando lloraba, su marido
dejaba suspensa muchas veces la curiosidad de su auditorio en los pasajes más
interesantes, para deleitarse en contemplar a su mujer. Luisa se avergonzaba de
que se reparase en su sensibilidad, las dos damas se enfadaban de que se
interrumpiese la lectura, don Francisco aprovechaba aquel momento para criticar
la obra, aunque nadie le atendiese; y era preciso que doña Leonor sacase fuera
de la cama su mano afiliada y transparente, y dijese en tono absoluto:
-¡Adelante!- para que el auditorio volviese a sosegarse y el lector a continuar
su tarea.
El destino miró con ceño aquella dulce serenidad de una vida
dichosa y bien pronto las inocentes veladas fueron interrumpidas. Una carta de
Madrid llevó a Sevilla la noticia de haber muerto el capellán de la reina, primo
hermano de don Francisco, y que había sustituido a éste y a doña Leonor sus
universales herederos. El difunto dejaba un considerable caudal en casas,
alhajas y deudas, que tenían hacia él varios sujetos de la corte: sus asuntos
no quedaban tan arreglados que no fuese preciso, según escribían sus albaceas a
los herederos, que fuese alguno de ellos a arreglarlos por sí mismo. Don
Francisco, que no había perdido nunca completamente el deseo de enviar a su
hijo a tomar, como él decía, un bañito de corte, declaró que era absolutamente
preciso que Carlos fuese el encargado de este negocio. Hubo por parte de doña
Leonor sus dificultades, por la del joven una manifiesta repugnancia, por la de
Luisa una tímida oposición, pero, al fin, después de algunos días de
discusiones, quedó decidida la cuestión a favor de don Francisco, y Carlos se
sometió con disgusto a separarse de su esposa con la esperanza de que sería por
poco tiempo, pues se proponía ocuparse exclusivamente en Madrid en terminar con
prontitud el asunto que le llevaba. Se comenzaron los preparativos del viaje y
se escribieron cartas de recomendación. Estaban en la corte dos señoras
enlazadas con la familia de Silva y a las cuales debía ser eficazmente
recomendado Carlos, pues Luisa temía que tuviese una enfermedad lejos de ella,
y para un caso de esta naturaleza juzgaba indispensable que hubiese algunas
personas de su sexo interesadas en favor del joven. Se escribieron, pues, por
los dos hermanos dos largas cartas a las parientas por afinidad, pero suscitose
una discusión con este motivo, que terminó por rasgarse una. De las dos damas
era la una doña Elvira de Sotomayor, viuda de un primo hermano de doña Leonor,
y que, aunque no era conocida personalmente de ésta, pues jamás había salido de
Madrid la una, ni la otra de Sevilla, había sostenido largo tiempo
correspondencia epistolar con ella, aunque después de muerto su marido. La otra
era la condesa de S.***, viuda también de un pariente cercano de los Silvas,
pero cuyo matrimonio había sido muy a disgusto de doña Leonor. El motivo de
este desafecto hacia la condesa no era otro que el de haber nacido en Francia:
nación, como ya hemos dicho, aborrecida por doña Leonor. El conde de S.*** casó
en París en 1811 con Catalina de T..., cuya madre, española, había dado la mano
al vizconde de T... estando éste de secretario de la embajada francesa en
España, pero habiendo regresado poco después a su patria el vizconde con su
esposa, Catalina había nacido en aquel país execrado por doña Leonor. Cuando el
conde de S.*** la participó su enlace con una francesa, la respetable señora le
contestó aconsejándole que la sacase cuanto antes de aquella tierra maldita, y
no perdonó nunca a su pariente el desprecio que hizo de este consejo. Viuda la
condesa y heredera de una parte considerable de los bienes que su marido poseía
en España, determinó establecerse en Madrid, donde se hallaba a la muerte del
conde. Sabía todo esto doña Leonor por su hermano que solía escribir de vez en
cuando a la condesa, pues ella, por su parte, no había querido jamás entablar
correspondencia con aquella extranjera: y es de advertir que el
designar doña Leonor con este nombre a cualquier persona, era un modo breve y
decoroso de manifestar el más absoluto desprecio. Así, pues, cuando don
Francisco la leyó la carta que dirigía a la condesa recomendándola su hijo,
doña Leonor declaró que no tendría Carlos necesidad ninguna de la amistad de la
extranjera, y que
recibiría un mortal disgusto en que su yerno cultivase semejante conocimiento.
Don Francisco recordó en aquel día su antiguo sistema de oposición y sostuvo
que ninguna persona podía ser más útil a su hijo en Madrid, que una señora
relacionada con las casas más distinguidas, habituada a la mejor sociedad y
que, según estaba informado, reunía a su perfecto conocimiento del mundo un
talento extraordinario. Pero esta especie de elogio no era el más a propósito
para reconciliarla a doña Leonor con su prima política, y todo lo que su
hermano la dijo con respecto a ésta sólo sirvió para aumentar la antipatía instintiva
que desde que oyó por primera vez su nombre la inspiraba catalina. Don
Francisco, pues, hubo de ceder esta vez como otras: la carta para la condesa se
rasgó, y Carlos no fue recomendado a otro individuo del bello sexo que a doña
Elvira de Sotomayor, que al fin (como decía doña Leonor), era española y que se
había criado como Dios manda, y no en tierras donde se profanaban altares, y se
guillotinaban reyes, y reinaban soldados.
Llegó, por fin, el día de la partida de Carlos: muchos hacía ya
que Luisa no cesaba de llorar, y su dolor se manifestaba de una manera tan viva
que la severa mamá hubo de reñirla seriamente, después de haberle hecho
inútiles reflexiones sobre la grave culpa que es a los ojos de Dios la falta de
resignación, y lo que se ofende su Divina Majestad de que se emplee en un
mortal ese amor inmenso que para él sólo merece y que a él sólo debemos. La
pobre niña escuchaba a su madre con su acostumbrada humillada y pedía perdón de
su dolor, pero pesarosa de sentirle no podía siquiera ensayar el vencerle. Como
si la inmensidad de los mares hubiese de separarla de su marido, su imaginación
medía con espanto la distancia de Sevilla a Madrid, y parecíale que había un
mundo de por medio. Cuántas tiernas aprensiones y cuántos tristes
presentimientos acompañaban comúnmente a la primera separación de un objeto
querido, se apoderaron a la vez de la tímida y apasionada esposa, y parecía que
la iba abandonando la vida a medida que se aproximaba la hora fatal de la
partida de Carlos: Aquél era su primer dolor, y el primer dolor sino siempre es
el más grande, es indudablemente el más sensible.
Cuando
arreglaba las maletas de su marido besaba sus ropas humedeciéndolas con sus
lágrimas, y pensó con una especie de celos que otras manos que las suyas
plegarían en lo sucesivo aquellos pañuelos que ella había bordado para Carlos,
y se encargarían de todos los pequeños cuidados que solamente ella debía
prestarle. Cuando le abrochaba su chaqueta de viaje y cepillaba su capa:
Y no pudo concluir, embargada su voz por sollozos. Carlos la tomó
en sus brazos y quiso en vano consolarla: él mismo lloraba como un niño, y casi
ya estaba a punto de tomar la resolución de llevarse a Luisa cuando compareció
doña Leonor apoyada en el brazo de su hermano, tan pálida, tan enferma, que el
joven al verla se avergonzó de haber pensado en privar de su hija a aquella
anciana madre a quien el sepulcro reclamaba. La salida de los criados, que
conducía las maletas a la diligencia, y el vibrante sonido del reloj de la
catedral que daba distintamente la hora teñida, anunciaron a Carlos que había
llegado el momento de una separación a la que aún no se había resignado. Cubrió
de besos la rubia cabeza de su esposa, y haciendo un esfuerzo doloroso
pronunció la terrible palabra:
Luisa se estremeció: levantó los ojos y los fijó con avidez en el
rostro de Carlos, y quitando de su cuello una cinta negra que sostenía un
escapulario de la virgen, bordado por su mano, lo puso en el de su marido,
pudiendo apenas articular:
Intentó luego repetir, mas no pudo, las recomendaciones mil veces
hechas ya, de que se preservase el aire sutil de Madrid, de que no hiciese
ningún género de exceso... En fin, aquellas prevenciones que sólo se ocurren a
una mujer y que son tan pueriles como tiernas.
Pero Carlos no podía apartarse de Luisa, que, enlazándose a su
cuello, repetía entre sollozos la palabra fatal:
-No irritéis al cielo, hijos míos -dijo la anciana-, no os
atraigáis en castigo de un dolor sin causa un dolor más justo.
A esta
estimación Luisa, estremecida, se apartó de su marido, exclamando:
Carlos desvió sus ojos de ella porque conocía que mientras la
viese no podría tener valor para partir.
Quiso ella correr al balcón para verle aún, para decirle mil cosas
que en aquel momento se la ocurrían, pero la pobre niña no pudo llegar al sitio
a que se encaminaba: sus fuerzas la abandonaron y cayó desfallecida en los
brazos de su madre.
-¡Luisa! ¡Luisa! -exclamó don Francisco conteniendo sus lágrimas-:
¿no piensas en el estado de tu pobre madre?, ¿quieres acabar de matarla con tu
dolor?
-¡Yo!, ¡yo! -gritó temblando la niña-: ¡Ah!, ¡no! Madre mía, que
tome Dios mi vida en cambio de la vuestra, pero que me conceda verle aun otra
vez... ¡Un momento, un solo momento...!
Continuará…
No hay comentarios:
Publicar un comentario