Retrato de señora con mantón. Manuel Cabral y Aguado Bejarano, óleo sobre lienzo 42 X 33 cm
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Hay que casar a Luisa con Carlos lo antes posible, ¡cueste lo que cueste! (Objetivo de Dª Leonor)
- IV –
Dos meses habían corrido desde que Carlos llegó a Sevilla, y don
Francisco aún no había dicho ni una sola palabra relativa al enlace de los dos
primos. Este silencio molestaba ya a doña Leonor, tanto más cuanto que por
ciertas expresiones que se escapaban a su hermano tenían fundadas sospechas,
que aún no había desistido enteramente de su proyecto de enviar a Carlos a
Madrid. Proyecto que, como ya hemos visto, desagradaba altamente a la buena
señora, que temía que una ausencia, una larga dilación en el proyectado enlace,
acarrease algún contratiempo que pudiera frustrarle: como, a pesar de su vida monástica,
no estaba destituida de aquel conocimiento que se adquiere con los años, por
poco que se frecuente la sociedad de los hombres, conocía doña Leonor que en la
edad de su sobrino si muy bien vivas las impresiones, no son siempre las más
profundas, y que no era cosa prudente poner a prueba su constancia, mayormente
antes de haberle ligado con un vínculo indisoluble. Doña Leonor, cuya salud era
cada día más delicada y, por consiguiente, más vivo el deseo de establecer a su
hija, observaba cuidadosamente los rápidos progresos que hacía el amor en los
dos jóvenes, y se los hacía notar a su hermano para provocar por este medio una
resolución decisiva. Pero don Francisco no hablaba y doña Leonor comenzaba a
enfadarse seriamente. Carlos no limitaba ya sus visitas a dos o tres horas de
la noche: casi todo el día estaba en la casa de su tía, siempre junto a Luisa,
mirando a Luisa, enajenado con Luisa. La niña, por su parte, descuidaba
medianamente sus ocupaciones domésticas, y aunque siempre dulce, humilde y afectuosa,
parecía melancólica y sin sosiego los momentos en que yo no veía a Carlos. Doña
Leonor, cuya severidad y maternal vigilancia eran irrelajables, veíase obligada
a descuidar también muchas de sus devociones para estar continuamente en guarda
de los amantes, pues, a pesar de la conducta respetuosa del joven y el perfecto
recato de la doncella, hubiera creído faltar a todas las leyes del decoro, y
hacerse culpable del pecado de omisión, si no vigilaba todas sus acciones,
movimientos y aun miradas. Cuando su histérico o su reumatismo la
imposibilitaban de llenar exactamente sus deberes de madre cuidadosa y
prudente, la reemplazaba la respetable viuda doña Serafina. Doña Beatriz no
recibió nunca tan augusto cargo, pues, no obstante sus cincuenta años, su estado
de doncella no la daba a los ojos de la escrupulosa madre un carácter bastante respetable.
Cansábase ya doña Leonor de la sujeción en que la constituía el cuidado de
vigilar a su hija, y un escrupulizaba de permitirla un trato tan frecuente con
su novio cuando aún no sabía si efectuaría pronto aquel deseado consorcio.
Estos motivos, por una parte, y por otro su temor de que volviese don Francisco
a su tema de enviar a Carlos a la corte y de que pudiera sobrevenir algún
obstáculo a la realización de sus deseos, la determinaron a tomar por fin un
expediente formal que sacase de la inacción a su hermano. Antes de poner en
ejecución su pensamiento, observó detenidamente a su sobrino, para confirmarse
en el juicio que tenía ya formado de que estaba locamente enamorado.
En
efecto, no podía dudarse que de día en día se aumentaba el cariño del joven.
Era cosa digna de verse cómo pasaba horas tras horas sentado junto a su prima,
embebecido en mirarla y como olvidado del mundo entero. Sus conversaciones que
eran regularmente en presencia de un respetable auditorio, se reducían a
naderías o palabras insignificantes en sí, pero en aquellas pláticas tan
indiferentes, ¡había tantos medios de entenderse dos amantes! Una mirada tímida
y furtiva, un suspiro ahogado, las inflexiones de la voz, más dulce, más lenta,
más expresiva cuando se dirigían uno al otro la palabra... Todas las pequeñeces
que son tan grandes en el amor, venían naturalmente al auxilio de nuestros
héroes, y sin que jamás se hubiese pronunciado la palabra amor ni por
uno ni por otro, ambos sabían que eran amados.
Las lecciones de pintura que Carlos continuaba dando a su prima
les proporcionaban algunos momentos de menos sujeción, porque entonces estaban
algo más separados, aunque nunca fuera de la vista de la vigilante mamá. Pero
sucedía que la mayor libertad los hacía más tímidos. Muchas veces, al verse
espiado, por decirlo así, por las miradas inexorables de doña Leonor,
imposibilitado de poder decir a su prima una palabra que ella sólo oyese,
deseaba Carlos y promovía la lección de dibujo, pareciéndole que tenía mil y
mil cosas apasionadas que decirla: pero luego que se veía en la posición
deseada, intentaba en vano expresar lo que con tanta vehemencia sentía.
Turbábase, templaba, la voz expiraba en sus labios, y algunas veces que se
violentaba y hacía un esfuerzo para decir algo, sus palabras eran tan
incoherentes que él mismo no podía darse razón de lo que había querido
expresar. Si entonces Luisa volvía sus ojos hacia él, sus modestos ojos llenos
de serenidad y de ternura, y dejaba de oír su voz tan dulce, tan musical, el
joven la miraba y la escuchaba estático: su agitación se calmaba, su
desconcierto desaparecía y embelesado, subyugado por el encanto de aquella
hermosura tan apacible y tan pura, sólo tenía la necesidad de amarla como se
ama a Dios: tributándole un culto silencioso. Entonces volvía a enajenarse, a
ser feliz con sólo contemplarla, entonces su mirada fija en ella con una
expresión de ternura mezclada de respeto, hacía sonreír alguna vez a los
espectadores y sonrojar a la modesta doncella.
Doña Leonor, que en vista de todos estos síntomas no dudó ya de
que Carlos amaba verdaderamente a su hija, resolvió dar un paso prudentemente
meditado hacia el blanco de sus deseos, y cuando vio más enamorado a su sobrino
le declaró seriamente que su decoro y el de su hija exigía que se hiciese menos
largas y frecuentes sus visitas.
-No puedes figurarte -añadió- cuánto siento el verme en la
precisión de hacerte esta súplica, mi querido sobrino, pero ha llegado a mis
oídos que las gentes empiezan a murmurar la intimidad que te permito con Luisa,
pues aunque nadie ignora la intención que hace muchos años tenemos ambos
hermanos de estrechar más nuestros vínculos, por medio de un enlace entre
nuestros dos hijos, todos extrañan, y con razón, el que sin ningún motivo conocido
se retarde tanto la realización de este matrimonio. El honor de mi hija exige,
pues, que se limite vuestro trato hasta que no haya obstáculo que se oponga a
vuestra unión.
Carlos que hasta entonces no había sentido una gran impaciencia
por ver llegar el día de aquella unión, porque la certeza de ella le quitaba
toda inquietud, quedó dolorosamente sorprendido al oír aquel discurso de su
tía, y, entonces, por primera vez, pensó en que ya podía estar casado y que no
lo estaba. Turbose algún tanto y dijo después con bastante emoción:
-¡Dejar de verla todos los días, a todas las horas! ¡Oh! ¡Sería
una crueldad! ¡Obstáculo dice Ud.! ¿Cuál es? ¿Qué puede impedir que se
verifique muy pronto esa unión concertada hace tanto tiempo y en la que cifro
yo la felicidad de mi vida?
-Estoy en ese punto tan ignorante como tú mismo -respondió la
astuta devota-, por mi parte hoy mismo pudieras casarte.
-Tu padre tendrá acaso algún motivo para este retardo, que extraña
toda Sevilla y que da margen a los ociosos para mil suposiciones y comentarios,
poco honoríficos a la verdad para él y para mí. Pero Francisco no reflexiona en
nada de esto y sospecho que su intención es enviarte a la corte y...
-¡Enviarme
a la corte!... -interrumpió con impetuosidad el mancebo. ¡Separarme de Luisa!
¡Oh! ¡No! ¡No consentiré!
Trabajo le costó a doña Leonor disimular su gozo al oír esta
declaración que disipaba todos sus temores: procuró hacerlo, sin embargo, y
dijo con fingida severidad a su sobrino que un buen hijo no debía resistir a la
voluntad de su padre, aun cuando esta voluntad fuese tiránica y caprichosa.
-No poco se murmura de esta resolución de mi hermano -añadió-, y
no poco hará padecer a mi corazón que anhela darte el dulce nombre de hijo,
pero no me corresponde a mí el empeñarme en apresurar ese día, como si me
pesase mi hija y quisiera a toda costa descargarme de ella. A Dios gracias
estoy muy lejos de este caso.
-¿Quién duda de ello? -exclamó Carlos con vehemencia: ¡Luisa es un
ángel! ¡Querer descargarse de ella! ¡Oh! ¿Quién puede pensar semejante cosa?
Pero Ud. dice bien, no es a Ud. a quien corresponde apresurar ese día que debe
hacerme el más feliz de los hombres; si me lo permite Ud. yo seré quien hable
con mi padre hoy mismo, quien le suplique de rodillas que no dilate más mi
ventura. ¿Consiente Ud. en ello, tía mía?
Doña Leonor aparentó vacilar, y viendo la decisión del joven fue
recogiendo velas hasta el punto de decir, que acaso convendría mejor que se
tomasen más tiempo de meditar en ello, antes de echarse un yugo tan duro como
el matrimonio.
-Pero continuaremos como hasta ahora -exclamó Carlos-, ¿no es
verdad mi amada tía? Yo esperaré todo el tiempo que Ud. quiera: haré cuanto Ud.
me ordene; pero permítame ver a Luisa todos los días.
Doña Leonor que no esperaba tanta resignación, se guardó bien de
consentir en lo que su sobrino le pedía, y como éste por su parte no
suscribiese a ver con menos frecuencia a Luisa, fue preciso, por fin, acceder a
su primera proposición; pero supo hacerlo doña Leonor de un modo tan decoroso,
con tanta maestría, que su sobrino la dejó persuadido de que cedía casi a pesar
suyo, y ella quedó muy segura de que no había comprometido en nada su dignidad,
ni rebajado ni un ápice su orgullo.
Carlos habló aquel mismo día a su padre, manifestándole su deseo
de que se realizase cuanto antes el casamiento. En vano el anciano le dio las
razones buenas o malas que le movían a no querer casarle tan joven. El
apasionado amante las refutó victoriosamente. ¡Se tiene tanta elocuencia para
defender la causa del corazón! En tales casos el hombre más limitado encuentra
recursos estupendos. El papá, que sin ser muy prudente era, por fin, un papá,
que había tenido veinte años y tenía ya cincuenta y cuatro, no dejó de hablar
mucho de la solemnidad del empeño que iba a contraer, de la necesidad de
reflexionarlo maduramente, de conocer un poco el mundo antes de querer ocupar
en él el augusto rango de esposo y padre, de lo horrible que sería un
arrepentimiento tardío..., pero todo esto no hizo mella alguna en su hijo.
¡Arrepentimiento! ¡Cuando se tienen veinte años no se concibe nunca el
arrepentimiento! ¿Se prevé cuando se ama la posibilidad de cesar de amar?
¡La juventud! ¡El amor! Si tuvieran por compañeras a la prudencia
y a la previsión no producirían tantos errores, tantos arrepentimientos, tantos
dolores: pero, ¡ah!, ¿tendrían entonces tantos encantos?
Quince días después de las siete de la mañana se celebró en la
catedral la ceremonia que unía a dos personas hasta la muerte. Ceremonia
solemne y patética en el culto católico, y que jamás he presenciado sin un
enternecimiento profundo mezclado de terror.
Al salir de la iglesia Carlos que daba el brazo a su joven esposa
estaba radiante de alegría: Luisa tenía los ojos bajos, la frente y las
mejillas bañadas de rubor, y en toda su persona se advertía una especie de vaga
inquietud y dulce melancolía; pero solamente cuando de vuelta a su casa fue
conducida con Carlos por los padrinos al sillón en que estaba su madre (cuyo
mal estado de salud no le permitió aquel día acompañarla a la iglesia), sólo
entonces se vio una cristalina lágrima deslizarse lentamente por su mejilla.
Doña Leonor, cuyo rostro descarnado y amarillo contrastaba de una manera
singular con el semblante puro y hermoso de su hija, tendió sus brazos
enflaquecidos hacia los dos jóvenes, que doblaron las rodillas delante de ella
para recibir su bendición. Las facciones enfermizas y adustas de la anciana, se
suavizaron y reanimaron en aquel momento, y poniendo sus manos trémulas sobre
las cabezas de ambos jóvenes, levantó al cielo una mirada que jamás hasta
entonces se había visto en sus ojos: la mirada de una madre que pide al cielo
la felicidad de su hija, mirada elocuente, indescribible, sublime. Luego con
voz débil, pero con acento solemne y profundo, dirigió a los recién casados un
largo discurso sobre las obligaciones que acababan de contraer. Su tono grave y
severo fue suavizándose gradualmente, y al terminar aquel discurso con estas
palabras que dirigió a su yerno:
-Consérvala pura y piadosa como te la entrego: ha sido buena hija,
prémiala tú haciéndola una feliz esposa.
Carlos, conmovido, tomó una de sus manos enflaquecidas, y,
uniéndola entre las suyas con las de Luisa, las apretó sobre su corazón
exclamando.
-Tú, hija mía -prosiguió Leonor-, no olvides nunca que después de
Dios tu primer amor debe ser tu marido: ámale, obedécele en todo aquello que no
se oponga a la salvación de tu alma.
Luisa levantó a hacia su esposo una mirada de inefable ternura:
Carlos, enajenado, la estrechó entre sus brazos; y ella, reclinando
lánguidamente su cabeza sobre el pecho de su marido, pronunció con voz tan
dulce que sólo él pudo oírla
Era la
primera palabra de amor que pronunciaban aquellos labios tan puros. Carlos
fuera de sí imprimió un beso de fuego en su frente virginal: era la primera vez
que el joven veía en sus brazos a una mujer amada.
-Ahora -exclamó doña Leonor con tono solemne-, yo os bendigo hijos
míos, que Dios os haga virtuosos y felices, y que vuestros hijos sean para
vosotros lo que habéis sido vosotros para vuestros padres.
Continuará…
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