La Emperatriz Eugenia rodeada por sus damas de compañía. Franz Xaver Winterhalter. Château de Compiègne. |
-VIII-
Carlos conoció que se había engañado al temer hallarse en incómoda
sujeción en la casa de su prima política. Muchos días pasaban sin siquiera ver
a Elvira sino a la hora de comer, ocupada enteramente como lo estaba en sus
numerosas visitas y diversiones, y cuando era invitado por ella un rato de
conversación por las mañanas, no hallaba tan insoportable como al principio la
había juzgado, su voluble locuacidad.
Elvira era una persona tan dulce y complaciente, de trato tan
franco y fácil que no imponía ninguna especie de sujeción, y cuando se la había
conocido lo bastante para hacer justicia a su buen corazón, se perdonaba
fácilmente la frivolidad y ligereza de su carácter. Carlos llegó hasta gustar
de su insustancial y voluble cháchara, y no evitaba ya los momentos raros en
que podía verla en su casa, pues, aunque ella le instase repetidas veces a
acompañarla a los teatros y tertulias que frecuentaba, se negó siempre a
complacerla, alegando sus muchas ocupaciones y el poco gusto que sacaba de
diversiones en las que no había de encontrar amigos ni conocidos. Elvira se
chanceaba alegremente, sin darse por ofendida de su poca complacencia. Carlos
admiraba aquel género de vida disipada, tan distinto del que había encontrado
establecido en casa de su suegra, y, aunque cada día fuese tomando más afecto a
Elvira, juzgaba, en general, muy severamente a las mujeres que como ellas hacen
de la vida una partida de placer. El orden inmutable, la sensata economía que
había observado en casa de Leonor le parecían más dignos de elogio cuando los
comparaba al desarreglo que reinaba en la de Elvira, que, por otra parte, sabía
Carlos no era bastante rica para que su fortuna resistiese mucho tiempo a su
abandono. Aquella ligereza con que una madre arruinaba alegremente a sus hijos,
le parecía tan inconcebible como criminal. Carlos no quedó poco sorprendido
cuando supo después que aquella mujer despilfarrada e imprevisora, en su
concepto, había salvado la herencia de sus hijas a costa de grandes sacrificios
y privaciones, que había satisfecho en pocos años deudas considerables que
quedaron a la muerte de su marido, y que era tan activa y apta para hacer
productivos sus bienes que sus dispendios siempre eran inferiores a sus rentas.
Verdad es que quien dio a Carlos estos informes no olvidó indicar, vaga y
confusamente, que nadie creía que doña Elvira por sí sola hubiese levantado en
poco tiempo su decaída fortuna, y que era probable la hubiese auxiliado algún
amigo poderoso. Mas esto no disminuyó, el buen efecto que hizo en Carlos la
relación anterior, y, desde entonces, estimó sinceramente a su prima.
Procuraba, pues, un rato de conversación con el mismo empeño que
tuvo antes para evitarla, y aquella distracción le era tanto más necesaria
cuanto que apenas salía de su casa cuando lo exigía el interés del negocio que
lo había conducido a Madrid. Solía por la mañana ir a encontrar a su amigo en
la Puerta del Sol y pasearse con él un rato, y por las noches iba de vez en
cuando a visitar a la esposa de don Eugenio de Castro, albacea de su difunto
pariente, del cual eran herederos su padre y tía. A nadie más veía, con nadie
trataba, y la ocupación de escribir a Luisa, por larga que fuese, le dejaba
muchas horas libres que no sabía en qué emplear.
El día en que cumplía exactamente un mes de su salida de Sevilla
hallose más triste que de costumbre, y pensó para distraerse en rogar a Elvira
le permitiese estar con ella aquel día, pero, cuando iba a pasar a su
habitación con este objeto, recibió una atenta esquela de la señora de Castro
en la que le rogaba fuese a las cinco a comer a su casa, pues, con motivo de
ser aquel día el de su cumpleaños, había convidado a muchos amigos. Carlos que
deseaba cualquiera novedad que disipase un tanto su profunda tristeza, aceptó y
fue exacto en acudir a casa de don Eugenio a la hora designada. Sin embargo,
bien pronto conoció que la sociedad en vez de distraerle aumentaba su disgusto,
y durante la comida se esforzó en vano para imitar la jovialidad y estudiado
buen humor de los convidados. Servíanse los postres y Carlos anhelaba el
momento de poder evadirse sin llamar la atención, cuando la señora de la casa
le dirigió una pregunta que le puso en la precisión de disimular su impaciencia:
-¡Y la más hermosa y distinguida dama de la corte! -añadió con
viveza uno de los caballeros de la reunión.
Sus palabras produjeron un movimiento simultáneo de las damas
presentes, que se miraron unas a otras y se hablaron al oído con muestras de
viva impaciencia, y algunas con sonrisa de desdén. La señora de Castro tomó la
palabra y con tono irónico preguntó al caballero que había cometido aquel
crimen de lesa galantería, en qué sentido usaba el adjetivo de distinguida
aplicado a la condesa:
-La llamo distinguida -contestó algo turbado el
caballero- en atención a sus brillantes talentos, sobresaliente educación,
exquisita elegancia y bellísimas cualidades, que por más que quieran denigrarla
sus envidiosas rivales...
El orador fue interrumpido por el sordo murmullo de muchas
vocecitas, trémulas de indignación, que repetían con fingido respeto: ¡Envidiosas!
¿Envidiosas de la condesa?
-Señoras -repuso más y más turbado el caballero- no ha sido mi
ánimo ofender a nadie, y sólo he querido decir que llamaba distinguida a la
condesa por su...
-¿Pasmosa coquetería? -dijo con viveza una solterona cincuentona,
que sin duda en sus tiempos felices había sido buen juez en la materia.
Esta ingeniosa salida, pues por tal fue reputada, se celebró con
estrepitosas risas que probaban las perfectas simpatías de la concurrencia
femenina.
-No
niego -repuso el caballero- que la condesa es algo coqueta...
-¡Algo, algo! -repitieron en coro las señoras- ¡Y no lo niega!
¡Oh, qué concesión tan meritoria no negar que la condesa es algo coqueta!
Y la risa y la burla se aumentaron en términos que el pobre
caballero tuvo a bien abandonar el campo a sus contrarias, diciendo
humildemente que su opinión no era infalible y que como amigo de la condesa no
podía ser un juez imparcial.
-¡Amigo de la condesa! -dijo la dama que estaba a la derecha de
Carlos, acercando su boca al oído de éste: ¿Sabe Ud. el origen de esa amistad?
Pues no es otro que este caballero solicita un empleo, y la condesa tiene vara alta, según
se dice, con el ministro-. ¿Y Ud., conde? -añadió volviéndose a un joven rubio
que probablemente era su amante- ¡es Ud. también campeón del distinguido mérito
de la condesa de S.***?
-Yo -contestó con aire de suficiencia el interpelado-, yo detesto
a esas mujeres-hombres que de
todo hablan, que de todo entienden, que de nadie necesitan...
-¡Oh! En cuanto a no necesitar de nadie -repuso maliciosamente una
de las señoritas- Ud. se engaña, y no hace justicia a Catalina. ¿Cree Ud. que
pudiera pasarse esa deidad sin el culto de sus numerosos admiradores? Ya ve Ud.
que los busca con empeño.
-Y los encuentra -añadió una casada, cuyo noveno amante la había
abandonado por la condesa, pero que, no obstante, merced a su gran prudencia y
severas máximas, que sabía ostentar en las grandes ocasiones, pasaba por una
virtud ejemplar. La condesa -prosiguió con refinada malignidad- es, digan lo
que quieran, una mujer poco común. No hay en Madrid quien cante con tanto gusto
y maestría como ella. La bailarina más aplaudida de nuestros teatros no la
aventaja en esta habilidad: me consta que dibuja y pinta con primor, y se dice
que es tan instruida que sostiene con los hombres más sabios cuestiones de
moral, de religión y de política. Distinguida por todos los talentos no lo es
menos por su carácter independiente, y yo dudo que exista en España mujer de
opiniones tan libres. Confieso que no puedo sufrir que se interprete
siniestramente lo que en ella pueda parecer equívoco: en tal caso yo me inclino
siempre al lado favorable y, a veces, prescindo de mis propias convicciones
para tomar su defensa.
No es extraña, señora -dijo con respetuosa y añeja galantería un
septuagenario que aspiraba a consolar a la dama del abandono de su noveno
infiel-; no es extraña en Ud. esa adorable indulgencia, muy propia de la
acendrada virtud y caridad cristiana que a Ud. distingue.
-No ciertamente -repuso la dama con humildad tan hechicera que le
valió generales elogios-: no creo que mi virtud sea tan rara en mi sexo que
pueda distinguirme. Yo no soy en nada una mujer notable, cedo
este honor sin pesar a la brillante condesa de S.*** y me doy por satisfecha
con mi oscura medianía. Ella no me permite el constituirme juez de la conducta
ni de las opiniones de los otros, y sólo levantaré mi voz para predicar la
indulgencia. En cuanto a la amistad que el caballero que ha promovido esta
conversación profesa a la condesa, digo que es muy natural y muy digna de
excusa. Yo no me admiro que la condesa tenga muchos amigos, aunque confieso no
la elegiría para amiga de mis hijas.
-Pienso lo mismo que Ud. -dijo entonces una joven de aspecto
sentimental-. La condesa es una persona de trato tan franco, tan fácil, tan
ameno, que debe agradar infinito a los hombres. Lo único que en ella censuro
amargamente es que no use de algún miramiento, de alguna prudencia... En mi
juicio sólo es escándalo es imperdonable. ¡Oh! Yo respeto mucho la opinión.
Retrato de Madame Bárbara Rimsky-Korsakov, Franz Xavier Winterhalter. |
Al oír estas palabras parece que algunos de los concurrentes se
miraron sonriéndose con disimulo y con inteligencia, como si recordasen algún
hecho que pudiera desmentir aquella aserción. Un caballero de los presentes se
apresuró, sin embargo, a probar lo que acababa de decir la hermosa señorita.
Era un afrancesado, acérrimo bonapartista en el año 1809, y legitimista y absolutista
exaltado después de 1814. Levantó con afectación la cabeza, que hasta entonces
mantuvo en la posición más propia para masticar cómodamente, y haciendo una
imitación graciosísima del acento defectuoso de un extranjero que habla en
castellano, dijo con decisión:
-¡Oh! Esta señora tiene sobradísima razón y yo soy de
su aviso en todo. El decoro en la mujer y la consecuencia en el hombre: he
aquí cualidades que yo aprecio en más. La condesa de S.*** no piensa y habla
como debiera, y ésta es una falta remarcable, y a
la verdad que en esto es una excepción de la regla general en la nación en que
ha nacido, porque las francesas son modelos de prudencia y saben muy bien
atender a las conveniencias sociales. Yo, que conozco a la Francia más que si
hubiera nacido en su suelo, declaro que la condesa habrá sido en ello tan severamente
juzgada como en España.
-Uds. hablan con demasiado rigor de la condesa -observó en este
punto el dueño de la casa-, y creo que el señor de Silva tiene vínculos de
parentesco con esa señora.
Todas las damas miraron a Carlos que había oído en silencio la
conversación, y esperaron su respuesta con algún embarazo, como personas de
buen tono que temen haber faltado a los miramientos sociales.
Pero Carlos había oído demasiado bien lo que se había dicho de la
condesa para confesar su parentesco con ella, y poniéndose encendido contestó
un no breve
y claro.
-Pues ahora que no temo que se hiera a nadie -prosiguió el señor
de Castro-, me permitirán Uds. que les pregunte, señoras, qué gran falta, qué
escandalosa aventura ha habido en la vida de la condesa que tanto la ha perjudicado
en el concepto de Uds.
Las damas vacilaron algún tanto, y se miraron como para
consultarse la contestación que debían dar a esta inesperada interpelación. Por
último, la más viva tomó la palabra:
-¡Gran falta! -repitió-: ¡Pues qué! ¿Las coquetas cometen grandes
faltas? Tienen demasiado frío el corazón y demasiado ligero e inconstante el
carácter para que puedan cometer grandes faltas.
-Creía -observó el señor de Castro-, que Uds. habían condenado a
la condesa por imprudente, y encuentro una manifiesta contradicción en...
-¡Basta! -interrumpió su señora, lanzando una mirada aterradora
sobre su indiscreto cónyuge- No es necesario examinar los fundamentos de
ninguna opinión. Siempre es justa cuando es general.
Carlos no pudo sufrir más: estaba avergonzado de que la mujer de
quien se hablaba estuviese enlazada con su familia. Parecíale que si en aquel
momento se le presentase la volvería la espalda con el más soberano desprecio,
y, sin embargo, comenzaba a sentirse indignado contra sus detractores y más de
una vez se contuvo con dificultad para no insultarlos.
Cuando entró en su cuarto el ayuda de cámara le advirtió que doña
Elvira le esperaba en su tocador, y que había encargado decirle que tenía que
hablarle. Carlos se presentó de mal humor a su parienta, a la que encontró
delante de un espejo, magníficamente ataviada y dando la última mano a su
tocado de baile.
-Bienvenido, mi estimado primo -le dijo sin interrumpir su
ocupación-, esperaba a Ud. con impaciencia.
-¡Oh! Eso lo veremos después, lo que ahora importa es que me dé
Ud. su voto sobre mi traje: ¿qué tal, me halla Ud. bien?
-Es la primera vez que le he oído a Ud. galante con su querida
prima: pero a propósito de parentescos, sin duda ignora Ud. que hay en Madrid
otra persona ligada a Ud. como yo, por alianzas con su familia. Catalina, viuda
del conde de S.***, ha extrañado el saber que un hijo de don Francisco de Silva
se halla en esta corte, y que no tiene aún el placer de conocerle.
Esta alusión no podía ser más intempestiva. Carlos contestó
disculpándose con excusas frívolas y casi insignificantes.
-Aunque una persona severa y escrupulosa en punto a etiquetas
-repuso sonriendo doña Elvira-, no se daría por satisfecha con tales disculpas.
Yo que conozco a Catalina declaro que las estima suficientes, y en nombre suyo
convido a Ud. para el concierto que tiene esta noche en su casa.
-Prima mía -respondió con viveza Carlos-, me es imposible aceptar
ese honor. Agradezco a Ud. y a la condesa una atención tan poco merecida, pero
Ud. no ignora que en Madrid me ocupa exclusivamente el asunto que me ha traído,
y que soy además poco aficionado a reuniones.
-La de la condesa será de las más selectas: un día cada semana de
conciertos en su casa, en la que reúne el círculo más brillante de Madrid.
-Ésa es una razón más para no ir -dijo fríamente el joven debiendo
ser corta mi permanencia en Madrid no trato de adquirir conocimientos, ni
introducirme en ese círculo tan brillante que no debe gustar mucho por otra
parte de un pobre mozo de provincia, que suspira por volver a ella.
-Es Ud. original -dijo riendo doña Elvira-, y ya que me manifiesta
con tan poco embarazo el deseo de dejarme, quiero vengarme obligándole a que
confiese que no es Madrid una mansión tan insoportable como Ud. juzga ahora.
Esta noche debo asistir a la reunión de nuestra parienta y le embargo a Ud.
para que me acompañe.
-No hay modo de hacerle a Ud. galante, lo veo, pero, en fin, a
pesar de esa brusca franqueza estoy cierta que agradará a Ud. infinito a
Catalina: sólo de oírme referir algunos rasgos del singular carácter de Ud. ha
concebido una vivísima curiosidad de conocerle.
-¿Con que según eso Ud. me quiere llevar a esa reunión como un
objeto raro, curioso, destinado a servir de diversión a la brillante condesa de
S.***?
-No se enfade Ud. -dijo Carlos sonriéndose-, estoy muy pronto a ir
con Ud. a donde guste conducirme, y no compraría caro el placer de darla esta
prueba de mi obediencia, aun cuando hubiese de ser el objeto de la burla de
veinte coquetas.
-Es Ud. severo con mi amiga, Carlos, y no conociéndola ignoro en
qué se funda para creerla una coqueta.
-Pero vamos, confiese Ud. que algo ha oído que le haya inducido a no
formar de Catalina el concepto más ventajoso.
-Prima mía, hoy por la primera vez he oído hablar de la condesa, y
las personas que sostuvieron esta conversación convenían todas en concederla el
mérito de un talento brillante y de una finísima educación.
-Y en esa larga conversación, de que parece fue el objeto
Catalina, no dejarían de atribuírsele defectos, poderosos a deslucir todo el
mérito que no podían negarla.
-No, no tanto como Catalina, pero, en fin, veamos si adivino. ¿No
han dicho que la condesa es ligera, inconsecuente, burlona y frívola?
-No quisiera creer que la mujer a quien un pariente de mi padre
dio el título de esposa, fuese reputada la más fría y sagaz de las coquetas.
-¡Ah! ¿Es eso todo? -dijo riéndose Elvira- Y, bien, si así fuese
mejor para su marido. Todo el mundo sabe que el conde nunca tuvo celos.
-Confieso, señora, que no comprendo esa especie de hombres. En
cuanto a la condesa, ya pudiera reunir a todos los talentos, todas las gracias
de su sexo, que yo jamás podría querer ni estimar a semejante mujer.
-Severo por demás está Ud. -dijo Elvira-, y no quiero aumentar el
mal humor que parece se ha posesionado de Ud. esta noche. Voy a la comedia: le
dejo a Ud. para que se disponga. Dentro de tres horas vendré a buscarle para
llevarle a casa de la condesa, y espero reconciliarle a Ud. con ella.
Carlos la llevó al coche y volviose a su habitación asaz
disgustado del compromiso en que se veía de acompañar a Elvira.
Mientras llegaba la hora señalada por ésta, ocupose escribiendo a
su esposa una extensa carta, cuyo párrafo más notable era éste:
«Esta noche asistiré por primera vez a una reunión de Madrid, no
habiendo podido excusarme de acompañar a nuestra prima Elvira. La reunión es en
casa de la condesa viuda de S.***, mujer que inspira a nuestra amada madre una
desafección instintiva, que creo veré justificada, pues por todo cuanto he oído
respecto a su carácter, la condesa, Luisa mía, no se parece en nada a mi
angelical compañera, ni a nuestra respetable mamá».
Cerró esta carta que terminaba con los juramentos de costumbre de
amor eterno, inviolable felicidad, etc., etc.; mandola a la estafeta y se
vistió de mala gana para esperar a Elvira. No tardó ésta en llegar: mandó
llamar a Carlos sin bajar del coche, y apenas hubo éste entrado en él cuando
empezó a inundarle con elogios de la condesa, pero debemos confesar que estos
elogios no eran de naturaleza que pudieran recomendarla en el concepto de
Carlos.
Numeró Elvira con su genial jovialidad todos los adoradores de su
amiga, ponderó su influjo sobre varios personajes de la corte, influjo tanto
más admirable cuanto que la condesa hacía profesión de opiniones contrarias al
gobierno actual. Elevó a las nubes el talento, la amabilidad y discreción de
Catalina, y refirió, como peregrinos rasgos de ingenio, algunas travesuras con
las que se burlaba de sus adoradores.
-Es una mujer singular -dijo-, ha sabido inspirar violentas
pasiones sin participarlas nunca: no ama sino a sus amigos, la amistad es su
ídolo, su corazón es inaccesible al amor; y, por eso, juega con sus amantes
como con las piezas del ajedrez. Nadie sabe como ella desconcertar a un
temerario, humillar a un soberbio, hacer desatinar a un sabio y prestar mérito
a un tonto. Ella se ríe de todos sin malquistarse con ninguno. Nadie tampoco se
venga con tanto talento de una rival celosa, obligándola al mismo tiempo con devolverla,
cargado de desdenes y de ridículo, al amante que le había robado. ¡Oh! Es una
diversión seguirla en el océano de sus coqueterías, y ver con qué calma y
serenidad presencia desde el puerto las tempestades que excita.
-Es decir -repuso Carlos con irónica sonrisa-, que es un verdugo
insensible que se hace una fiesta de las convulsiones de sus víctimas.
-No, por cierto: Catalina tiene un bellísimo corazón, pero dice
ella, y con razón, que es una habilidad útil y permitida la de saber volver
contra nuestros enemigos las armas con que quieren herirnos. Pero nada tiene de
cruel, ¡oh!, es una persona buena y caritativa. Su dinero y su amistad están a
la disposición de todo el mundo, ¡y su trato es tan fácil, es tan franco!... Es
tan poco irritable su amor propio que rarísima vez se consigue ofenderle. Su
indulgencia es tan grande, se halla siempre tan dispuesta a perdonar, que
muchas personas la creen muy humilde. Pero ¿no le parece a Ud., Carlos, que
esta especie de indulgencia tan lata con los defectos de los hombres, es hija
de un desmedido orgullo? Catalina tiene tan íntima convicción de su superioridad
unida, tal vez, a una tan exagerada idea de la imperfección humana, que su
bondad para con todos a veces me parece más bien desprecio que generosidad.
-No puedo ahora juzgar a la condesa -dijo Carlos con desdén-, ni
creo que jamás me intimaré lo bastante con ella para conocerla a fondo.
Hablando
así llegaron Elvira y Carlos a casa de la condesa, y, a pesar del disgusto con
que aquél asistía a la fiesta, no pudo menos de sentir una grata impresión al
entrar en la sala resplandeciente de luces y de hermosura. Todo en casa de la
condesa llevaba el sello del buen gusto y de la más exquisita elegancia: todo
lo que se veía, y aun el aire que se respiraba en aquel recinto, estaban como
impregnados de perfumes. La sociedad que la condesa reunía en su casa era la
más selecta y brillante de Madrid, y había introducido aquella especie de
franqueza delicada y elegante sencillez que hace tan felices y amenas las
tertulias de París.
Carlos no pudo dejar de confesarse a sí mismo al verse en medio de
aquel brillante círculo, que, a falta de felicidad real, la imaginación, y aun
el corazón, debían necesitar de aquel embriagador perfume del lujo y de la
armonía, de aquéllas fugaces impresiones que no dejan lugar al fastidio
evitando la meditación. Elvira presentó a Carlos a la condesa, que se había
adelantado algunos pasos para recibirlos, y, no obstante, los motivos de queja
que Catalina debía encontrar en las desatenciones de Carlos para con ella, su
acogida fue tan lisonjera y tan graciosa que se avergonzó él de aquella
indulgencia que le hacía más culpable. Hallose embarazado y casi confuso, y el
vivo carmín que tiñó por un momento su tez, dio a sus soberbios ojos más
animación. Todas las damas que se hallaban cerca parecieron admiradas de su
expresiva y varonil hermosura, y, aunque se advertía cierta timidez en sus
maneras, era tan noble y majestuoso su aspecto que aquel defecto parecía
contribuir a hacerle más amable. La condesa fijó en él por un momento su
mirada, pero habiendo encontrado la suya desviola, y Carlos pudo entonces
examinar por primera vez a aquella célebre extranjera. La estatura de la
condesa apenas era mediana, y sus formas más notables por la delicadeza que por
la perfección. No hubiera sido una hermosura entre los egipcios, ni debía
agradar a aquellos hombres que gustan de un exterior robusto y exuberante de
salud, por decirlo así. Era delgada, y, aunque su espalda y garganta eran muy
bien formadas, y su talle extremadamente gracioso, se advertía a primera vista
que carecía de aquella majestad voluptuosa que tienen comúnmente las mujeres
corpulentas. No tenía tampoco una fisionomía pronunciada: la rapidez de sus
sensaciones se pintaba en su semblante, cuya expresión era tan fugaz, tan
variable, que en un momento la prestaba diferentes fisionomías. Sus grandes
ojos pardos, centelleantes de ingenio, tenían naturalmente una mirada rápida y
casi deslumbradora, pero cuando esta mirada se fijaba, era difícil defenderse
de la impresión que producía su expresión, a la vez altiva y apasionada. Por lo
demás, nada había en ella de sobresaliente, sus facciones no eran académicas, y
sólo cuando se animaba en la conversación, se podía conocer el admirable efecto
de su conjunto. Era de notar que, a pesar de la rara movilidad de aquel rostro
y del gracioso desgarbo que había en toda su persona, la forma de su cara y la
posición natural de sus labios, le daban, cuando estaba distraída, un gesto
admirable de aristocracia, y que sin ninguna afectación había en sus maneras
una como inesperada dignidad, mezclada con el más amable abandono. El traje que
llevaba era a propósito para realzar aquel género de hermosura, pues consistía
en un vestido de encaje sobre raso de un color de rosa caído, que convenía al
de su tez blanca, pálida y casi transparente, y entre su profusa cabellera
negra, se entrelazaban con aparente descuido gruesos hilos de perlas. Su pie,
calzado con raso blanco, podía competir con el más pulido de una gaditana, y
sus manos, cubiertas de un ligero y perfumado guante, eran pequeñas y lindas.
Carlos se decía a sí mismo, al examinarla, que a no ser tan bella como Luisa,
ninguna mujer podría parecer más seductora pero, sin embargo, no cometió la
profanación, que tal hubiera sido en su concepto, de hacer ningún género de
comparación entre la amable y elegante figura que estaba mirando y la imagen
celestial que tenía grabada en su corazón. Acaso en el instante mismo que
admiraba las gracias de la condesa, el recuerdo querido de su idolatrada
compañera, vino a turbar su pasajera distracción, pues Elvira, que le seguía
por los ojos, le vio apartarse hacia el extremo de la sala y sentarse en el
paraje menos visible con aire melancólico y pensativo.
-Mira a nuestro sevillano -dijo entonces sonriendo a la condesa-,
mira cómo va a buscarme una soledad en medio de un baile. No puedes formarte
una idea de un carácter más esquivo y huraño, y es lástima a la verdad, pues
convendrás conmigo en que es muy guapo.
-¡No es desagradable!... Muy parca eres en tu aprobación, prima
-repuso Elvira fijando en Carlos los ojos-, y creo que serás la primera mujer
que no le crea digno de una calificación más lisonjera. ¿Has visto en tu vida,
amable descontentadiza, unos ojos más bellos, un cuerpo más airoso, unas formas
más perfectas?
-No he reparado, en verdad -respondió la condesa, arrojando una
rápida ojeada hacia el objeto de la conversación, y añadiendo enseguida-. ¡Pero
qué insoportable impertinencia, querida mía! ¡Retirarse como fastidiado cuando
aún no hace ni diez minutos que se halla en nuestra sociedad!
-Te engañas: de nada tiene menos que de fatuidad. Si le trataras ya
verías que tiene talento, imaginación, y, sobre todo, modestia, aunque con
bastante mérito para que pudiese perdonársele el carecer de ella. Pero veo que
es ciertísima la ley de las simpatías y antipatías, pues tú, tan indulgente con
todo el mundo, juzgas desventajosamente a primera vista a un joven que yo pensé
te había de fascinar, y él, aun sin conocerle, te cobró una insuperable
adversión.
-¡Cómo! -dijo la condesa volviéndose con viveza hacia su
interlocutora- ¡A mí! ¡Insuperable adversión!
-Quiero decir, que lo que había oído de tu carácter, le previno
tan fuertemente en contra tuya que no te perdonaba el atrevidillo, ni aun a
favor de tus talentos y gracias, y no me ha costado poco trabajo el obligarle a
que me acompañase a tu casa.
-¡Es posible! -dijo la condesa, volviendo a mirar a Carlos, que
aún permanecía en su actitud pensativa, y desviando lentamente su mirada en
torno a fijarla en Elvira, con una expresión de interés.
-¿Peligrosa? Nada de eso. ¡Si te he dicho que es un original!
¿Sabes lo que me decía hablando de ti esta noche?
La tez de la condesa se encendió ligeramente y su fisionomía en
aquel momento trasparentó, por decirlo así, un mal reprimido, despecho.
-Necedades. Pero él parece enemigo declarado de la coquetería.
¡Oh! Es un hombre que tiene poblado el cerebro de sueños de entusiasmos, y que
habla sin cesar de amor, de felicidad, de virtud.
-¡Ah! -dijo la condesa sonriendo con tristeza-. ¡Cree en el amor,
en la virtud, en la felicidad!... ¡Qué feliz es!
-Cree en todo, menos en que haya algo grande y bueno en el alma de
una coqueta. Es severo, muy severo en sus juicios, aunque tiene, naturalmente,
un fondo de bondad que me encanta.
-¡Tiene entusiasmos! -repitió con distracción la condesa- ¡Cree en
el amor y en la felicidad!... Hace bien, entonces, en despreciar a los
corazones desgastados o fríos, hace bien.
Y su mirada, que volvió a dirigir a Carlos, se mantuvo fija en él,
mientras decía Elvira con su natural volubilidad:
-Es triste, además. Siempre está pensativo, aunque nunca de tan
mal humor: y te aseguro que tiene un bellísimo corazón. Excepto de ti de nadie
le he oído hablar mal. Cualquier cosa le conmueve. Y, en medio de esa aparente
esquivez y hurañería, es en el trato íntimo la persona más dulce y
complaciente. En fin...
-Elvira -la dijo-, pasado mañana es tu día, si mal no me acuerdo,
y te ofrezco ir a comer conmigo. Quisiera que no tuvieras convidados, que
pudiéramos estar solas. Él podrá estar, sin embargo; vive contigo y
es forzoso: pero nadie más. ¿Me darás ese placer?
-Con mil amores, prima mía, pero temo que tendréis ambos, quiero
decir, tú y Carlos, un mal rato, sino podéis vencer la recíproca antipatía que
parece os divide.
En aquel momento comenzó el concierto, y la condesa,
desentendiéndose de las últimas palabras de su amiga, pareció prestar toda su
atención a la música. Carlos, empero, permanecía en la misma actitud y como
enteramente extraño a cuanto le rodeaba. ¡Oh! En aquellos momentos su
imaginación estaba en Sevilla. Cantaron sucesivamente algunas señoras y
caballeros de la reunión, y Carlos apenas daba las señales de aprobación que
exigía la urbanidad, volviendo enseguida a su primera distracción. Por último,
vinieron a rogar a la condesa que cantase, y se dejó conducir al piano sin
apartar los ojos del rincón en que se había sentado Carlos, y colocándose de
modo junto al piano que pudiese continuar mirándola. Eligió una aria de
Rossini, y su voz, tan entera y armoniosa, fue un poco débil e insegura al
principiar el canto. Mas venció pronto tan inexplicable emoción, y su
admiración talento y sus grandes facultades, recobraron su indisputable
superioridad. A los ecos deliciosos de su canto levantó Carlos los ojos hacia
ella y no pudo ya apartarlos. El rostro de la condesa era divino mientras
cantaba. Jamás facciones tan expresivas acompañaron a una música deliciosa.
Mientras cantó Catalina, Carlos no respiraba, subyugado completamente por el
poder de la armonía. La música que ejecutaba no tenía nada de patética, y más
bien podía llamarse brillante que apasionada: pero hay aún en la alegría
expresada por el canto, una indefinible expresión de melancolía. Aquella dicha
fugaz, como todas las dichas de la tierra, deja en el alma una impresión de
tristeza, y como que quisiera el oído detener en el aire los sonidos
halagüeños, que semejantes a las ilusiones de la esperanza, se desvanecen en el
momento en que creemos gozarlos.
Cuando cesó de cantar Catalina rodeáronla sus numerosos
adoradores, cuyos estrepitosos aplausos parecieron a Carlos una muy vulgar y mezquina
manifestación del entusiasmo que debía sentirse oyéndola. Por un movimiento
involuntario, acercose algunos pasos, aunque sin ánimo deliberado de hablar a
la condesa. Ésta, que, aunque ocupada en corresponder a las galanterías de sus
admiradores, no perdía uno solo de los movimientos de Carlos, se volvió hacia
él como para animarle de su mirada, pero aquella mirada produjo un efecto
precisamente contrario al que se proponía. Carlos que vio se había notado en él
volviose inmediatamente a su puesto, y Catalina pudo reprimir un movimiento de
despecho.
Las
damas quisieron valsar y Catalina, que deseaba ostentar delante de Carlos su
admirable habilidad, condescendió gustosa. Eligió por su pareja al joven
marqués de ***, que, según se decía, era entonces su predilecto adorador, y
ambos llamaron la atención por su superioridad en el baile. Catalina se detuvo
al pasar delante del sitio en que había visto a Carlos al comenzar el vals,
pero al buscarle sus ojos vieron vacía la silla que había ocupado.
Carlos se había marchado del salón, y un observador hubiera
fácilmente conocido que la condesa bailó desde aquel momento con menos
animación. Concluido el vals, salió ella también fuera de la sala y encontró a
Carlos en una galería apoyado en el antepecho de una ventana, y al parecer bien
ajeno de todo lo que pasaba a pocos pasos de él. Acercose lentamente Catalina,
y al llegar junto a él díjole con una voz tan dulce que renovó la impresión que
había producido con su canto.
-Parece que el señor de Silva no es aficionado al baile: ¿querrá
por ventura darnos el placer de servirnos de tercio en una partida de tresillo?
La condesa tomó una silla que colocó junto a la ventana, y
sentándose en ella invitó a Carlos con la mano a ocupar otra que estaba a su
lado.
-Creo
que hace algunas semanas que está Ud. en Madrid, y sin embargo no recuerdo
haberle visto en un paseo ni en teatros. ¿Mi amada Elvira se descuida en
proporcionar a Ud. distracciones? En ese caso yo celebraría poder enmendar su
falta. Tengo palco en el teatro del Príncipe y me sería de mucha satisfacción
que Ud. aceptase un asiento en él.
Carlos dio gracias con bastante sequedad, y manifestó que se
hallaba demasiado ocupado del asunto que le había conducido a la corte para
poder pensar en distracciones. La condesa le preguntó por su familia, a la que
dijo se envanecía de pertenecer; y Carlos pudo conocer, sin embargo, que estaba
muy poco enterada en todo lo concerniente a ella. Contestó lacónicamente a sus preguntas,
y como si se hallase embarazado con la conversación de Catalina, aunque ésta
fuese la más sencilla y fácil, manifestó enseguida que deseaba volver junto a
Elvira para saber de ella, si quería ya retirarse.
-Me marcho, amiga mía -dijo ésta-, porque mi compañero empieza a
fastidiarse grandemente en tu brillante tertulia, pero para compensarme del
disgusto de dejarte tan temprano, ya sabes que te espero a comer pasado mañana.
La condesa despidió afectuosamente a Elvira, pero su saludo a
Carlos fue más frío y seco de lo que debía esperar a éste, en vista de la
amabilidad que había usado con él durante la reciente conversación. Como estaba
presente el marqués de ***, atribuyó la reserva de la condesa al temor de
disgustarle, pero cuando comunicó su observación a Elvira, ésta se rió a carcajadas.
-¿Catalina guardar consideraciones a su amante? ¡Qué locura,
querido Carlos! Ella es reina despótica, que no tiene que dar cuenta de sus
acciones a nadie, y cuyos caprichos son leyes para la humilde grey de sus
adoradores. Además, el marqués es un amable calavera, que no aspira a más que a
poder adornarse en salones con el título de amante de la condesa de S.***
¿Piensa Ud. que la ama? ¡Qué necedad!
Carlos creía soñar: una mujer que permitía se llamase su amante un
hombre a quien no respetaba, un hombre que tomaba por gala la caprichosa
preferencia de una coqueta a quien no amaba, otra mujer que no hablaba de tan
inconcebibles relaciones, como de una cosa naturalísima... Todo esto le parecía
tan raro y escandaloso, que durante el camino guardó un obstinado silencio,
como si temiese el ser iniciado en los secretos mezquinos de aquella brillante
vida de la corte.
Sin embargo, no fueron estos pensamientos los que desvelaron
aquella noche. Pensó en su esposa, en su padre, en su apacible e inocente
felicidad doméstica, y se prometió a sí mismo dejar cuanto antes a Madrid y sus
corruptores placeres.
Continuará…
¡Que delicia de capítulo! Y si continúan estando tan bien ilustrados esto cada vez tendrá más sabor a novela gráfica, me encanta.
ResponderEliminarGracias por tu halagador comentario, me alegra infinitamente que el capítulo te haya sabido a gloria. Lo de la ilustración de los capítulos es un mero un motivo, sin mayores pretensiones. El fin, como bien sabes, es dar un nuevo impulso a la obra de la eminente escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda -en injusto olvido y absurda decadencia- para que recobre el lugar que le corresponde en la literatura hispanoamericana.
EliminarMisael Perdomo Diez:
ResponderEliminarNo quiero pecar de lo que voy a tribuirle a carlos en sus juicios. Carlos es ligero a la hora de juzgar a las demás personas y ve a su prima como dispendiosa y de ser una mujer gastadora del patrimonio de sus hijas, Elvira es todo lo contrario, fue la salvadora de ese patrimonio ya que los activos recibidos vinieron acompañados de grandes deudas y si se acepta uno hay que aceptar las otras también o repudiarlas ambas. La cosa es que , todavía, para ser mas cicatero y mal pensado, le atribuye a su prima haber sido ayudada por algún amigo poderosos. Vaya cará ¿que pretende que borre los pagarés y dibuje duros en el aire?Ya quisiera, Carlos, por lo que he visto, tener la entereza de carácter que tiene Elvira. Le falta profundidad al personaje o no ha vivido lo suficiente.
Esto se pone muy, muy interesante...
EliminarAnálisis como el que realiza Misael Perdomo, acertado o equivocado (No nos compete juzgar), es lo que necesitan las diferentes entregas de la novela.
Ojalá lleguen otros similares, incluso más profundos. Se reta a los lectores.
¡El blog está de enhorabuena!
(Gracias, muchas gracias Sr. Perdomo)
¿Qué objetivo persigue Elvira al empeñarse en unir a un pariente lejano que ni le va ni le viene, con la condesa? ¿Qué pretende lograr, demostrar o demostrarse?
ResponderEliminarLa actitud de este personaje se me escapa totalmente.