Fuente de Neptuno en el extremo del Prado de Apolo, Madrid. Litografía siglo XIX |
"El corazón no está exento de pesadillas cuando la razón está despierta..."
-XIII-
Eran las dos de la tarde
de un bello y templado día del mes de abril cuando Carlos entraba por la
segunda vez de su vida en casa de Catalina de S.***.
Tres días hacía que no
la veía. Elvira, restituida a su antiguo método de vida, no estaba casi nunca
en su casa, y Carlos, que no se había determinado a presentarse en la de la
condesa, había pasado aquellos tres días en una casi absoluta soledad, aunque
ocupado en sus asuntos no dejó de pensar con sobrada frecuencia en Catalina.
-Sin duda -decía-, habrá
vuelto con placer a esa agitada atmósfera en que vive, y en el tumulto de los
placeres que la cercan bien pronto se borrarán de su memoria estos quince días
de amistad y recíproca expansión que hemos pasado juntos. Quizá en este momento
en que yo aún creo aspirar en estos sitios el perfume de sus cabellos, ella en
medio del círculo de sus elegantes admiradores, olvida hasta la existencia del
joven modesto y sin brillo, a quien ha tratado en horas de soledad y tristeza
junto al lecho de una enferma. Mis recuerdos estarán asociados en su memoria
con los de las enojosas circunstancias que motivaron nuestro conocimiento, ¿y
quién me asegura que si fuese yo bastante atrevido para ir a arrojarme en medio
de sus triunfos, para reclamar la amistad que me ofreció en la soledad de la
noche a la cabecera de un lecho de dolor, no sería tratado por ella como un
loco o un estúpido?...
Pero no me quejo -añadía
apretando maquinalmente a su pecho el relicario de la virgen, que le dio su
esposa en la despedida-. Debo alegrarme de que la impresión que estos días han
podido dejar en su corazón sea tan efímera como ha parecido viva y verdadera.
Sin duda ella no mentía, no era una ficción su complacencia cuando estábamos
juntos, su tristeza al separarnos, sus miradas llenas de ternura y de dolor
cuando me decía: «Carlos, ya acabaron para nosotros estas dulces horas de
intimidad y confianza». No, no era ficción nada de esto, porque no se puede
fingir así, porque ella es demasiado sincera y buena para burlarse infamemente
de la credulidad de un corazón noble. Pero aquellos sentimientos no pueden ser
durables. Son sensaciones fugaces nacidas de una imaginación ardiente y
exaltada, y que pasarán sin dejar ninguna huella. Esto es una felicidad. ¿Qué
ganaría yo con ser amado de ella?, ¡amado de ella!... ¡Qué locura...! Es
imposible por dicha mía. ¡Amado de ella...!, ¡no lo quisiera el cielo jamás! Y
no lo temería si sólo mi felicidad peligrase... ¡Pero Luisa! ¡Mi Luisa!
Y el joven besaba el
escapulario de la virgen, y recordando las palabras de su esposa al colocarlo
en su seno, las repetía con una especie de supersticioso fervor.
Pero pasados tres días
en continua melancolía y en una mal comprimida agitación, resolviose a ir a
visitar a la condesa, pareciéndole que no podía eximirse de esta atención sin
incurrir en la nota de grosero y de ingrato.
Fue, pues, y al llegar a
la casa de la condesa sintiose tan agitado que estuvo a punto de volverse sin
entrar. Pero en el momento en que iba a realizar su intención apareció Elvira
que salía de casa de la condesa, y que al verle le dijo con viveza:
-Gracias a Dios que, por fin, quiera Ud.
una vez en su vida ser atento y cortés con sus amigos. La pobre Catalina está
bien mala, y hubiera Ud. venido a informarse personalmente de su salud.
-¡Está mala! -exclamó
Carlos, pero Elvira estaba ya a veinte pasos de distancia, y el portero fue
quien contestó:
-Sí, señor, está algo
mala la señora condesa, pero no ha guardado cama. Su indisposición, según me ha
dicho su doncella esta mañana, más es tristeza que otra cosa.
Carlos no oyó más. Subió
corriendo las escaleras y apenas dio tiempo de que le anunciasen, tal fue la
impaciencia con que se lanzó al gabinete en que le dijeron estaba la condesa.
Toda su turbación y su timidez habían desaparecido al saber que Catalina
padecía. Esperaba hallarla contenta, resplandeciente, triunfante, y las
palabras «está mala», «está triste», operaron un trastorno completo en sus
ideas y sentimientos.
Catalina estaba
reclinada con languidez en su elegante sofá, cuyo elástico asiento cedía
muellemente al ligero peso de su delicado cuerpo. Tenía un peinador blanco con
el cual competía su tez extremadamente pálida aquel día, y sus cabellos,
recogidos con negligencia hacia atrás, dejaban enteramente despejada su
hermosísima frente y sus grandes y brillantes ojos.
Al oír el nombre de
Silva se incorporó con un movimiento de sorpresa y duda, pero al verle animose
súbitamente su melancólico rostro y brilló en sus ojos la más viva alegría.
-Catalina -dijo él
tomando con un estremecimiento de placer la mano que ella le alargaba-, yo ignoraba
que Ud. estuviese mala.
-No -la interrumpió él
sentándose a su lado-, pero yo temía... Perdone Ud., Catalina, temía encontrar
a Ud. en el círculo de sus adoradores, en la atmósfera de placer que la rodea
en esa brillante sociedad a la cual soy extraño. Temía que mi presencia fuese a
Ud. importuna..., que no me fuese posible ver a Ud. sin disgusto cercada de sus
numerosos amigos, y que acaso mi... egoísmo -si Ud. quiere darle este nombre-
me hiciese parecer ridículo.
-¡Ingrato! -dijo ella, y
enseguida continuó esforzándose por tomar un tono tranquilo y amistoso- Es una
injusticia de Ud. el suponerme tan frívola, tan inconsecuente, que olvidase por
los placeres de una amistad que con tanto orgullo había aceptado y con tanta
ternura correspondido. No, no pudo Ud. pensar jamás que me sería importuno, y
si es cierto que Ud. lo pensó, no debía decírmelo, porque con eso me quita una
ilusión: la de creer que Ud. había conocido mi corazón. Pero, en fin, ya le veo
a Ud. después de tres mortales días en que he padecido cruelmente.
Concluidas estas últimas
palabras escapadas a su natural sinceridad, conoció que había dicho demasiado y
añadió con muy poca pretensión de ser creída:
Catalina pareció
consultar la respuesta consigo misma, y buscar en el número de las enfermedades
de comodín alguna que viniese al caso, pero como su viva imaginación le
ofreciese en el instante una porción de males acomodables, no se detuvo
en elegir y contestó después de un breve instante de reflexión.
Lo cierto era que su mal
no había sido otro que el despecho y la pena de haber esperado a cada hora
durante tres días una visita que no había tenido, y que su tez pálida, sus ojeras,
su tristeza, no tenían otro origen que el poco dormir, y la inapetencia, y el
disgusto continuo que le causaba al verse despreciada por un hombre de cuyo
amor se había lisonjeado tres días antes, y del cual, a pesar suyo, se sentía
locamente apasionada.
Carlos manifestó su
pesar al oír la enumeración de todos los males que en tres días habían agobiado
a su amiga, y enseguida se mostró sorprendido de no encontrar junto a la bella
doliente ninguno de sus numerosos amantes y amigos.
-Eso consiste -dijo la
condesa-, en que me he negado ayer y hoy a todo el mundo. No me hallaba capaz
de disimular mi enfado, y además quería probar si a fuerza de entregarme a un
solo pensamiento lograba hacerle menos tenaz.
-¿Y cuál es ese
pensamiento? -la dijo Carlos, fijando en los de Catalina sus soberbios ojos
árabes, que parecía querer llegar hasta el fondo de su alma.
Y al decir este «sí» ya
casi adivinaba lo que preguntaba, ya se lo decía su corazón y la mirada
apasionada de Catalina. Pero él no estaba en su entero juicio, y arrastrado por
un loco deseo de oír lo que no ignoraba, repetía apretando la mano de la
condesa:
-Pues bien -dijo ella-.
Carlos, pensaba en que soy muy infeliz..., en que no me convenía haber conocido
a Ud.
Carlos no halló palabras
para responder a aquella imprudente manifestación, pero no fue ya dueño de sus
acciones y cayó a los pies de la condesa.
Aquella acción y la
expresión de su rostro lleno de pasión y de dolor al mismo tiempo, sacaron de
su peligroso abandono a la condesa.
-¡Carlos! -le dijo,
procurando aparentar una tranquilidad que no tenía-, créalo Ud. pues se lo
aseguro: no me convenía haber conocido a Ud. Porque su felicidad me hace
recordar sin cesar que yo carezco de ella. Pero si Ud. puede, si Ud. quiere ser
mi amigo... mi hermano..., ¿consiente Ud.? Entonces aún podré encontrar dulce
mi destino.
-¿Su amigo de Ud.?, ¿su
hermano? -exclamó él con una mezcla de miedo y de esperanza- ¿Y qué otro título
puedo desear?, ¿qué otro vínculo puede existir entre los dos? ¡Su hermano de
Ud.!... Sí, yo lo quiero ser, Catalina. Fuerza es que Ud. me haga su hermano
porque nada más puedo ni debo ser para Ud., porque si Ud. quisiese inspirarme
otros sentimientos llegaría un día en que se arrepintiese de ello, un día en
que desearía y no podría volverme la felicidad que me había robado, y en que
pesaría sobre Ud. un remordimiento terrible: el de haber hecho criminal a un
hombre honrado y desventurada a una inocente niña; porque lo que para Ud. acaso
sería un capricho, un pasatiempo, para mí sería una pasión, un delirio, un
infortunio, ¡un crimen!
Carlos percibió un
ahogado sollozo, y más que nunca conmovido y más que nunca trastornado por
aquella posición inesperada en que se veía, apartó las manos con que cubría la
condesa su semblante y, al verla bañada en lágrimas y hermoseada por una
especie de terror que se pintaba en sus facciones, apretó sus manos sobre su
corazón y la dio los más dulces nombres rogándola que se calmase.
En aquel momento un
criado anunció desde la puerta a Elvira, y apenas Carlos tuvo tiempo de
levantarse de los pies de la condesa cuando entró su prima.
Catalina se quejó de un
fuerte dolor de cabeza que explicaba la alteración de su rostro y la humedad de
sus ojos. Elvira la condujo a la cama declarando que pasaría a su lado todo el
día, y Carlos se marchó tan agitado, tan fuera de sí, que anduvo a todo Madrid
antes de acertar a ir a su casa.
La escena en que acababa
de ser actor le daba una funesta luz sobre sus sentimientos. Conocía por
primera vez que estaba enamorado de la condesa, que junto a ella no podía
responder de sí mismo. Creía también que era amado con más pasión, con más
entusiasmo que lo había sido hasta entonces... Y, sin embargo, su cariño por su
esposa lejos de haberse disminuido parecía tomar mayor vigor de sus
remordimientos, y al conocerse culpable Luisa se hizo mucho más interesante para
su corazón.
-¡Pobre ángel! -decía
paseándose precipitadamente por su aposento- ¡Si supiera que su marido ha
sentido a los pies de otra un delirio tal que le ha faltado poco para ofrecer
un corazón que sólo ella debe pertenecer!... ¡Si lo supiera!... ¡Ah!, me
perdonaría, estoy cierto, porque su alma divina sólo fue formada para querer y
perdonar, y su voz angelical no puede pronunciar sino bendiciones y plegarias.
Pero ella, la inocente y apacible criatura, no comprendería nunca una pasión
loca, frenética... ¡Ella no me hubiese amado si como Catalina no pudiese amarme
sin crimen!
Y él, todavía virtuoso
pero ya ingrato e injusto esposo, casi deseaba hallar en la virtud de su mujer
un motivo que excusase su pasión criminal por otra, y al decir -ella no
hubiera sido capaz de ser culpable por mí- creyó que se deducía
naturalmente esta consecuencia: Luego ella no me ama tanto como Catalina. Y,
por consiguiente, esta conclusión: Excusable es mi infidelidad.
Tal es la lógica de las pasiones,
y tal será siempre por más que al contemplarse a sangre fría comprendamos y
denunciemos sus sofismas.
Carlos pasó una tarde agitada y una noche
peor. Elvira, que había vuelto a las once de casa de la condesa, habíale dicho
que la dejaba con alguna calentura, y su imaginación le exageraba el
padecimiento y el peligro. El infeliz no durmió en toda la noche, y, sin
embargo, sueños febriles y devorantes le impidieron en todas aquellas largas
horas un momento de reflexión.
¿Qué mortal que haya
amado y padecido desconoce estos terribles ensueños del insomnio, durante los
cuales en vano estaban abiertos los ojos y el cuerpo erguido? La razón no por
eso está despierta, ni el corazón exento de pesadillas. La imaginación divaga
sin darle tiempo para pedirle cuenta de sus extravíos, y víctima suya el
corazón cede palpitando al fatal y ciego poder que le esclaviza.
A un hombre le será
siempre más fácil responder de sus acciones que de sus pensamientos, y
ciertamente no habría mayor locura que pedirle cuenta de ellos.
Continuará…
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