Gente en Madrid un día de toros. Litografía siglo XIX |
Madrid no es España: Madrid es Madrid.
- VI –
Era un bello día de invierno, de aquellos días de invierno que
sólo se conocen en Madrid, cuando Carlos entrando por la puerta de Atocha vio
por primera vez aquella vida activa que circula, por decirlo así, en todas las
calles de la coronada villa, y que sorprende de pronto al que viene de una
tranquila ciudad de provincia.
Durante
el viaje su pensamiento ocupado solamente de Luisa no le había permitido ningún
género de distracción, y apenas la vista grandiosamente pintoresca de Sierra
Morena, que siempre llama la atención aun de aquellos que la han contemplado
muchas veces, logró sacarle un momento de su profunda tristeza. Pero al llegar
a Madrid el movimiento y el bullicio vinieron a despertarle de su melancólico
letargo, y acostumbrado ya a la silenciosa grandeza de Sevilla no pudo dejar de
sorprenderse agradablemente con la impresión que le causó una población sonora
y animada. En el camino había hecho conocimiento con un madrileño que volvía a
su patria después de dos años de ausencia, y el entusiasmo que la vista de ella
excitó en su alma no pudo menos de comunicarse por un instante a Carlos.
-¡Hela allí! -gritaba su compañero batiendo las manos de alegría-
¡hela allí a la villa real, a la hermosa villa!, con su brillante
irregularidad, sus numerosos paseos, sus cuarenta y dos plazas, sus
innumerables fuentes, sus gentes siempre afanadas como las hormigas. Madrid no
es España: Madrid es Madrid: Fuera de aquí no se vive. ¿Sabe Ud., Silva -añadía
dirigiéndose a Carlos-, que yo he estado también en París, en los primeros años
del imperio, y he estado en Londres, y Edimburgo y Viena? Pues bien, en esas
cortes extranjeras suspiraba por Madrid. Un español no puede vivir sin Madrid
si una vez le ha visto: El Prado, la Puerta del Sol son
para él cosas tan necesarias para la vida, como el aire y el alimento. Salud
mil veces, ¡oh reina de la Nueva Castilla!
El entusiasta madrileño preguntó a Carlos si pensaba hospedarse en
fonda o en casa particular, y conociendo por su contestación que aún no tenía
tomada ninguna resolución respecto a esto, le propuso que viviese con él a un
cuarto principal de una de las mejores casas de aquellas que en Madrid se
conocen por casa
de huéspedes, en donde por cincuenta reales diarios serían servidos a satisfacción.
Carlos aceptó, y apenas salieron de la aduana se dirigieron ambos a la calle de
Fuencarral, seguidos de tres robustos gallegos que llevaban al hombro sus
maletas. A pesar de los elogios que durante el camino le había hecho su
compañero de viaje, de la casa en que iban a habitar, pareciole a Carlos bien
mezquina, acordándose de la elegancia y buen aspecto que presenta esta clase de
establecimientos en Francia, aun en las ciudades de segundo orden. La
distracción momentánea que había producido en él la llegada a Madrid
desapareció tan luego como se vio instalado en una salita pobre de adornos, y
asaz y obscura para quien traía en la memoria las numerosas y rasgadas ventanas
que en las casas de Sevilla permiten al sol inundar con su luz todas las habitaciones.
Carlos volvió a caer en su tristeza, y anhelando concluir cuanto
antes el negocio que tan a pesar suyo le había conducido a Madrid, se vistió
inmediatamente y salió con su compañero que se ofreció a acompañarle, para ir a
ver los albaceas de su difunto pariente e informarse de lo que tenía que hacer.
Luego que hubo dado este primer paso que le infundió la esperanza de que no
sería larga su permanencia en la corte, se dirigió a la casa de su prima
política doña Elvira, para presentarla la carta que le había dado su suegra y
tía doña Leonor.
Cansado, pensativo, preocupado, pero menos triste por la grata
esperanza de volver a ver pronto al lado de los objetos de su cariño, entró en
su casa y se encerró para evitar el impidiese a su compañero pensar
exclusivamente en Luisa.
Ya coordinaba en su imaginación cuánto debía decirla en su primera
carta; pues, aunque le había escrito desde Córdoba y Ocaña, parecíale
trascurrido un siglo desde que no la comunicaba sus pensamientos: sus
pensamientos que todos eran para él y para ella. Ya calculaba los días que
debería pasar sin verla y se trasportaba a aquél en que la sorprendería
arrojándose en sus brazos inesperadamente; ya, en fin, trataba de adivinar lo
que ella haría, lo que pensaría en aquel momento, y al decirse a sí mismo;
-¡acaso llora!-, no pudo él tampoco detener sus lágrimas.
Embebecido en estos pensamientos estaba todavía, medio recostado en
un sofá cuando llamaron suavemente a su puerta, y una criada de la casa pasó a
anunciarle que una señora solicitaba el verle.
Carlos pensó que no podía ser otra que doña Elvira y salió a
recibirla, maldiciendo en su interior tan inoportuna visita.
Puerta de Atocha, (Entrada a Madrid). Litografía siglo XIX |
No se engañaba: era, efectivamente, su prima política, y bien o
mal procuró disimular su disgusto, para corresponder como era debido a su
cariñosa urbanidad. Había oído a su padre y a su tía hablar repetidas veces de
aquella dama sin prestar a sus discursos bastante atención, y sin saber por qué
se había imaginado en doña Elvira una respetable matrona, con corta diferencia
de tiempo de doña Leonor y don Francisco. Quedose, por lo tanto, un poco sorprendido
al encontrarse con una mujer de treinta años a lo más, de graciosa figura y de
elegante porte, tan viva en sus maneras que apenas le vio corrió a abrazarle,
haciéndole con extrema volubilidad un millón de preguntas.
-¡Mi querido primo! ¡Cuánto placer tengo en conocer a un pariente
tan próximo de mi difunto y eternamente llorado Silva! ¿Con que es Ud. el hijo
de su primo predilecto, de su amigo de la niñez, de su querido Francisco de
quien me hablaba sin cesar? Mi marido era idólatra de su familia. ¿Y mi amable
prima Leonor? ¡Qué carta tan innecesaria ha dado de Ud.! ¿Preciso era
recomendarle a Ud. conmigo? ¿No bastaba que me dijese, simplemente, va a esa
corte mi sobrino? Sin embargo, mucho placer he recibido con su preciosa carta.
¿Con que está tan mal de salud la buena señora? Acaso la mudanza de aires la
convendría: ¿por qué no se viene a Madrid? Y Ud., primo mío, ¿será nuestro por
mucho tiempo? Leonor me dice que le traen a Ud. asuntos de intereses: será la
herencia del primo, ¿no es verdad? Creo que ha dejado muy embrollados sus
negocios. ¡Qué hombre era tan original! Ud. no le habrá conocido.
Todo este raudal de palabras cayó sobre Carlos antes de que
hubiese tenido tiempo para desplegar los labios, y aprovechó el primer momento
de tregua para rogar a Elvira pasase a la sala.
-En manera alguna consiento en ello -respondió con la misma
vivacidad atolondrada que tenía atónito a Carlos-; he venido para llevármele a
Ud. ¿El hijo de don Francisco de Silva en una casa de huéspedes teniendo Elvira
de Sotomayor la suya? Eso no puede tolerarse. ¡Y qué infames que son las tales
casas de huéspedes en Madrid! Ya quedaban mis criadas disponiendo su habitación
de Ud., y no hay que demorarnos pues son las cinco que es mi hora de comer.
Allá abajo está mi lacayo que llevará su maleta de Ud., así, pues, partamos.
Diciendo estas palabras se asió del brazo de Carlos y todo cuanto
dijo para excusarse de admitir aquel obsequio, que en manera alguna deseaba,
fue trabajo inútil. Elvira llevó hasta la obstinación su empeño y Carlos tuvo
que ceder a pesar suyo.
Entró, pues, con Elvira en su coche después de despedirse de la
ama de casa y de su nuevo amigo, al que ofreció visitarle algunas veces, y se
resignó a sufrir la forzosa compañía de su locuaz parienta los días que
permaneciera en Madrid.
-Sólo me faltaba el vivir con una mujer atolondrada y habladora
-pensó él- para que fuese completo el tormento de estar lejos de aquella que es
la delicia de mi corazón.
Elvira, a pesar de la malísima gracia con que su primo le sostenía
la conversación, no desmayó un minuto. Su pasmosa locuacidad dejaba al joven
estupefacto. En el corto espacio que divide a la calle de Fuencarral de la del
Príncipe, en la cual estaba situada la casa de Elvira, espacio que recorrió el
coche con más mediana velocidad, hizo ella la enumeración de todos los
parientes vivos y difuntos de su marido: relató todas las cartas que había
recibido de doña Leonor, habló de Madrid, de su casa, de sus hijos, de sus visitas,
de sus criados, de sus caballos y hasta de sus gatos. Pasaba de un asunto a
otro con una increíble volubilidad, decía mil naderías sin pararse a mirar si
las oía Carlos, pero en medio de aquel flujo de palabras vacías,
insignificantes, conservaba cierta gracia de lenguaje que haría que un
auditorio menos preocupado, que el que entonces tenía, la escuchase sin fastidio
y aun con placer.
Por otra parte, tenía, sin ser hermosa, un rostro muy agradable, y
su carácter ligero, frívolo, y atolondrado, daba su fisonomía una gracia casi
infantil.
Cuando
llegaron a su casa condujo a Carlos a un bonito gabinete con su alcoba,
dispuesto para él.
-Aquí -le dijo-, estará Ud. mejor que en casa de su gruesa
patrona. ¡Jesús! ¡Y cuán pródiga de carnes ha sido la naturaleza con la buena
mujer! Este balcón es un coche parado: la calle del Príncipe es de las más
concurridas de Madrid. Vea Ud. el teatro, ¿le agrada a Ud. el teatro? Yo soy
entusiasta por la tragedia: prefiero la tragedia a la comedia; sin embargo, las
de Moratín me hacen reír como una loca. ¡Qué graciosísimo personaje es el de
doña Irene en El
sí de las niñas! ¡Y su barón! ¡Ja, ja!, ¡qué solemnísimo tunante!
¿A qué hora acostumbra Ud. comer? En provincia creo que se come
temprano. Mi hora es ésta, ¿le acomoda a Ud.? Voy a mandar que se sirva la
sopa, mientras tanto tome Ud. posesión de su nuevo domicilio. Aquí gozará Ud.
de absoluta libertad; no quiero que en nada se contraríe Ud.: salga Ud. y entre
cuando le acomode, reciba Ud. a las personas que le agraden: tiene Ud. un
criado consagrado exclusivamente a su servicio.
Salió concluidas estas palabras y Carlos la siguió con los ojos,
preguntándose a sí mismo si le sería posible acostumbrarse al trato de aquella
mujer.
Durante la comida Elvira habló mucho, y dijo mil sandeces, pero
Carlos creyó descubrir suma bondad y dulzura de carácter en medio de su
excesiva ligereza. Tenía Elvira dos hijas, pero ambas se educaban fuera de su
casa, y, aunque Carlos juzgase al pronto cuando aquello como un desprendimiento
culpable en una madre, la visible emoción con que habló de ellas, la especie de
orgullo que se pintaba en su semblante siempre que decía «mis hijas»; le
hicieron juzgarla con menos severidad.
Elvira le dejó a las siete para ir al teatro después de hacerle
inútiles instancias para que la acompañara, y Carlos apenas se vio sólo se
encerró en su gabinete para escribir a Luisa, aunque debían pasar dos días
antes de que saliese el correo. ¡Qué cartas las primeras que se escriben dos
amantes en su primera separación! Un indiferente no pudiera leerlas sin reírse
desde la primera línea. ¡Qué detalles!, ¡qué minuciosidades! ¡Cómo un mismo pensamiento
se deslíe de mil maneras, se reproduce bajo mil formas! ¡Cuánto papel empleado
para no expresar en resumidas cuentas más que una sola idea -te amo-! ¡Cuánta
profusión de dulces mentiras, que cree verdades el mismo que las escribe! Y,
sin embargo, estas cartas tan cansadas y tan pueriles para los indiferentes,
son la vida para un amante ausente: son más que la vida, son la felicidad.
Mientras se leen se cree, se ama, se espera, se goza: mientras se leen ellas
llenan el vacío del mundo y del corazón.
Carlos empleó algunas horas de la noche en tal deliciosa tarea, y
a las once tocó la campanilla y preguntó si había venido Elvira. El criado se
sonrió.
-¡A las once! -dijo-: No, señor, nunca viene la señora tan temprano,
después del teatro va a la tertulia; pero tenemos orden de servir a Ud. la cena
cuando guste, y puede acostarse sin esperar a la señora, pues acaso no venga
hasta el día.
Carlos siguió el consejo: pidió una taza de té y se acostó
enseguida rendido de cansancio, en el elegante lecho que le habían dispuesto, y
en el cual el sueño le halagó dulcemente trasportándole a Sevilla al lado de su
adorada Luisa.
El sueño es un gran encantador, al cual todos debemos, unos más,
otros menos, dulcísimos favores. Los poetas que le han llamado muchas veces amigo de los
desgraciados, y bien pudiera invocársele con el nombre de adulador de los
amantes. ¡Cuántas veces no engaña a la ausencia! ¡Cuántas no se burla del
rigor de la ingratitud! ¡Cuántas no nos venga del olvido!
Sonríe, pues, dulce y silencioso Morfeo, a nuestro enamorado
Carlos y embriágale con el aroma de tus inocentes mentiras; mientras que
nosotros por no mirar los fantasmas de fuego del insomnio, tu enemigo, vamos a
escribir fielmente todo lo que sabemos o suponemos que hacía y pensaba Luisa,
desde el momento en que perdió de vista al caro objeto de su primero y único
amor.
Continuará…
Misael Perdomo Diez
ResponderEliminarjajaja ¿tienes alguna amiga como Elvira por ahí escondidita? Por favor, preséntamela.
Pues sí. Se llama Catalina y es una bella condesa nacida en Francia. Cuando te la presente te vas a quedar de piedra. No solamente es guapa: es además... (Ya la conocerás en el capítulo VII)
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