Gente en Sevilla durante la primera mitad del siglo XIX, uno de los escenarios de la novela |
El blog La divina Tula presenta a
partir de hoy: Dos mujeres, segunda novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda, editada
por primera vez en 1842 por el Gabinete Literario, calle del Príncipe, N. 25 de
Madrid. La nueva edición, que ha sido corregida y medianamente "actualizada" en
lo referente a su ortografía, a pesar de que algunas formas gramaticales usadas en aquella época se han respetado -esto incluye los enclíticos-, tiene como novedad el cambio en la
numeración de sus capítulos (Nos referimos al orden correlativo y
lógico que consideramos debió tener en su primera edición). También se ha
eliminado la división de la obra en tomos (eran cuatro), condensándola en una
sola parte, pero respetando su estructura episódica de treinta y un capítulos.
Novela dedicada
A su respetable amigo el Sr. D.
Juan Nicasio Gallego.
Juan Nicasio Gallego.
(Edición basada
en el original de 1842. Madrid, Gabinete Literario. Calle del Príncipe, N. 25)
Prólogo (1)
Si la benévola acogida con que el público de Madrid ha concedido a
la novelita intitulada Sab,
impusiese solamente a su autora la obligación de presentarle otra obra de más
estudio y profundidad, acaso no se atrevería a dar a la prensa su ensayo en tal
difícil género, desconfiando de llenar debidamente aquella obligación. Pero
como quiera que no cree menos imperioso el deber de ofrecer a tan indulgente
público un testimonio de su gratitud, y no alcanza otro que el de presentarle
sus ligeros trabajos, se determina a publicar la presente novela, sin creerse
en la precisión de hacer alarde de una falsa modestia, rebajando el mérito que
pueda tener, ni menos atribuirle alguno de que acaso carezca.
Dirá únicamente que la presente obrita no pertenece al género histórico descriptivo
que inmortalizará el nombre de Walter Scott; ni tampoco a la novela dramática,
por decirlo así, de Víctor Hugo. No hay en ella creaciones, tales como en Han de Islandia y Claudio, ni ha intentado la autora desentrañar del secreto del
corazón humano el instinto del crimen. Más humilde y menos profunda, se ha
limitado a bosquejar caracteres verosímiles y pasiones naturales; y los cuadros
que ofrece su novela, si no son siempre lisonjeros, nunca son sangrientos.
A
los críticos abandona los defectos numerosos que deben contener estas páginas
como obra literaria, y previene cualquiera interpretación ligera o rigurosa que
pueda deducirse de su lectura, declarando que ningún objeto moral ni social se
ha propuesto al describirlas.
La
autora no se cree en la precisión de profesar una doctrina, ni reconoce en sí
la capacidad necesaria para encargarse de ninguna misión de cualquier género
que sea. Escribe por mero pasatiempo, y sería dolorosamente afectada si algunas
de sus opiniones, vertidas sin intención, fuesen juzgadas con la severidad que
tal vez merece el que tiene la presunción de dictar máximas morales doctrinales (2)
(1)
Este
prólogo antecede la novela, según consta en su original de 1842. Madrid,
Gabinete Literario. Calle del Príncipe, N. 25
(2)
Los
editores meditaron mucho antes de la salida al mercado de la obra. Sabían
perfectamente que en la novela se emitían doctrinas que serían muy cuestionadas por determinados sectores, prensa conservadora incluida. Y por ello quisieron
llamar la atención, quitándole importancia al asunto en el prólogo. Pero esto no hizo más que avivar la llama antes de que apareciera
la publicación. El resultado fue espectacular: se agotaron todos los ejemplares del primer tomo
y la fama de la escritora subió a la estratosfera, algo que era inusual y prácticamente
imposible en la primera mitad del siglo XIX, al menos en España.
- I –
-Te repito por centésima vez, hermana, que es absolutamente
preciso que mi hijo conozca un poco del mundo antes de contraer empeños tan solemnes
como los del matrimonio.
-Sí, porque arrojar a un pobre muchacho de veinte años, que sale
de un colegio, en esa Babilonia de Madrid, para que le perviertan y corrompan,
es el mejor medio de prepararle a ser un buen marido. ¡A la verdad, hermano,
que discurres con acierto!
-Leonor, tú interpretas mis palabras con una arbitrariedad que me
pasma. ¿Quién trata de arrojar a Carlos, como dices tú, para que le perviertan
y le corrompan? No puede mi hijo ir a la corte recomendando a sujetos
apreciables y prudentes, que le sirvan de guía en ésa que tú llamas Babilonia?
Además, en Madrid como en Sevilla hay bueno y malo: no sé por qué se ha de
suponer que todo el que vaya, habrá de pervertirse forzosamente. ¡Tienes unas preocupaciones
tan injustas y tan tenaces!
-¡Y tú unos caprichos tan inconcebibles!... Conque, en fin,
Francisco, estás resuelto a pesar de las repetidas reflexiones que te hago, a
enviar al chico a Madrid apenas llegue a Sevilla.
-No digo yo que sea precisamente apenas llegue a Sevilla, no por
cierto. Hace ocho años que no veo a Carlos y...
-Gracias a la loca manía que tuviste de querer hacer a tu hijo un
revolucionario, un hereje, un francés. No fue ciertamente mi dictamen el que
seguiste cuando enviaste a Carlos a tomar lo que tú llamas una brillante
educación, a un colegio de Francia: de esa Nínive, de ese centro de corrupción,
de herejías, de...
-Por el amor de Dios, hermana, suspende tus calificaciones y
déjame concluir lo que iba diciendo. Repito que hace ocho años no veo a mi hijo,
y que es natural desee tenerlo a mi lado algunos meses antes de volver a
separarme de él. Pero después, es cosa decidida, después irá a Madrid, irá a
tomar ese bañito de corte que sienta tan bien a un joven de su clase, y que en
nada, así lo espero, podrá perjudicar a sus sentimientos y buenas costumbres.
¡Hermana Leonor! Ningún Silva ha sido pícaro ni libertino, y yo juro, vive
Dios, que no será Carlos el primero.
-Pero ¿qué necesidad tiene Carlos de ese bañito de corte, como tú
dices? Porque se quede tranquilo en su patria al lado de su padre y de su
esposa, cuidando sus intereses, que a Dios gracias son considerables, será
menos caballero, menos estimado de sus compatriotas? ¿Pierde algo con no ir a
Madrid?
-Sí, señora,
porque este paseo, que por otra parte no será largo, le proporcionará revivir
útiles relaciones, que yo tengo muy descuidadas: podrá, por medio de ellas,
vestir el distinguido hábito de Carlos III que yo obtuve a su edad, pues mi
hijo no ha de ser menos que yo; se dará a conocer y cultivará la amistad su
primo que es capellán de la Reina, anciano valetudinario y poderoso, que no
tiene parientes más próximos... en fin, suponte que ninguna ventaja resulte de
este viaje, yo lo quiero y esto basta.
-Ésa es la razón que tú acostumbras oponer a todas las que yo te
presento para apartarte de alguno de los proyectos desatinados que formas cada
día. A la verdad, hermano, que a los cincuenta y cuatro años eres más loco que
fuiste a los veinte.
-Y tú más tenaz y dominante a los cincuenta que a los diez y ocho,
cuando te casaste con aquel pobre hombre a quien echaste a la sepultura a
fuerza de impertinencias. Estas beatas o devotas son más temibles que una
legión de demonios.
En el momento en que el debate de los dos hermanos, llegaba a esta
línea peligrosa que divide el terreno de la discusión y el agravio, abriose sin
ruido una puerta vidriera cubierta de cortinas de tafetán verde, y asomó por
ella una rubia angélica cabeza diga del pincel de Urbino o del Corregio.
-¿Qué
es esto, mi querida mamá?, ¿qué tiene Ud., mi amado tío?, ¿están ustedes
riendo? ¡Ah! ¡Y yo me aflijo tanto siempre que tienen Vds. estas disputas que
terminan por enfadarse!
Al oír estas palabras, pronunciadas con un ligero y gracioso
acento andaluz por una voz musical, desarrúgose la frente de don Francisco de
Silva, y una sonrisa de orgullo maternal asomó a los pálidos labios de doña
Leonor que un momento antes temblaban de cólera.
-Ven, Luisita -exclamó la buena señora, removiendo en un ancho
sillón de damasco encarnado con galón de plata, su cuerpo enjuto y acartonado-.
Ven y tráeme agua de colonia, éter, cualquier cosa, porque me siento muy mala.
¡Ay, Dios mío, qué flato!, estas cosas me asesinan.
-Hermana -dijo don Francisco mirándola con inquietud- yo siento
mucho..., ¡pero tú me insultas de un modo...! En fin, olvídese esto; si te he
ofendido perdóname. Ya sabes mi genio... soy una pólvora... pero repito que me
perdones.
Mientras el caballero tartamudeaba estas palabras, sintiendo
sinceramente la indisposición de su hermana, aunque debía estar acostumbrado a
tales escenas que eran demasiado frecuentes, Luisa salió del gabinete con un
frasquito de éter, y poniéndose en una banquetita delante de su madre, acercó
su linda cabeza para examinar con tierno sobresalto las facciones de la
anciana, alteradas aún por la cólera, pero en las que se traslucía la
satisfacción que le causaba la victoria que, merced a su flato, acababa de obtener
sobre su antagonista.
Luego la hermosa niña aplicó el frasquillo a la nariz de la
enferma, y volviendo a su tío dos bellísimos ojos azules, llenos de ternura y
mansedumbre, pareció decirle con ellos: «¿Por qué, por amor a mí, no es Ud. más
dulce con mi madre?»
Don Francisco se levantó de su silla, no ya con las cejas
fruncidas ni la frente arrugada, sino con aire contrito y avergonzado, y tomando
una mano de su hermana.
Estas palabras fueron un himno de triunfo, de triunfo para doña
Leonor, que aparentó sin embargo no atender a ellas, y haciendo alarde de
generosidad.
-¡Y yo, bárbaro!, que sin consideración al estado de tu salud, te
doy a cada hora un nuevo disgusto...
-Vamos, tío, ya Ud. ha dicho que no se hable más de eso. Venga
Ud.; llevemos a mamá a su cama y luego... luego le daré Ud. un abrazo en premio
de lo bien que ha reparado su falta.
Y el
caballero miraba cayéndosele la baba, como suele decirse en su país, a la linda
niña, hasta que dándole un golpecito en el hombro le recordó ésta que era
preciso conducir al lecho a la anciana.
Mientras que descansa en sus bien mullidos colchones la respetable
y doliente señora; que se marcha don Francisco después de recibir el prometido
abrazo; y que Luisa aprovecha el momento en que se ve sola para leer a
hurtadillas detrás de las cortinas de la cama de su madre, el libro de Pablo y
Virginia, que por pertenecer al anatematizado gremio de las novelas era en el
concepto de ésta una obra perjudicial a la juventud, nos tomaremos sin disgusto
el trabajo de dar al lector una breve noticia de las personas que le hemos
presentado. Poco hay que decir de don Francisco de Silva: era ni más ni menos,
lo que aparece en la escena anterior. Corazón bueno y generoso, alma cándida,
carácter vivo, un poco caprichoso pero fácil de dominar pasado el primer
impulso. No era la prudencia su cualidad más sobresaliente, y solía tomar las
resoluciones más extravagantes y peligrosas con una ligereza que los años no
habían podido destruir y hacían resaltar. Rara vez consultaba otra opinión que
la suya propia; irritable la contradicción manifiesta; no cedía jamás a los
argumentos; pero nunca supo resistir a la súplica y un niño podía gobernarle a
su antojo por medio de la dulzura. Vástago de una familia antigua y poderosa de
Sevilla, casó con una mujer de igual clase, de la que no tuvo más hijos que
Carlos. Su esposa había muerto poco después del nacimiento de éste, y doña
Leonor, única hermana de don Francisco, se encargó entonces del niño que no
conoció otra madre. Don Francisco, no obstante, sus eternas disputas con su
hermana, creyó no poder confiar su hijo a mejores manos. Devota, rígida,
severa, doña Leonor era una mujer de cuya virtud la misma envidia no se atrevió
a dudar en ningún tiempo. Tenía toda la prudencia que faltaba a su hermano, era
tan reflexiva como él precipitado y si tomaba sus resoluciones con menos
energía sabía sostenerlas con más tesón. Don Francisco censurando sin cesar la
inflexibilidad del carácter de su hermana, era, sin que él lo conociese,
dominado por este mismo carácter. Leonor jamás retrocedía en camino tomado con
madura deliberación; y su posición grave, constante, inmutable a todo lo que
contradecía sus principios o contrariaba sus proyectos, quedaba siempre
vencedora, ganando a su contrario de cansado muchas veces.
De seis hijos que tuvo doña Leonor, no le quedaba más que uno a la
muerte de su esposo, y la pérdida de tantos queridos objetos había hecho más
preciosa para ella aquella última prenda de su unión. Luisa, la linda Luisa era
esta cara prenda, y su madre había tenido en su educación el más incansable
desvelo. No entraba en sus ideas el adornarla de talentos distinguidos y la
educación de Luisa fue más religiosa que brillante: a pesar de la oposición de
don Francisco a un sistema tan rígido. No tuvo maestros de música, ni de baile,
ni de ningún género de habilidad; pero en compensación conocía todos los
secretos de la economía doméstica, era sobresaliente en el bastidor y la
almohadilla, sabía los primeros rudimentos de la aritmética y la geografía,
podía recitar de memoria la historia sagrada y estaba medianamente instruida en
la profana; con lo cual nada le faltaba, según decía su madre, para poder
llamarse una mujer instruida. Además, aunque doña Leonor hubiese anatematizado
todos los libros de novelas y poesías amatorias, solía permitir a Luisa obras
en su concepto tan amenas como instructivas y aprovechando la niña esta
concesión leía y releía en sus horas de descanso las Tardes de la Granja, la Vida de las santas, el Almacén de niñas,
Eufemia o la mujer verdaderamente instruida, y aun las
composiciones de Fray Luis de León, con tal de que no fuesen de aquéllas en las
que el poeta se dejaba inspirar algún tanto por la ternura de su corazón.
Además su tío solía darla a hurtadillas algunas novelas como el Robinson, Pablo y
Virginia, etc.
Luisa no tuvo amigas de su edad, doña Leonor no le gustaba de dar
por compañeras a su hija jóvenes del día, tal era su expresión, que se
educaban en los teatros y en los bailes, y que a los trece años salían a la
reja a pelar la pava con sus amantes. Escandalizábase de la libertad que las madres
dejaban a sus hijas, sostenía que en su tiempo era muy diferente, y terminaba
por mal decir muy devotamente a la Francia y a los franceses, pues creía y
probaba que de ella y de ellos, había recibido España el contagio fatal de las
malas costumbres.
Doña Leonor era en alto grado, española y realista. El culto que
daba a Fernando VII estaba como enlazado al que tributaba a Dios, y la
desafección al Rey legítimo y absoluto era para ella un pecado de herejía, de
tal modo se confundía en su cabeza el altar y el trono. Durante el reinado de
José Bonaparte en España habíase confinado en un pueblo pequeño de la sierra
viviendo en el más absoluto retiro, para evitar de este modo el oír hablar de
aquel usurpador hacia el cual conservó toda su vida un odio tan grande como el
que profesaba a la Francia, siendo a sus ojos una de las mayores faltas de su
hermano el que no participase de sus sentimientos en este punto. Don Francisco,
aunque adicto sinceramente a la causa del Rey, no era en manera alguna un
enemigo de los Bonaparte; y aun no pocas veces había exaltado la bilis de su
hermana, asegurando, a fuer de hombre previsor y político, que conforme o no a
sus intenciones, ellos habían traído ventajas a la España que debían hacerse
palpables más tarde. Nunca olvidaba el noble caballero contar entre estas
ventajas la abolición del tribunal terrible de la Inquisición, y era entonces
cuando doña Leonor ponía el grito en los cielos, pues la piadosa señora no dejó
de rogar devotamente cada día; después del rosario, por la restauración del
Santo Oficio y exterminio de los herejes; así como por la vuelta de Fernando y
caída de Bonaparte, a quien nunca nombró de otro modo que Malaparte, bien
que su hermano se burlase claramente de su una puerilidad tan ridícula.
Doña Leonor volvió a Sevilla a mediados del año 1814 para
solemnizar con fiestas religiosas, que hizo celebrar a su costa en varios
conventos, la vuelta del Rey.
Tres años habían transcurrido desde dicho día hasta aquel en que
comienza nuestra relación, y aunque el entusiasmo popular por el restituido
monarca se hubiese algún tanto entibiado durante ese tiempo, no sucedía lo
mismo con el de doña Leonor, que por el contrario se exaltaba cada día más,
como de su devoción religiosa, llegando ambos sentimientos al grado de
fatalismo.
Es de suponer que su casa y su familia hubieran podido
transportarse al siglo XVII sin que se desdijesen en nada. El aire que allí se
respiraba tenía un olor a antiguo y monacal, los muebles, el interior, todo en casa
de doña Leonor era español puro, antiguo y acendrado. Comíase a la una del día,
merendábase chocolate y dulces a las cinco de la tarde, cenábase a las nueve de
la noche, y a las diez, en punto, en verano o en invierno, todo el mundo estaba
en la cama.
Doña Leonor trataba a pocas personas y no tenía intimidad con
nadie. Su única diversión era jugar algunas tardes a la malilla con doña
Beatriz y doña Serafina, señoras maduras y devotas como ella, y sus tertulias
del otro sexo eran con su hermano, su venerable confesor el cura de las Capuchinas,
y dos galanes que se acordaban del casamiento de Carlos IV con María Luisa, a
cuyas fiestas asistió Leonor al primero y único baile que había visto en su
vida. Esta mundana diversión, así como la del teatro, estaban proscriptas de la
casa de la austera dama y Luisa no sabía apenas qué significaban tales nombres.
Bien es verdad que en compensación solía dejarla ir su madre algunas tardes a
ver las corridas de toros, y todos los años la confiaba una noche a sus amigas
doña Serafina y doña Beatriz para que la llevasen a la velada de San Juan en la
alameda de los Hércules, a dar un paseo y a comer un par de buñuelos.
A esto se reducían todos los placeres de Luisa, pero a falta de
ellos llenaban su vida mil pequeños deberes que su madre la hacía cumplir escrupulosamente.
Ningún sábado dejaba de confesar y comulgar en las Capuchinas,
ningún domingo de oír dos misas en la catedral. Había ciertos días del año:
destinados a visitar hospitales para consolar y socorrer a los enfermos, otros
que madre e hija consagraban a trabajar con sus manos ropas para los niños de
la cuna, de cuyo establecimiento era especial protectora doña Leonor: en fin la
multitud de novenas, las varias fiestas que se ofrecían ya a un santo, ya a una
santa, las visitas a los conventos de monjas, en cada uno de los cuales tenía
doña Leonor una parienta o una amiga, todas estas cosas unidas a los cuidados
domésticos, ocupaban la vida de Luisa lo bastante para preservarla tal vez de
estos éxtasis ardientes, peligro de la juventud en inacción, de esas vagas
cavilaciones de la vida contemplativa que suelen extraviar las imaginaciones
más puras. Además, nada anunciaba en Luisa una de aquellas almas de fuego, una
de aquellas imaginaciones poderosas y activas que se devoran a sí misma si
carecen de otro alimento.
Aunque nacida bajo el ardiente cielo de Andalucía no tenía ni
física ni moralmente los rasgos que caracterizan a las mujeres meridionales. Cándida
y pura como su tez era su alma, y su carácter dulce y humilde como su mirada.
La inocencia brillaba en cada una de sus facciones, como en cada uno de sus
pensamientos, y cuando sus ojos azules y serenos se levantaban en lo alto, y un
rayo de luz argentaba su blanca frente, diríase que recordaba en la tierra la
existencia del cielo.
Parecía cercar a aquella figura pública e ideal una atmósfera de
divina poesía, y que en torno suyo se respiraba un aroma de pureza.
La imaginación menos casta concebía al verla, pensamientos vagos
de amor tímido y religioso, el corazón más gastado se sentía reanimar al
aspecto de aquella juventud tan bella y tan cándida. Parecía que las pasiones
de los hombres, no podían tener influencia sobre una criatura toda celestial, y
que la voz humana debía herir aquellos oídos acostumbrados a los cánticos de
los ángeles.
Todo en ella correspondía a su divina figura: tierna, suave,
benigna, siempre con la sonrisa en los labios y la paz en el corazón, no había
conocido ni los placeres ni los dolores de la vida, y llevaba en su frente el
sello de un alma virgen. Sin embargo, si nadie contemplándola se atrevería a
imaginar que pudiesen hallar entrada en aquella existencia apacible fogosas y
terribles pasiones, cualquiera al observar la dulzura melancólica de su frente
y la exquisita sensibilidad que se traslucía en su mirada, hubiera comprendido
que aquella alma todavía serena, había sido formada para amar: para amar con
toda la pureza del ángel, y toda la abnegación de la mujer. Ella empero lo
ignoraba: ¡pobre niña! ¿se había atrevido nunca a preguntar a su corazón por
qué palpitaba algunas veces cuando las tortolillas arrullaban en torno de sus
nidos, cuando escuchaba en el silencio de la noche los amorosos trinos del
ruiseñor, o cuando vagando solitaria por el jardín a la luz de la luna, veía
temblar las ramas halagadas por el viento, y producir un sonido vago y melancólico
que semejaba un suspiro?
Tenía solamente siete años y diez Carlos su primo, cuando los dos
hermanos concertaron unirlos. Aquel enlace era bajo todos los aspectos
proporcionado: ambos eran hijos únicos, ambos ricos y análogos en edad: Luisa y
Carlos se habían criado como dos hermanos, y como tales se amaban. Los padres
no vieron en lo futuro nada que pudiera contrariar aquel proyecto, pero don
Francisco quiso enviar a su hijo a educarse a un colegio de Francia, y desde
que realizó este pensamiento doña Leonor pronosticaba sin cesar que aquel deseado
enlace no se verificaría.
Y la verdad, la buena señora hubiera sentido con extremo que se
cumpliesen sus pronósticos, pues sea por apego a su familia, sea por el largo
tiempo que alimentaba el proyecto de dicha unión, o porque viéndose anciana y
enferma quisiese asegurar cuanto antes a su hija un protector, doña Leonor
deseaba ardientemente no sólo realizar, sino también apresurar en lo posible el
casamiento de Luisa con su primo. Con la considerable dote de ésta y su mérito
es de suponer que no faltarían muchos interesados por su mano, pero el
conocimiento que todos tenían de su proyectado enlace y el absoluto retiro en
que vivía, no habían permitido hasta entonces que ninguno se presentase como
aspirante, y doña Leonor temblaba al pensar que podía morir sin haber colocado
a su hija.
Sin duda estas consideraciones la hacían oponerse con tanto tesón
al paseo que don Francisco quería hiciese su hijo a Madrid, y su corazón no
descansó completamente ni aun después de haberle oído ofrecer que desistiría de
tal pensamiento.
Tendida
en su cama daba vueltas a un lado y a otro sin poder sosegar, y entre los ayes
que le arrancaban, de vez en cuando, sus dolores reumáticos y sus accesos de
histérico, la oía Luisa exclamar con voz destemplada.
Continuará…
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