La majestuosa Sevilla. Escuela francesa, litografía siglo XIX. |
- II –
He aquí que en una hermosa mañana del mes de mayo del año 1817,
cuando los colorines saludan a la primavera en los ricos campos de la
Andalucía, y Sevilla, recostada, como una reina oriental en el centro de su
fértil llanura se perfuma de azahares y jazmines; cuando empiezan a adornarse
los moriscos patios con macetas de porcelana sembradas de geranios,
heliotropos, clavellinas y rosas; que las aguas de las fuentes saltan
murmurando en giros caprichosos de sus surtidores de mármol; que el
Guadalquivir se cubre de ligeros botes y veleras lanchas, mientras envanecidos
de mirarse en sus celebradas linfas los naranjos y granados levantan en la
orilla sus cabezas floridas: cuando el sol parece sonreír con amor a la
vegetación que reanima: cuando las hermosas salen con la aurora, tan risueñas
como ella, a pasearse por las orillas del río: en fin, cuando todo en Sevilla
es vida, placer y poesía, he aquí, repito, que en un buque fondea en la ribera
y dos minutos después don Francisco de Silva abraza a su hijo. Carlos había
hecho su viaje por mar de Francia a Cádiz, en donde apenas se había detenido
algunas horas, anhelando el momento que entonces gozaba.
No tarda doña Leonor en recibir oficialmente el aviso de la feliz
llegada de su sobrino y futuro yerno, y de que aquel día vendrá con don
Francisco a comer con ella. A pesar del histérico y el reumatismo se supone al
instante en movimiento, y hace poner igualmente a toda su servidumbre, para
obsequiar dignamente a tan queridos huéspedes.
Es fama que los muebles antiguos y venerandos de aquella casa tan
constantemente tranquila, se espantaron al ver el inusitado movimiento de aquel
día, y la vieja ama de llaves que en treinta años que servía a doña Leonor no
se acordaba de haber presenciado iguales gastos y profusiones, se santiguó
devotamente y dijo en voz baja al mayordomo.
-No hay remedio, nuestra ama va a morir pronto, Tadeo, pues cuando
las personas hacen esas cosas extraordinarias nada bueno para ellas puede
esperarse.
Luisa no tenía ningún adorno que pareciese bueno a la mamá, y bien
que hasta entonces hubiese sido acérrima enemiga de las modas, en obsequio de
tan gran día permitió que su oficiosa amiga doña Serafina recorriese varias
tiendas para comprar mil chucherías del ornato mujeril. La pobre Luisa que hasta
aquel día había oído decir que era un grave pecado perder los momentos en el
tocador, hubo de someterse en aquella memorable mañana a dos largas horas de toilette. No
aseguraremos que su prendido pudiese aspirar a la calificación de elegante, pues
nos consta que fue dirigido por la respetable señora Serafina, que aunque se
hubiese acreditado hacía treinta años de manejar con mucho salero su mantilla
de raso, no estaba muy al corriente de las alteraciones que tan a menudo
experimenta el voluble ídolo de la moda. Lo que sí sabemos es que salieron
aquel día de sus acerados cofres todos los diamantes de su bisabuela, y que
Luisa cargada de todos ellos se quejaba por la noche de una horrible jaqueca.
Pero, en fin, lo cierto es que concluido el tocador doña Serafina declaró que
estaba tan hermosa y tan bien prendida, como lo estuvo la misma Leonor el día
que dio su mano al difunto, y que la ama de llaves, el mayordomo, la doncella y
hasta la cocinera, quedaron deslumbrados a la vista de tanta hermosura y de
tantos diamantes.
La hora de la visita se acercaba: doña Leonor habiendo ya
concluido todos sus preparativos se había sentado majestuosamente en su enorme
sillón de damasco encarnado con galón de plata, recogiendo cuidadosamente su
vestido de raso de color de hoja seca, y acomodándose simétricamente en los
hombros su pañuelo de crespón de la India. Doña Serafina y doña Beatriz, sus
únicas amigas, llenaban un canapé o sofá que formaba juego con el sillón,
adornadas también con lo más selecto de sus guardarropas; y junto a su madre,
en un taburete antiguo, Luisa estaba sentada con timidez y abrumada bajo el
peso de sus joyas, oyendo las prudentes advertencias que la hacían
alternativamente su madre y sus amigas. Mientras tanto la pobre niña allá en
sus adentros se admiraba sin poder comprender a qué se dirigía tanta
solemnidad. Se le había dicho mil veces que estaba destinada a casarse con su
primo, pero la inocente no daba a esta palabra un significado tan terrible como
debiera. Se acordaba de un muchacho muy bonito que le rompía sus muñecas, pero
que, en cambio, la regalaba pajaritos y dulces, y nada veía que la espantase en
la idea de vivir siempre junto con aquel compañerito de su infancia. ¿Para qué
tantos consejos, tantas prevenciones? Nada comprendía Luisa y empezaba a sentir
una vaga inquietud que procuró disipar repitiéndose a sí misma, que aquel novio
tan esperado, aquel marido tan solemne anunciado no era otro que su amigo
Carlos, su gracioso Carlos, el cual se presentaba todavía con su carita redonda
y blanca, sus largos cabellos, sus grandes ojos negros llenos de candor y
alegría, y su risa infantil y estrepitosa. Casi se le figuraba que al verle, a
pesar de todas las advertencias del venerable triunvirato, no podría contenerse
sin correr a abrazarle. Mientras ella pensaba esto la repetía a su madre, por
centésima vez.
-Niña, es preciso no estar ni tan seria que parezca que no tomes
parte en el placer de la familia, ni tan risueña y contenta que pueda creerse
que te hallas con el derecho de manifestar que recibes la mayor parte. Compostura,
Luisita, moderación, y, sobre todo, silencio. Una doncella bien educada no
habla sino lo indispensable, mayormente en la primera visita de su futuro
esposo.
En el momento en que se terminaba esta arenga, probablemente para
volver a comenzarla, oyose el ruido de un coche que paraba a la puerta y las
tres señoras exclamaron a la vez, arreglando sus toquillas con majestuosa y
casi solemne compostura.
Los hermosos ojos de Luisa se dirigieron involuntariamente hacia
la puerta, pero doña Leonor la dio un golpecito con el abanico en el hombro,
diciéndola con severidad.
Levantó entonces la cabeza y fijó su dulce y candorosa mirada en
la persona que don Francisco le presentaba, pero en el mismo instante y sin
necesidad de nueva orden maternal volvieron a inclinarse al suelo sus hermosos
ojos, tiñéndose de púrpura su rostro.
La causa de tan súbita turbación no es imposible de adivinar.
Luisa no había hallado a su Carlos. El objeto que estaba delante de ella no era
el mismo de quien se había separado ocho años antes. El alegre, el gracioso
Carlos había desaparecido: la niña no había encontrado sus redondas y frescas
mejillas, sus largos cabellos castaños, sus ojos vivaces, y su boca risueña y
diminuta. Bucles de un negro perfecto sombreaban una frente morena y espaciosa,
en medio de la cual se señalaba distintamente una azulada vena: facciones
varoniles y bien pronunciadas formaban un rostro de fisionomía meridional,
fogosa y altiva: en fin, Luisita al buscar la sonrisa del niño había hallado la
mirada del hombre.
Un sentimiento sin nombre, una mezcla confusa de sorpresa, placer,
tristeza y temor, embargó en aquel momento su corazón. Los cumplimientos entre
Carlos, don Francisco y las tres señoras, se habían empezado y concluido por
tres veces; los recién llegados se habían ya sentado y la conversación había
agotado todos los lugares comunes, todas las vaciedades que se emplean en semejantes
casos, antes de que la pobre Luisa se hubiese atrevido a volver a mirar a su
primo. Por fin, aprovechando un momento en que Carlos contaba a las señoras los
pormenores de su viaje, y en el que pensó Luisa que no repararía en ella,
levantó lenta y tímidamente sus bellos ojos, dirigiéndolos como a hurtadillas
hacia él, pero... ¡terrible casualidad!, apenas su mirada se había detenido un
instante en el rostro del mancebo, cuando la de éste volviose a ella
súbitamente, tan directa, tan brillante, tan ardiente, que Luisa pasó de la
turbación al desconcierto. Inclinó sobre el pecho agitado su rostro encendido
de rubor, y sin saber que hacerse comenzó a romper las varillas de nácar de su
abanico. Parecíale que nunca hasta entonces había sido mirada, que nunca había
visto ojos hasta entonces... En fin, parecíale que aquella mirada pasaba sobre
su corazón y que iba a ponerse mala. Doña Leonor que por muy ocupada que
estuviese en cumplimentar a su sobrino, no dejaba de mirar disimuladamente a su
hija, notó el poco divertimiento de la niña, que iba haciendo trizas el
precioso abanico que doña Leonor conservaba hacía dieciocho años (pues era ni
más ni menos el mismo que había usado el día de su boda), y no pudo contener su
enfado gritando con impetuosidad:
Un trueno no asusta más a un viajero descuidado que lo fue Luisa
al oír aquella repentina interpelación; ¿qué hacía?, ¿por ventura lo sabía ella
misma? El fatal abanico cayó de sus manos al movimiento de susto que no pudo
dominar, y viendo volverse hacia él todas las miradas, y notando entonces que
había roto su abanico, y sin saber qué hacer ni qué decir, la pobre criatura
volvió hacia su tío sus ojos confusos y preñados de lágrimas, como si implorase
un defensor contra el extraño sentimiento que la conturbaba. Pero antes que don
Francisco, acudió Carlos a levantar al caído abanico, y al presentárselo a
Luisa como si fuese contagiosa la turbación de ésta, también se puso encendido
y bajó sus soberbios ojos negros como ella bajaba sus dulces ojos azules. ¡Oh
momento primero de un primer amor! ¿Qué pluma habrá que acierte a describirte?
Cuando un rayo del cielo baja y enciende a la vez dos corazones vírgenes, los
ángeles sonríen batiendo con languidez sus blancas alas, y ellos solos pueden
comprender los castos misterios que entonces encierra el alma y que la inocencia
oculta con su cándido velo.
Gracias a la oportuna intervención de don Francisco, no se trató
más del abanico: la conversación volvió a entablarse y Luisa pudo reponerse
poco a poco de su primera emoción. Las tres señoras se habían situado por
último en su terreno; es decir, comenzábase a hablar de jaquecas, histéricos y
reumatismos, y se hacía la prolija enumeración de odas las recetas probadas o
no probadas, que podían convenir. Don Francisco las oía mezclándose de vez en
cuando en la conversación para confirmar la inefabilidad de las unas o sostener
la ineficacia de las otras, y Carlos y Luisa sentados uno frente del otro,
callaban y se miraban alternativamente; y digo alternativamente porque es de
notar que como por un recíproco convenio evitaron ambos que volviesen a
encontrarse sus ojos. Cuando Carlos fijaba en Luisa su mirada apasionada la
niña mantenía la suya inclinada hacia el suelo, y cuando Carlos notaba con
disimulo que Luisa alzaba hacia él sus modestos ojos, dirigía los suyos a dos
grandes cuadros al óleo que adornaban las paredes, y que representaban el uno
el prendimiento de Jesús, y el otro la Asunción de María.
Dos o tres veces pareció que el joven intentaba dirigir alguna
palabra a su prima, pero esta palabra, que casi asomaba a sus labios, quedábase
helada entre ellos, sin llegar a ser proferida. Por fin llegó la hora de la
comida que aquel día por extraordinario fue a las tres, exceso que produjo un
cólico a doña Leonor, cuyo estómago por el largo hábito de ser satisfecho a la
una en punto, no se sometió impunemente a la dilación de dos horas. Quiso la
buena señora que en conmemoración del último día que su sobrino con ella en la
misma mesa que entonces, antes de su ida al colegio, ocúpase la silla que en
aquel día había ocupado, y que Luisa se sentase junto a él, de la misma manera
que entonces. Esta vecindad no fue la invención más propia para dar apetito a
los dos jóvenes pues uno y otro se quedaron sin comer, Carlos por mirar a
Luisa, Luisa por no mirar a Carlos.
Doña Leonor expresó al final de la comida cuán agradecidos debían
estar a Dios de que les hubiese dado vida para volver a reunirse en familia,
del mismo modo y con igual placer que lo habían hecho hacia ocho años.
-Sí, mi querido sobrino -dijo después dirigiéndose a Carlos- yo
doy gracias a la Providencia porque te haya vuelto al seno de tu familia; y a
mí me haya concedido ver este dichoso día. En los ocho años que ha durado tu
ausencia nunca me he sentado a la mesa sin mirar con tristeza el sitio que tú
ocupabas en ella, y acordábame con emoción de tus travesuras y donaires.
Su nombre pronunciado por Carlos hizo estremecer a la doncella, y
la conclusión de su pregunta la puso en un embarazo inexplicable. Quiso
contestar, y el monosílabo sí salió de sus labios con un sonido tan
tenue que Carlos pudo adivinarle más bien que oírle.
-Yo también -añadió él con alguna osadía-, yo también me acordaba
de Ud., pero a la verdad, no de Ud. como es ahora, sino como era cuando nos
separamos.
Las señoras y don Francisco se levantaban de la mesa, pero
distraídos los dos jóvenes quedaron sentados.
-Yo la recordaba a Ud. tan linda como era cuando tenía ocho años,
Luisa, pero ¡ahora es Ud. tan hermosa!
-Yo quisiera ser siempre el mismo Carlos a quien Ud. tuteaba, a
quien Ud. llamaba hermano. ¿Se acuerda Ud. Luisa?
-Pero ahora soy otro a sus ojos de Ud. ¿no es verdad? Ahora,
prima, no me trata Ud. ya como hermano, ahora no me quiere Ud. como entonces.
-Yo siempre... -le quiero a Ud., iba añadir Luisa, pero como en
aquel instante encontró otra vez aquella mirada del mancebo que tanto la había
turbado, quedose sin concluir la comenzaba frase.
Carlos tampoco acertó a decir nada más: pero estúvose mirándola
largo espacio tan distraído en su contemplación que no oyó a doña Leonor que le
invitaba a pasar con su padre a un gabinete para descansar un rato, pues no
podía la buena señora ni aun a favor de tan gran día pasarse su sueño de la
siesta. Tres veces repitió su indicación antes que el joven la oyese; y acaso
aun la haría inútilmente por cuarta vez, si Luisa, que no podía resistir por
más tiempo el rubor y la emoción que experimentaba, al sentir, por decirlo así,
el fuego de la tenaz mirada del joven, no se hubiese levantado y entrándose
precipitadamente en su alcoba.
Entonces
Carlos se dejó conducir al gabinete, y al verse sólo con Francisco:
El joven pensaba sin duda en aquel momento que aquella divina
criatura le estaba destinada: mientras estuvo junto a ella no había pensado
sino en verla tan bella y tan pura como un ángel.
Y Luisa, ¿en qué pensaba mientras dormían la mamá y venerables
colegas, y ella echada en un sillón leía su libro de Pablo y Virginia...? No
lo sé, pero me consta que, aunque estaba ya en el pasaje más interesante de la
novela, en el momento en que los dos amantes se separaban, la siesta se pasó
sin que aún hubiese leído la niña el embarque de Virginia. Verdad es que
debemos confesar que más de una vez se escapó el libro de sus manos, y que
otras muchas, aunque estuviesen fijos en él sus bellos ojos largo espacio de
tiempo, no se la veía volver una página. Es indudable que en algo pensaba más
interesante ya para ella que los amores de los dos criollos; pero ¿quién se
atreverá a expresar en el lenguaje humano los pensamientos de una virgen que
comienza a amar?
La siesta pasó: las señoras dejaron sus lechos, y Luisa y Carlos
se volvieron a ver sino con tanto embarazo con mayor agitación. Pero don
Francisco, a quien le era tan imposible dejar de dar algunas vueltas todas las
tardes de verano por la alameda, como a su hermana el dejar de dormir dos horas
de siesta, manifestó a su hijo (no sé si con gran satisfacción de éste), que
era ya tiempo de despedirse de las damas. Volviéronse entonces a repetir todas
las bienvenidas y ofrecimientos que a la llegada se habían dirigido las
personas visitadas y las visitantes, y doña Leonor las terminó convidando con
mucha instancia a su sobrino a venir a acompañarlas todas las noches.
-Aunque no sea mi casa -dijo- una de aquéllas en que hay reuniones
numerosas, no se pasa mal rato. Mis dos apreciables amigas que están presentes
(y aquí doña Beatriz y doña Serafina hicieron una ligera cortesía), el cura don
Eustaquio, sujeto de amabilísimo trato, y algún otro amigo, suelen venir a
favorecernos, y aunque no tengamos bailes ni conciertos, ni otras de esas
diversiones mundanas, jugamos nuestra malilla, y aun algunas noches la lotería.
Así, pues, mi querido sobrino, no te faltará en qué entretenerte sin ofensa de
Dios ni perjuicio al prójimo, y si te fastidiase el jugar...
Carlos interrumpió con viveza a su tía para asegurar que lejos de
fastidiarse se preparaba a divertirse muchísimo, pues tenía una decidida afición
a la malilla y a la lotería.
-Si tuvieras un piano en tu casa como debías -dijo don Francisco-
y si no te hubieses encaprichado en que la niña no aprendiese música, bien
podríamos tener ahora buenos ratos, pues, según tengo entendido Carlos es un
filarmónico consumado. Pero tú, hermana, has privado a Luisa de toda agradable
habilidad, y con la educación que le has dado...
-Hermano -exclamó doña Leonor con algún enfado-, al oírte pensará
mi sobrino que la niña es una ignorante, una estólida, y a la verdad que no
porque no haya querido hacer de ella una profesora de música, ni una bailarina,
creo que pueda tachárseme, de no haber dado a mi hija la educación
correspondiente a su sexo. Otro día enseñará Luisa a su primo el mantel que ha
hecho para el altar de nuestra señora del Amparo, que es la admiración de
cuantas personas le han visto, y las dos imágenes de la Dolorosa y de santa
Teresa de Jesús, que ha bordado sobre raso blanco con sedas, y que tal parecen
pintadas con pincel. Pues no digo nada de las flores que hace que casi va uno a
olerlas, tan naturales están; ¡y eso que es de pura afición! Ella lee que da
gusto oírla, ella escribe bastante claro, ella ejecuta para la perfección toda
clase de obras de aguja, ella sabe las cuatro primeras reglas de aritmética
como cualquier comerciante y puede relatar de memoria una porción de libros que
ha leído. Digo, creo que no es tan ignorante como tú supones.
-¿He dicho yo acaso semejante cosa? Hermana, contigo no se puede
hablar, pues das a la palabra más sencilla una interpretación absurda.
Verosímilmente
iba a entablarse un altercado de los dos de costumbre entre los dos hermanos,
cuando llegó felizmente la amabilísima persona del cura don Eustaquio que cortó
con su presencia el comenzado debate. Después de otra media docena de
felicitaciones y bienvenidas del reverendo cura de la familia, y contestadas
una por una con escrupulosa exactitud, se despidieron padre e hijo y se
encaminaron a la alameda, diciendo el uno:
Continuará…
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