-XI-
Elvira estaba fuera de
peligro, pero su situación era, según la opinión de los médicos, tan delicada
que exigía un incesante cuidado. Por lo tanto, aquella noche, como la anterior,
Catalina quiso velar a su lado y Carlos, como es de suponer, se presentó para
acompañarla.
Las horas pasadas en
aquella habitación la noche última habían establecido entre ellos una cierta
confianza, que años enteros de amistad en medio del bullicio del mundo no
hubieran acaso producido.
Volvieron a verse aquella
segunda noche con el placer de dos compañeros de trabajos o peligros que se
hubiesen separado por largos años, y se instalaron cerca de la enferma con la
franqueza que inspira la seguridad de ser mutuamente agradables. Como Elvira
descansaba tranquilamente, Catalina se apartó de junto a ella yendo a colocarse
en un sillón al extremo opuesto del aposento, y dijo a Carlos con dulce
familiaridad:
-Puesto que hemos de
velar y que por ahora no necesita Elvira, mientras ella duerme podremos hablar
en voz baja.
-Venga Ud., Carlos, deseo que me refiera
Ud. su historia. Hace algunos días que hubiera manifestado mi curiosidad, si el
obstinado desvío de Ud. no me lo hubiera impedido.
-¡Mi historia! -dijo
Carlos, sentándose en una banquetita a sus pies- ¿Cree Ud. acaso que será larga
y divertida?
-Por lo menos será
hermosa y pura como su alma de Ud., como su vida. Le creo a Ud. feliz, y es tan
rara la felicidad en el mundo que mi corazón se recrea al respirar ese perfume
divino que exhala una vida dichosa e inocente.
-No se engaña Ud.
ciertamente en creer que soy feliz -dijo Carlos-, pero mi historia y mi
felicidad están referidas en dos palabras: amo y soy amado.
-Sin embargo -dijo Catalina-, Elvira me ha
dicho que el matrimonio de Ud. fue obra de un convenio de familias, y como en
tales enlaces es rarísima la felicidad...
-Acaso sea exacta su
observación de Ud. -contestó Carlos-, pero yo tuve la dicha singular de que la
esposa que me estaba destinada desde mi infancia, fuese la misma que yo hubiera
elegido entre todas las mujeres del globo. Nos amamos de niños como tiernos
hermanos, nos separamos, Catalina, y cuando volvimos a vernos, ya jóvenes y en
la edad del amor, nos amamos también como amantes, ¡como esposos!
Yo reconocí en ella la
mitad de su alma, ella me dio toda la suya. Jamás dos hermanos se han querido
tan tiernamente, ni dos esposos se han comprendido mejor y se han hecho
mutuamente tan felices. Análogos en edades y en sentimientos, su carácter tiene
la dulzura y mansedumbre que falta al mío, y acaso hay en mi alma la fortaleza
y el vigor que necesitaba por apoyo su débil y delicada existencia. Ambos nos
necesitamos para completar un alma, una vida, una felicidad. El cielo nos ha
juntado, y por estrechos y santos que sean los vínculos con que la religión nos
liga, los son más -sin duda alguna- aquéllos con que se han unido para siempre
nuestros corazones. Ésta es mi historia, eso es todo, Catalina. ¿Está Ud.
satisfecha? ¿Acaso hallará ridículo mi entusiasmo conyugal?
-Es Ud., en efecto,
dichoso -dijo la condesa, que había escuchado estas palabras con suma emoción.
Esa felicidad que Ud. ha obtenido ¿por qué no la concede el cielo a todas las
almas capaces de apreciarla? Y, si no debía concederla sino a los seres
privilegiados por su amor, ¿por qué al menos no dotó a los otros a quienes
privara de la dicha, de una aridez de corazón, que les preservase de
necesitarla? ¡Carlos, Carlos! Felices aquéllos a quienes cupo el destino de
amar y ser amados, y ¡felices también los que no sienten la estéril y devorante
necesidad de una ventura que les fue rehusada!
Mientras hablaba así la
condesa, Carlos se había aproximado a ella, y, observando la profunda tristeza
que se pintaba en su rostro, sintiose enternecido y asió involuntariamente una
de sus dos manos.
-¿Acaso Ud. no ha
conocido esa ventura? No puedo creerlo, Catalina: digan lo que digan los
enemigos de Ud. y los espíritus ligeros que juzgan sin comprender, yo no puedo
persuadirme que Ud. encierre un corazón frío, sólo sensible a las frívolas y
efímeras sensaciones de la vanidad. No, Catalina, Ud. mismo no podrá arrancarme
la opinión que estas horas pasadas junto a Ud. me han hecho formar de la
excelencia de su alma y de la exquisita sensibilidad de su corazón.
-Yo agradezco a Ud. esa opinión
-contestó ella-, aunque creo que me hace justicia solamente; pero es tan rara
la justicia que debemos estimarla como un favor. Sí, mucho me obliga ese juicio
favorable que Ud. expresa, porque, aunque no dé importancia por lo común al
concepto que de mí formen las gentes, soy muy sensible a la aprobación o
desaprobación de mis amigos... Y deseo, Carlos -añadió con alguna turbación-,
deseo contar a Ud. en este número.
-Sí -dijo él con
vivacidad-, de hoy más quiero yo también merecer un lugar entre las personas a
quienes Ud. honra con su amistad. Y, acaso, Catalina, acaso no seré el último
en saber apreciarla, aunque haya sido el último en obtenerla.
-Lo creo -repuso ella-,
porque acaso también me conozca Ud. mejor que mucho de aquéllos que me han
tratado años enteros. Creo que Ud. me puede comprender fácilmente.
-Y, por eso, porque
comprendo ahora su corazón de Ud., comprendo menos que antes cómo puede vivir
contenta en esa agitada atmósfera de frívolos placeres, de los que se muestra
tan ávida. Perdone Ud. mi franqueza, señora, pero no puedo menos de confesarla
que cuanto más me enseñe Ud. a estimarla, más severamente juzgaré su conducta,
y que lo que acaso perdonaría a la coqueta fría y vanidosa, hará culpable, muy
culpable a mis ojos, a la mujer de talento y de corazón.
-¿Y por qué? -preguntó
ella con una sonrisa en que se mezclaban la ironía y la amargura- ¿Sería
culpable el que, abrumado de un inútil fardo que pesase sobre él, le arrojase
algunos momentos para poder respirar? ¡El talento! ¡El corazón! ¿Contraen
algunas obligaciones con el mundo los que recibieron estos fatales dones? Si
así es, ciertamente que no serán estas obligaciones las de ir divulgando por él
los dolores y amarguras que esos mismos dones les atraen; no serán las de
maldecirle porque es impotente para darles todo lo que le piden; no serán las
de turbar la felicidad de los otros con el espectáculo de su profunda
desventura. ¿Qué más pueden hacer que sofocar sus gemidos, endurecer su
corazón, y admitir la vida tal cual se les da, olvidando cómo la han concebido?
Carlos se desvió de ella
sin poder reprimir un movimiento de despecho. ¡Pues qué, señora! -exclamó
fijando en ella una mirada severa- ¿La bondad divina sólo habrá dado al hombre
para su martirio los dones preciosos que más le aproximan a su inteligencia
suprema? La facultad de sentir y de pensar deberá considerarse como un
inagotable raudal de dolores, y podremos suponer que la mayor perfección moral
del hombre sólo sirva para hacerle más desventurado?
-Cuestión es ésa -dijo Catalina-,
que yo no me atreveré jamás a resolver, y no porque dude que a la mayor
facultad de sentir sea inherente la mayor facultad de padecer, sino porque creo
en la ley eterna de las compensaciones, y el que es capaz de padecer mucho,
puede también gozar mucho. En cuanto a mí, sólo sé decir que no quisiera haber
tenido por dote al nacer una imaginación que me devora, y un corazón que va
gastándose a sí mismo por no encontrar alimento a su insaciable necesidad. No
sé si son felices todos los hombres de corazones vulgares: su felicidad, por lo
menos, no me bastaría. Pero cuando Ud. me dice que es dichoso, cuando veo
posible para otros esa aventura suspirada de amar y ser amados con entusiasmo y
pureza, entonces me siento indignada contra el destino, y le pregunto: « ¿Por
qué delito he merecido el ser privada de esa suprema ventura? ».
La voz de la condesa al
pronunciar estas últimas palabras revelaba la más viva emoción, y Carlos tornó
a su lado, serena otra vez su frente que por un momento se había oscurecido.
-Es Ud. una mujer
extraordinaria -la dijo-, y cuanto más me empeño en conciliar las
contradicciones que observo en Ud., menos lo consigo. Si le basta a Ud. esa
felicidad del amor casto, del amor intenso, ¿cómo la desprecia Ud.? ¿Cómo si su
corazón tiene sed de ventura puede Ud. embriagarle con el humo de esos goces
ficticios, vacíos de verdad y que nada valen para el sentimiento? Ésta será mi
eterna interpelación, porque ésta será siempre mi duda. Ud. no es feliz en esa
vida brillante y tumultuosa de la que parece enamorada. Pero, ¿por qué la he
elegido Ud.? ¿Por qué ha sacrificado a ella esa felicidad que su corazón
anhela?
-Nada he sacrificado
-contestó la condesa-. Nada tenía que sacrificar. Esa vida no ha sido una
elección, sino una necesidad. Cuando se padecen agudos dolores se suele tomar
opio, no para mitigar su intensidad sino para entorpecer la facultad de
sentirlos. También hay opio para el corazón y para el espíritu, y ese opio es
la disipación. ¿Los que son felices harían mal en tomarle, pero no debe concedérsele
a los desgraciados?
-Porque no soy feliz
-respondió ella-. No extrañe Ud. esta contestación: creo que hay personas que
sin ser felices se consideran desgraciadas, personas que no se quejan cuando no
experimentan positivos y materiales infortunios. Yo no soy de ese número, y
sólo puedo explicar mi desventura diciendo que la siento en mi alma.
-¡Ah! ¡Sí, lo sería!
-exclamó ella sin pensar- Sería completamente feliz, lo creo en este instante,
con el destino de Luisa... y con el de Ud., Carlos -añadió ruborizada de las palabras
que acababa de proferir.
-No lo sé. Creo en este
momento que no: No he amado nunca como Ud. ama a Luisa, como adivino que ella
le ama a Ud. No he amado nunca con ese amor que debe hacer la felicidad de toda
la vida.
-Y, sin embargo, su corazón de Ud. es
apasionado. Sin duda no ha sido impotencia suya el no haber gozado de esa felicidad.
Acaso no ha hallado Ud. en ningún hombre el amor que necesitaba.
Xaver Winterhalter. Madame Barbe de Rimsky-Korsakov. Musée d'Orsay. (La imagen se nos antoja, en extremo similar, a la de Catalina, condesa de S.***)
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-Si he de ser sincera
con Ud. y si debo descubrirle mi corazón todo entero, aun a riesgo de que le
juzgue ingrato y caprichoso, confesaré que he conocido hombres que han mostrado
por mí una violenta pasión, y que no han rehusado ningún género de sacrificios
para convencerme de ella. Si es crimen del corazón el no obedecer al mandato de
la voluntad, el mío es culpable, porque por desgracia no quiso amar cuando mi
razón se lo aconsejaba. Hubo una época en mi vida en la que dando todo mi
aprecio a las cualidades del corazón, creí que ellas solas bastarían a
cautivarme eternamente, pero bien pronto conocí que me engañaba, y que la más
perfecta bondad de un hombre y la más inalterable ternura, si carece de las
cualidades aventajadas de la inteligencia y del carácter, no bastan a
asegurarle el corazón de una mujer que necesita admirar, respetar y aun temer
al hombre a quien ama. Saliendo de un error pude caer en otro: puede dar a la
superioridad de inteligencia de un hombre más influencia de la que realmente
tiene en la felicidad de la vida de la mujer que le ame. Esta superioridad si
no va acompañada de la del corazón es más de temer que de amar. Hay algo de
monstruoso en la reunión de una vasta inteligencia y de un mezquino o duro
corazón. La influencia que por sólo su talento adquiere un hombre sobre el
corazón de una mujer sensible, pesa como la tiranía y no tarda en hacérsele
odiosa. Sólo al amor concede el derecho de esclavizarle. Y si el amor que
carece del apoyo del talento, no siempre lo consigue, nunca lo obtiene el mayor
talento cuando no es auxiliado por el amor. En su sexo de Ud., Carlos, se teme
encontrar en la mujer a quien se ame una inteligencia superior, pero en el
nuestro sucede lo contrario. La mujer, que por su debilidad busca y requiere un
apoyo, necesita en el objeto que elija una superioridad que la inspire
confianza. Por grande que sea el talento de una mujer, y por elevado y aun
altivo que sea su carácter, desea encontrar en su amante un talento que domine
al suyo; y si una mujer superior llega a amar verdaderamente a un hombre de
menos luces, puede asegurarse que hay en aquel hombre un gran carácter que
supla y compense el defecto del talento, y que le dé la superioridad e que
carece por otro lado. Pero, por difícil que yo crea que una mujer no vulgar
pueda apasionarse de un hombre que en todos conceptos sea moralmente inferior a
ella, aún me parece más raro que sea larga la ilusión que un hombre inspire por
las solas cualidades del entendimiento y aun del carácter. La mujer busca antes
de todo el corazón; quiere admirar sin ser deslumbrada; quiere ser dominada sin
tiranía; quiere y necesita ser amada; y sólo aprecia la superioridad del hombre
porque la eleva, porque la engrandece a ella misma. Pero esta superioridad
cuando no nos engrandece nos humilla; y siempre nos humillará si el amor que
inspiramos no es bastante poderoso para que cerca de nosotros la deponga el
hombre.
-Pero Ud., Catalina
-observó Carlos-, Ud. que posee cualidades de espíritu tan sobresalientes,
¿podría considerarse humillada por las que poseyese su amante?, ¿necesitaría
Ud. que él las depusiese cerca de Ud.?
-No sé -contestó ella-,
si he de decir verdad, si he reconocido sinceramente en algún hombre una
superioridad moral sobre mí, puedo asegurar que sí, que he deseado encontrarla.
Y, sin embargo, cuando he observado que el gran talento o el gran carácter de
un hombre, muchas veces le dan medios de dominación independientes de los del
amor, he cobrado una especie de horror a esas mismas cualidades; y creo, si he
de juzgar por mí, que la mujer perdonará siempre más fácilmente la falta de inteligencia
que la de corazón.
Así, pues -dijo Carlos-,
Ud. no ha amado nunca porque no ha podido encontrar esa rara reunión de
inteligencia y bondad, de fuerza y dulzura, de dignidad y de amor. En efecto,
difícil es encontrar esa perfección, acaso imposible, y sería muy temerario el
hombre que osase esperar satisfacer la ambición de su corazón de Ud.
-¿Perfección ha dicho
Ud.? -repuso ella- Ud. no me ha comprendido o yo no me he acercado a
explicarme. Dudo mucho que un hombre perfecto me inspirase pasión. Hay defectos
que yo no perdonaría fácilmente, mejor diré, que yo amaría con locura. Otros
hay empero que me alejarían para siempre de un amante. La frialdad o dureza del
corazón, y la bajeza del carácter, son defectos que aborrezco. Al mayor talento
y al más noble carácter respetaría sin amarles, si carecían de bondad y
ternura: la crueldad me horroriza, y eso que llaman los hombres bravura suele
parecerme ferocidad. Yo no amaría jamás a un hombre sanguinario, aunque el
mundo le llamase héroe; ni a un hombre henchido únicamente de ambición y
destituido de afectos, aunque el mundo le llamase genio. Mas tampoco
amaría a un cobarde ni a un estúpido, por bueno y tierno que fuese su corazón.
Por lo demás creo muy posible que yo amase a un hombre que tuviese muchos
defectos: a un gran carácter perdono fácilmente la altivez y aun alguna
sequedad aparente; a un brillante talento no le pido cuenta de sus extravíos, y
aun pudiera gustar de sus inconsecuencias. En fin, Carlos, si encontrase un
hombre que poseyese con un doble carácter y una clara inteligencia, un
apasionado corazón..., a ese nombre no le pediría más. Defectos pudiera tener,
y aun virtudes, que me inspiren temor, pero le temería sin amarle menos, y por
mucho que a las veces pudiese padecer sería feliz. Ud. será tachado por algunos
de demasiada tenacidad en sus opiniones, y esa impetuosidad de su carácter, que
con frecuencia le hace faltar a las conveniencias sociales, y que los hombres
de salón llamarían falta de finura, pudiera desagradar a muchas mujeres,
que tal vez no le perdonarían sino a favor de su hermosa figura. Yo misma le
reprendería a Ud. con justicia de la poca indulgencia con que me ha juzgado al
principio, y hallaría acaso demasiado orgullo en la manera con que se ha
reconciliado conmigo. Pero ni la severidad y obstinación de sus creencias de
Ud., ni su brusca franqueza, ni ese orgullo y rigidez que apenas puede dominar
algunas veces la bondad de su corazón, serán obstáculos, estoy cierta, a la
felicidad de su esposa.
-¡Ah! -contestó él,
suspirando a tan dulce recuerdo- Mi esposa, catalina, es un ser único. Estoy
cierto de que nunca ha preguntado ella a su corazón por qué ama, ni si mis
defectos deben o no influir en su felicidad. Ella, el ángel adorado, no piensa
sino en la mía: su felicidad consiste en aquélla que me da, y debe ser, por lo
tanto, perfecta. Además, los defectos que Ud. me nota, ¿qué pudieran contra
ella? ¿No tengo indulgencia? Ella no la necesita. ¿Mis opiniones son tenaces y
severas? Ella las respeta y las participa. ¿Carezco de finura? En el feliz
aislamiento en que vivimos no tenemos censores, y mi carácter impetuoso está
siempre dominado por la serenidad celestial de su mirada. ¡Oh, Catalina! ¡Que
no conozca Ud. a mi Luisa! La amaría Ud. mucho más que yo.
La condesa se levantó
impetuosamente y se alejó algunos pasos de Carlos sin saber lo que hacía. El
joven la miró con sorpresa, y ella dominándose al momento volvió a sentarse
diciendo con fingida calma:
No se le ocurrió a
Carlos el dudar de aquella explicación, y prosiguió volviendo a asir entre las
suyas la mano de la condesa.
-Creo también, Catalina,
que ella es capaz de comprender a Ud., y de amarla, porque estoy persuadido de
que Ud. Posee cualidades distinguidas de corazón y de carácter. A ella quizá
dispensaría Ud. una confianza más completa que a mí, y cuando Ud. descubra toda
su alma, estoy cierto que será preciso estimarla.
-¡Mi alma! -repitió la
condesa- Acaso valga mucho, en efecto, y aun mi corazón es mejor de lo que
convendría a mi felicidad. Pero Ud., ¿qué habla de completa confianza?, ¿desea
Ud. la mía? ¿Hallaría yo en su corazón esa indulgencia que necesito? Por qué
por desgracia no soy como esa Luisa cuya resplandeciente ventura no ha sido
jamás oscurecida. Yo he sido desgraciada y debo parecer a Ud. culpable.
-¡Culpable!... No,
Catalina, no puede Ud. serlo nunca en tanto grado que no absuelva a Ud. mi
corazón. La vergüenza de confesar una falta, ¿no es expiarla?
-No sé a qué llamará Ud.
faltas -dijo-, pero yo nunca me avergonzaré, ni haré un penoso esfuerzo al
confesar errores de la imaginación que han podido hacerme infeliz. Nada bajo ni
mezquino puede encontrar en mi alma y en mi vida la observación más
escrupulosa, y si Ud., dudando de ello, ha podido decir que me estimaba, o ha
mentido o es Ud. lo que yo creía.
-No, nada indigno de un
noble corazón he podido sospechar en Ud. después que la he tratado, Catalina:
¿pero no pueden cometer faltas también los nobles corazones? Ud. que me llama
severo, ¿querrá obligarme a hacer la defensa de errores que puedo condenar sin
despreciar al que haya sido víctima de ellos?
-¡Condenar los errores!
-repitió Catalina- Es Ud. severo hasta en su indulgencia. Si se condenan los
errores, ¿dónde está el mortal exento de faltas...? Si existiese, yo no podría
estimarle: El que nunca se engaña debe ser desde que nació malvado. En cuanto a
mí, confieso que me he engañado muchas veces, y que aún no me creo exenta de
grandes errores. ¿Quiere Ud. juzgar por sí mismo si son imperdonables? Pues
bien, escúcheme Ud.
Carlos la escuchaba, en
efecto, con vivísimo interés, y ella prosiguió, con una serenidad que fue perdiendo
a medida que hablaba.
-A la edad de dieciséis
años me sacó mi madre del colegio en que me había educado para casarme con el
conde de S.***. Se me habló del matrimonio como de un contrato por el cual una
mujer daba a su persona a un hombre, en cambio de una posición social que
recibía de él, y esta posición que se me ofrecía era brillante. Mi padre había
muerto en los aciagos días de la revolución, mártir de la causa de su rey, y su
viuda nada poseía. El conde era muy rico en España, y vivía en París con
ostentación deslumbrante. Su enemistad particular con el favorito de Carlos IV
le hizo desagradable su permanencia en la corte de España, y como habiéndose
educado en Francia conservó siempre un gran afecto a aquella nación, determinó
vivir en París mientras no variase la situación política de su patria. La época
en que llevó a cabo este proyecto, era poca para que se aplaudiese de su
cumplimiento. El emperador acababa de celebrar la paz de Tilsit (*) y con ella
parecían consolidarse para siempre la nueva dinastía, los nuevos principios, y
la grandeza y la prosperidad de la Francia. Cuando el conde llegó a París, la
capital toda no tenía más que una voz para celebrar la gloria de las armas
francesas, y el genio del grande hombre que dirigía sus destinos; y las fiestas
que se sucedían sin intermisión hacían la ciudad más alegre de la capital de la
nación más poderosa del globo.
El conde, que ninguna
parte activa tomaba en las cuestiones políticas, se halló bien en París y,
olvidando a España, pareció querer fijarse para siempre en su nueva patria,
tomando en ella una esposa.
Enrique Cabral y Llano. Dama recostada sobre arcón acompañada por su perrito. Óleo sobre tabla 26 X 36 cm
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Aunque tan joven y tan
ignorante de las pasiones, no dejé de observar que no se contentaba para nada
con el amor en aquel contrato que él sólo debiera sancionar, pero se me
advirtió que sólo las que debieron a la suerte un nacimiento humilde tenían el
derecho de no consultar más que a su corazón al elegirse un dueño por toda la
vida; más yo, miembro de una noble familia, no era libre en mi elección. El
orgullo y la vanidad debían hacerla y la hicieron. Ud. Sabrá que su pariente,
el conde de S.***, no era ya joven cuando me dio su mano, pero, a pesar de sus
cuarenta años, conservaba una figura hermosa, aunque marchita, y la exquisita
elegancia de sus modales le prestaba aún bastante atractivo. Creo que hubiera
podido hacerse amar si hubiese amado, pero el conde, aunque dotado de un
talento brillante, tuvo siempre un corazón de hielo. Había tenido, además, una
juventud disipada, y, no extraviado por vehementes pasiones ni subyugado por un
temperamento fogoso, su libertinaje había sido mero efecto de una juventud
ociosa, de grandes riquezas y del contagio de una sociedad corrompida. Así era,
que nada había dispendiado su
corazón, y su marchita existencia era tanto más desagradable cuanto que no
llevaba el sello que un alma de fuego imprime sobre el rostro de sus víctimas.
Cuando vemos un corazón desgastado pensamos cuánto habrá amado y padecido... ¡y
se perdona tanto al que ha sido desgraciado! ¡Y se adivinan tantos dolores en
una existencia devorada por terribles pasiones! Pero la enervación y el
cansancio de un hombre frío, presentan la huella del vicio en toda su cínica
desnudez. Mi marido, que nunca había amado, decía que estaba cansado de amor.
Así, pues, yo encontré en él un amigo fino y obsequioso, y un compañero amable
y complaciente, pero, en vano, le hubiera pedido el entusiasmo de un amante, ni
la ternura celosa del marido. Había sido libertino por sistema, y por sistema
se había casado, cuando se reconoció inepto para sostener el papel de brillante
calavera. ¿No es verdad, Carlos, que era bien triste la suerte de una niña que
en la edad del amor y de las ilusiones veía ligada su pura y florida existencia
con la existencia árida y seca de aquel hombre de corazón frío y de sensaciones
gastadas?
-Pero Ud., Catalina
-respondió secamente-, Ud., que se había vendido por una posición social; Ud.,
que a los dieciséis años especuló con el vínculo más dulce y santo, ¿podía
esperar ni merecía otra suerte?
-Cruel es esa
observación -dijo la condesa-, pero Ud. olvida que a los dieciséis años no
tiene una mujer voluntad; Ud. olvida que yo no conocía el amor, y que al salir
del colegio me presentaron como una suerte envidiable aquel espantoso destino.
En efecto, envidiable me pareció en un principio, aun a mí misma. Las riquezas
de mi marido me permitían todos los goces que embriagan a un corazón tan joven
e ignorante como el mío. Coches, lacayos, bailes, paseos, teatros, reuniones,
todo lo que satisface la vanidad me fue prodigado. En mi casa se reunía una de
las más elegantes sociedades de París. Las funciones que yo daba eran citadas
como las más brillantes, mis trajes servían de modelo, y yo misma era reputada
una de las mujeres más amables. En efecto, mi marido se complacía en adornarme
de los talentos y habilidades que él poseía, y este estudio y los placeres
ocuparon dos años de mi vida, durante los cuales siempre estuve tan distraída
que no tuve tiempo para preguntar a mi corazón si era feliz.
-Le bastaba a Ud. esa
vida de tumulto y brillantez -dijo Carlos con algún enfado- ¡Ah! ¡Catalina!
Mucho temo que se engañe Ud. a sí mismo cuando la llama insuficiente.
-¡Pluguiese al cielo que
su temor de Ud. fuese fundado! -respondió la condesa- Pero no, Carlos, no me
bastó aquella vida, aunque tan llena de todo lo que no es amor ni felicidad.
Presto mi ardiente imaginación se cansó de aquellas impresiones y mi vanidad
saciada dejó hablar al corazón. Entonces concebí que debía existir una
felicidad superior a la que el rango y las riquezas pueden darnos. Extremada en
todo, pasé en poco tiempo de la más loca disipación al más severo retiro. Todos
mis placeres y dolores han provenido siempre de una sensibilidad tan viva como
delicada, que no recibe nunca débiles impresiones, y de una imaginación que
todo lo engrandece o la disminuye hasta el exceso.
La situación que me
había embriagado, que me había pintado mi imaginación durante dos años como el
supremo bien, llegó casi de repente a parecerme odiosa. El mágico pincel que la
había embellecido fue el mismo que la tiñó de colores más sombríos. Los
caracteres exaltados rara vez se detienen en los intermedios, y no conocen
compensaciones. De mí sé decir que pocas situaciones me parecen meramente
gratas o desagradables: Yo gozo o padezco, soy feliz o completamente
desgraciada.
Así, cuando mi
existencia, vacía de afectos y llena de insuficientes placeres, dejó de
enloquecerme, fue para inspirarme y el tedio más invencible. En vano mi marido
y mis amigas intentaron retenerme en ella: me hubiera muerto de fastidio en
medio de los placeres y de la alegría. Obtuve, pues, del conde que fuésemos a
pasar un verano a una pequeña ciudad del mediodía de la Francia, y pasé allí
algunos meses en un retiro absoluto. En París se hicieron extraños comentarios
de mi ausencia y de mi melancolía. Quien suponía que mi marido estaba
arruinado, quien que yo alimentaba una pasión novelesca, y no faltó persona que
sólo viese en mi conducta un rasgo de refinada coquetería, con el objeto de
proporcionarme al volver alegre y brillante al círculo elegante que abandonaba
todo el atractivo de la novedad. Lo cierto nadie lo sospechó: a nadie se le
ocurrió pensar que yo había sentido, por fin, el vacío de mi corazón. Sin
embargo, la soledad, la vida ociosa y contemplativa que adopté me hacía más
daño que la disipación de que había huido. Bajo el hermoso cielo de Provenza, en
medio de los campos que había elegido para mi domicilio, la vida se me
revelaba, la vida del amor que yo estaba condenada a no conocer. Para evitarme
el fastidio, que mi marido creía inseparable de la soledad, me daba libros que
él llamaba divertidos. ¡Eran novelas! ¡Era la Julia de J. J.
Rousseau! ¡El Werther de Goethe! ¡Páginas de fuego que me presentaba su
mano fría y que devoraban mis ojos en las horas de devorante insomnio! Muchas
veces arrojando el libro con desesperación salíame como loca por el campo, y me
embriagaba de las brisas de la noche suaves como una esperanza de amor, y me
prosternaba delante de la luna, que de todo lo alto del cielo parecía un faro
divino allí colocado para alumbrar la ventura misteriosa de los amantes, y
escuchaba trémula el silencio de los campos. Aquel silencio cuya voz es el
susurro de una hoja o la respiración de un pájaro y en él creía distinguir un
reclamo mudo del amor que me ofrecía el reposo negado a mi corazón, y cuando
mis cabellos empapados por el rocío dejaban traspasar la humedad a mi cerebro,
entonces parecíame que las lágrimas del cielo venían a consolarme de mi
abandono, y yo lloraba también, y pedía ansiosamente amor y felicidad. Aquella
fiebre de la imaginación era seguida comúnmente de largas horas de dolorosa
postración. Y, poco a poco, tal género de vida acabó por destruir mi salud, y
aun acaso por turbar mi razón. La soledad que tanto halaga en teoría a las
almas tiernas y a las imaginaciones ardientes, y que siendo breve despliega en
ellas tan profundas y melancólicas impresiones, es peligrosa y temible si se
prolonga demasiado. La soledad sólo puede convenir a las almas resignadas o a
las imaginaciones frías, pero nunca a la juventud del corazón, en la fuerza del
pensamiento y de las sensaciones. Entonces, Carlos, lo sé por experiencia, la
soledad es devorante y terrible. El estudio de sí mismo puede hacer mucho mal
al corazón. Si el espectáculo del mundo puede despojar de muchas ilusiones y
sofocar muchos nobles instintos, la vida solitaria produce forzosamente
opiniones erróneas y entusiasmos peligrosos, y en una imaginación vigorosa
acaso también culpables extravíos. Volvimos a París en el invierno de 1814 a
ser testigos de la caída del coloso imperial.
Parecía que la
consternación dominaba todos los ánimos, con aquel trastorno que debía mudar el
destino de Europa; y esta situación general y el mal estado en que se hallaba
ya la salud de mi marido, me autorizaban a separarme absolutamente de la
sociedad; por manera que en los cuatro meses que aún estuvimos en París, apenas
salí de su aposento. Creyendo recobrar su salud con influencia del clima natal,
resolvió el conde venirse a España, y en el mes de mayo pisé por primera vez el
suelo en que habían nacido mi madre y mi marido, y hacia el cual tuve siempre
un particular cariño. Pero el aire patrio no tuvo en la salud del conde la
favorable influencia que había esperado: experimenté el pesar de perderle pocos
meses después de su llegada a Madrid. Sí, Carlos, tuve un sincero pesar, pero
pasados los primeros meses de mi viudez no pude pensar sin secreta alegría que
ya era libre, y podía lanzarme al porvenir de felicidad que tanto tiempo
soñaba. Dos años pasé de esperanzas, ilusiones, errores y desengaños; dos años
durante los cuales mi corazón, ávido de emociones, abrasado de deseos de
ventura, se asía a cada objeto que por un momento le fascinaba. Dividí aquellos
dos años entre París y España; presénteme en todas partes con aquella cándida
credulidad de la juventud, con aquella imprudente confianza de corazón noble y
bueno. Nada me parecía más fácil que hallar en todas partes amigos tiernos y
sinceros, amantes y apasionados y llenos de atractivo. Joven, hermosa, rica,
entusiasta y generosa, me lanzaba con una temeridad y un abandono, sublimes de
inocencia, en busca de un ídolo a cuyos pies pudiera tributar los tesoros vírgenes
que llevaba en mi alma.
¡Oh! ¡Qué peligroso es
para una mujer de viva imaginación ese período de la vida en que necesita y
busca, y espera ser protector y querido a quien entregar su alma, su porvenir,
su existencia entera! ¡Cuánto debe engañarse a sí misma! ¿Y cómo evitar esta
desgracia forzosa? Si pudiese referir a Ud. hasta qué punto llegaron en los
primeros años de mi libertad, las extravagantes prevenciones de mi novelesca
imaginación, se reiría Ud. de mi simplicidad y se conmovería de mi entusiasmo.
Un hombre a quien veía por primera vez era a veces el objeto de todos mis
pensamientos durante muchas semanas. Bastaba para hacer tan viva impresión en
mi fantasía que tuviese un noble aspecto, un aire distraído y melancólico, que
yo calificase como revelador de grandes y profundos pensamientos; así como una
tez pálida o unos cabellos prematuramente encanecidos, eran para mí el anuncio
cierto de algún bello y poético infortunio. En todas partes buscaba y creía
encontrar elevados caracteres, ardientes pasiones, nobles desventuras: mi
imaginación inagotable poetizaba todos los objetos, y de ninguno podía juzgar
con exactitud, hasta que se disipase el prisma color de rosa al través del cual
les miraba. Pero, por una rara combinación de entusiasmo y justicia, nadie se
apasiona más vivamente que yo por las personas que le agradan, y nadie tampoco
descubre sus defectos con más prontitud. El espíritu de análisis instintivo,
involuntario, al cual somete mi juicio aun los afectos más tiernos de mi
corazón, han sido un soplo de hielo sobre todos mis entusiasmos. Sin embargo,
he llegado a tener amigos y he querido sinceramente a algunos, a pesar de
conocer sus defectos; pero en el amor que sólo vive de entusiasmos y de
ilusiones, no he encontrado un solo hombre que no perdiese por ser conocido lo
que ganaba en ser imaginado. Porque la amistad es, permítaseme la expresión, un
lujo de felicidad para el alma, pero el amor es una necesidad. Nos basta poder
estimar al amigo, pero necesitamos poder amar tanto como estimar al amante. A
la amistad no le pedimos nunca la dicha, nos basta que sepa consolarnos de
carecer de ella; al amor le pedimos la felicidad y nada vale si no puede
dárnosla.
Sin embargo, la misma amistad sólo ha
existido para mí después que dejó de ser una pasión. Mientras la concedí
entusiasmo, sólo obtuve decepciones. Ahora que conozco la vida y los hombres,
he sabido apreciar ese dulce sentimiento y lo he comprendido tal cual es, como
únicamente puede ser; pero en aquel tiempo en que sólo conocía la vida por mis
sensaciones, y en que de nada podía juzgar sino por instinto, el amor y la
amistad, me eran igualmente imposibles de encontrar. Yo buscaba en todo la
realización de un sueño, el cuerpo de un fantasma..., buscaba la felicidad, que
más tarde he dudado pudiese dar el amor mismo.
Con tales disposiciones
puede Ud. imaginar cuántas falsas creencias, cuántos absurdos entusiasmos debía
ofrecerme la vida, y cuántos rápidos y fríos desengaños debieron seguir a mis
brillantes errores. La amiga en cuyo afecto descansaba con más abandono, la que
yo elevaba a la esfera más alta de mi estimación, jugaba algún tiempo con mi
corazón, explotaba sus tesoros, y luego se burlaba de mi ciega confianza, abusaba
de mi inocente candor, y ¡feliz yo si también no aprovechaba la imprudente
vivacidad de mi apasionado carácter para calumniar mi conducta y mi corazón! El
amante en quien yo había creído entrever mi idealismo, se convertía
repentinamente en un ser vulgar, odioso y mezquino. A veces encontraba al
libertino marchito y corrompido en el que creía hallar un noble infortunado, la
estupidez y frialdad de alma aparecía bajo la exterioridad en que yo había
leído la bondad y la virtud, la frivolidad y la tontería en la figura elegante
y graciosa que me había anunciado a primera vista la reunión de todo lo más
amable y atractivo, la ridiculez de una vanidad insoportable en el fondo de
ciertos caracteres que me habían parecido grandes y originales, la debilidad y
el apocamiento en otros que yo había creído dulces y tiernos, la dureza y la
ferocidad en muchos que por algunos rasgos aislados se me presentaron como
enérgicos y noblemente poderosos. Carlos, lo repito, para el que conoce ya a
los hombres existen muchos en quienes puede encontrar cualidades muy hermosas y
dignas de estima, pero para la fogosidad y ciega juventud, que parece aún
acordarse del cielo y que pide tanto a la tierra, la realidad es siempre muy
mezquina. Lo imaginado supera siempre a lo real, y sólo la experiencia nos hace
indulgentes.
En aquellos dos años
hice un costoso y triste aprendizaje. Mis afectos fueron decepciones, mis
esperanzas locuras, mis mismas virtudes llegaron a serme fatales. La
experiencia de cada día, de cada hora, me mostraba que todo lo bueno, grande y
bello que había en mi alma, era un obstáculo para mi ventura: que mi entusiasmo
me extraviaba, que mi credulidad me hacía el juguete de las gentes llamadas
sagaces, que mi sublime imprudencia me atraía la censura de personas que hacían
gala de sensatez y aplomo, que mi incapacidad de mentir era llamada
indiscreción, mi ambición de afectos coquetería insaciable... En fin, Carlos,
mi misma inteligencia, ese inapreciable don que nos acerca a la divinidad, era
para los espíritus medianos una cualidad peligrosa, que tarde o temprano debía
perderme.
Con el corazón
desgarrado me retiré por segunda vez de esa sociedad que empezaba a comprender,
pero a quien no podía todavía despreciar. Cuanto más pobre hallaba al mundo y
más injusto, más sentía la necesidad de un ser noble y sensible que me
compadeciese y me amase, y protegiera mi existencia frágil y aislada. Pero, ¡ay
de mí!, en vano le buscaba aún.
Cuando el amar era para
mí un crimen, creía que nada era tan fácil como amar: libre mi corazón parecía
impotente para dar aquello mismo de que estaba exuberante.
Yo no encontraba nunca lo que buscaba con
afán, y llegué a culparme a mí misma.
A falta de pasión y
entusiasmo, que ningún hombre me inspiraba después de conocido, creí que podía
hallar la felicidad en uno de aquellos sentimientos tan dulces y serenos, que
llenan la vida de muchas mujeres. Pero no son de mi naturaleza los sentimientos
templados.
Lord Byron hace notar
que en ciertos climas no se conoce la dulce tibieza del crepúsculo, la
melancólica vaguedad de las medias tintas. El sol no se acerca lentamente al
ocaso cansado de su carrera, sino que lleno de fuerza y de luz desaparece
súbitamente, como si su poderosa actividad no pudiera someterse a una
declinación progresiva. ¿No sucede lo mismo con las almas ardientes y
poderosas? La pasión en ellas no permite nunca ese estado de sentimientos
templados: aman o aborrecen, admiran o desprecian, van muy lejos o se quedan
muy atrás.
Bien pronto se apoderó
de mí el desaliento, aquella poderosa imaginación se cansó de engañarme y sólo
conocí la extensión de mi desventura cuando sentí que el manto de hielo de la
duda cubría rápidamente todas las nobles creencias de mi juventud. Queriendo
sacudir a toda costa aquel germen de muerte que brotaba en mi corazón, busqué
en la inteligencia lo que en vano había perdido al sentimiento: yo había visto
al hombre en el mundo y quise estudiarlo en los libros. Persuadime que
iluminada por la experiencia y los talentos de grandes moralistas, acaso mis
ideas alcanzarían modificaciones ventajosas, y que libre ya del entusiasmo que
impide la exactitud del juicio, podría encontrar preservativos contra el
desaliento en las lecciones luminosas de la filosofía. Esperaba encontrar, si
no la felicidad de las ilusiones de la calma, de las convicciones, y que la
antorcha de la verdad me guiaría al través de ese oscuro océano de las pasiones
humanas.
He pasado muchas noches
leyendo las obras de los grandes moralistas y filósofos antiguos y modernos: he
respirado, he querido palpitar -por decirlo así- la poesía de Platón, le he
seguido en su República ideal y sublime en delirios; he meditado en mis
insomnios los sueños de Rousseau, con él me he lanzado ardiente y vida al mundo
de las teorías, y como él he caído desfallecida desde la cumbre de la
inteligencia hasta el abismo de la inconsecuencia humana. Así, después de
desvelarme en el examen de las grandes cuestiones y embriagarme con el perfume
de las santas teorías, he visto perseguirme con mayor tenacidad los pálidos espectros
de la duda, y a fuerza de querer comprenderlo todo llegué a desconocerme a mí
misma. Lo justo y lo injusto, el mal y el bien, todo se confundió para mí, y en
la soledad del corazón comencé a sentir desarrollarse rápidamente el coloso de
hierro del egoísmo; porque cuando analizaba las virtudes hallaba siempre al
interés personal, origen y base de ellas. Me espanté de mí misma y volví a
lanzare en el mundo, no ya para pedirle amor, felicidad, justicia, verdad, sino
un opio de placeres y de riquezas que me adormeciera. Volví a él para oscurecer
entre el vapor de sus pantanos el funesto destello de mi inteligencia, para
quebrantar en su frente de bronce el dardo punzante de mi sensibilidad.
Desde entonces el mundo
que me asesta sus tiros por la espalda, viene a verter rosas a mis pies; desde
entonces no soy víctima porque puedo ser verdugo, desde entonces nadie me
compadece porque algunos me envidian. Nadie me desprecia porque muchos me
odian. No tengo desengaños porque en nada creo. Tengo enemigos que me calumnian
y a los cuales mi indiferencia quita el poder de ser felices mortificándome.
Tengo amigos que me quieren porque soy indulgente con sus defectos y les doy el
placer de censurarme los míos. ¿Quiere Ud. saber lo que es para mí la sociedad?
Lo que para vosotros, hombres, una cortesana. La buscáis; la prodigáis mentidos
y pasajeros halagos; la pagáis caro los suyos, efímeros y mentirosos como los
vuestros; y la dejáis despreciándola.
La sociedad es para mí
un mal necesario. Yo que no puedo aceptar su código no me rebelo contra él,
porque yo soy un ser fuerte y débil a la vez, que ni puede ajustar su talla a
esa medida estrecha de la hipocresía social, ni tiene bastante rico el corazón
para privarse de los goces aturdidores de sus brillantes placeres. ¿Y qué otra
cosa puedo desear ni esperar? Cuando se llega a este estado, Carlos, en el cual
las ilusiones del amor y de la felicidad se nos han desvanecido, el hombre
encuentra acierto delante de sí el camino de la ambición. Pero, ¡la mujer!,
¿qué recurso le queda cuando ha perdido su único bien, su único destino: el
amor? Ella tiene que luchar cuerpo a cuerpo, indefensa y débil, contra los
fantasmas helados del tedio y la inanición. ¡Oh! Cuando se siente todavía
fecundo el pensamiento, el alma sedienta, y el corazón no nos da ya lo que
necesitamos, entonces es muy bella la ambición. Entonces es preciso ser
guerrero o político, es preciso crearse un combate, una victoria, una ruina. El
entusiasmo de la gloria, la agitación del peligro, la ansiedad y el temor del
éxito, todas y aquellas vivas emociones del orgullo, del valor, de la esperanza
y el miedo... Todo eso es una vida que no comprendo. Sí, momentos hay de mi
existencia en que concibo el placer de las batallas, la embriaguez del olor de
la pólvora, la voz de los cañones; momentos en que penetro en el tortuoso
camino del hombre político, y descubro las flores que en el poder de la gloria
presentan para él las espinas que hacen su posición más apetecible... Pero, ¡la
pobre mujer sin más que un destino en el mundo!, ¿qué hará, qué será cuando no
puede ser lo que únicamente le está permitido?
Hará lo que yo hago, y
como yo será desventurada, sin que su desventura pueda ser confiada ni
comprendida. ¡Ah! Si alguien la comprendiera me compadecería... Y mi orgullo
rechaza la compasión. Necesito parecer feliz porque no puedo serlo.
La condesa calló y
Carlos permaneció inmóvil sin acertar a apartar de él sus miradas de aquel
rostro expresivo en el cual se pintaba una tristeza desdeñosa.
Era rara y terrible
aquella amalgama de pasión y juicio, de actividad y cansancio, de ligereza y
profundidad, de indiferencia y orgullo. Catalina le inspiraba un sentimiento de
admiración dolorosa, una de aquellas impresiones que solemos experimentar a la
vista de una gran torre que se desploma, o de un vasto incendio que devora
grandes edificios. Catalina no era ya para él la coqueta ligera y fría, ni
tampoco la interesante calumniada que había creído ver un momento antes.
Aquella mujer se había transformado a sus ojos en una terrible desventura, en
un drama viviente que a la vez excita la piedad y el terror en un misterioso
emblema de la vida con sus dos fases: una de oro y otra de hierro. Sin embargo,
atreviose a hacer una observación a la condesa.
-Sin duda -la dijo- en
las brillantes sociedades de las grandes poblaciones, pueden encontrarse vicios
y maldades que no se conocen en aquéllas donde la vida individual es más
conocida, y la civilización ha introducido menos elementos de corrupción. Pero
no puedo persuadirme, señora, que en ninguna parte la generalidad de los
hombres pierda todo sentimiento de bondad. No puedo hacer a la especie humana
el agravio de creerla tan mala que sea una desgracia y una excepción el poseer
nobles y elevados sentimientos. En fin, no comprenderé jamás que el desprecio
hecho de la sociedad pueda ser justificado por las imperfecciones que haya en
ella, ni que debamos vivir sin estimar ni querer a nadie por temor a ser
engañados.
-Le creo a Ud., Carlos
-dijo con voz dulce y melancólico acento-. Para Ud., joven y puro corazón de
corazón de veintiún años, que aún no ha padecido, que aún no ha hecho padecer a
nadie, la voz dolorosa de una existencia herida debe parecer una blasfemia de
rabia y no un grito de dolor. ¡Presérveme el cielo de culparle a Ud. por su
noble confianza, por su generosa creencia! Pero Ud. se engaña al pensar que yo
juzgo al hombre por la sociedad. Se engaña también en suponer que desprecie al
hombre o le aborrezca. No, por el contrario creo que no existe uno solo que sea
completamente malo. Creo que en el fondo de la existencia más corrompida o
culpable aún podemos hallar nobles y grandes cualidades, y que no hay crimen ni
bajeza que, examinada por la causa y las circunstancias, no pueda presentar un
fuerte apoyo de defensa. Los acontecimientos, más que los instintos, hacen al
hombre malvado. El germen del bien como el del mal existe en el secreto de
todas las almas, y yo no admito fácilmente la hipótesis terrible de una bondad
o de una maldad innata. Esto sería un ultraje a la justicia del criador. Porque
conozco al hombre no le aborrezco, y porque le conozco soy indulgente con sus
defectos. Lo repito, sólo la juventud que aún no ha vivido ni juzgado es severa
y exigente en este punto. El hombre que se conoce y conoce a los demás perdona
muchas cosas. ¿Cree Ud. que no encuentro yo bellas cualidades en hombres llenos
de defectos o que sus defectos pesen más para mí que sus virtudes? No, Carlos,
ya he dicho a Ud. antes que hay defectos que pueden contribuir a hacer a un hombre
amable; y añadiré que ninguno existe tan feo y odioso que me preocupe hasta el
punto de juzgarle completamente despreciable. Pero si soy indulgente es porque
ya no soy entusiasta, si no desprecio es porque ya no admiro, si no pido a la
humanidad virtudes sublimes es porque sé que no las posee, y que sólo en la
primera juventud puede el corazón del hombre dar ese perfume de poesía que bien
presto la vida arrebata entre sus turbiones.
El mundo, como dice
Shakespeare en Hamlet, es un campo inculto y árido que sólo abunda en
frutos groseros y amargos. Cada hombre aisladamente puede, estudiándosele,
presentar algunas virtudes más o menos raras, y defectos proporcionados a
ellas; y aun no dudo que existan seres dotados de buena organización y
favorecidos por felices circunstancias, en los que hallaremos una bondad inepta
para ejecutar el mal.
En el hogar doméstico
acaso veamos un padre de familia que ama a su esposa y a sus hijos, y que es
bueno, puesto que es amado. Pero busquemos a ese hombre en la masa común
llamada sociedad, y posible es que le veamos intrigar para perder a un rival
que sirve de obstáculo a su engrandecimiento. Observaremos a un joven en quien
hallamos muchos sentimientos de honor, que se sonrojaría si dudásemos de que sea
incapaz de una vileza, y en la sociedad le veremos hacer gala de sus vicios,
burlarse de la credulidad de un corazón inocente, mancillar con lengua inmunda
el nombre de una madre de familia. La mujer que posea en el fondo más dulzura,
más amabilidad de carácter, y aun tal vez cualidades más bellas, despedazará a
una rival a quien acaso estime en secreto, y se abatirá a la mentira y a la
hipocresía para engañar a un marido, y usará de arterías miserables para
vengarse de un enemigo, y de astucias para libertarse de un censor.
A la sociedad nadie va a
lucir sus virtudes. Los buenos sentimientos se guardan para la vida privada,
para la intimidad, para la confianza. A la sociedad del hombre va armado de la
desconfianza que le defiende y de la malicia que le venga. La sociedad, sobre
todo en las ciudades civilizadas y corrompidas, es la cloaca en que se vierten todas
las inmundicias del corazón humano; la roca cóncava en que hayan eco todas las
mentiras; la fragua en que se forjan todos los puñales que deben herir al
corazón sin que se vea el amago. Yo prefiero los crímenes a las bajezas. En el
hombre aislado hallaréis acaso el crimen; a la sociedad el crimen no llega,
porque el crimen es grande y necesita espacio, pero veréis agitarse las
pasiones mezquinas, los intereses encontrados, las sordas venganzas, las
rastreras maquinaciones, las viles intrigas. A favor de su código salvaréis las
apariencias, y si tenéis habilidad para dar un barniz brillante a vuestras
acciones más feas, no se os pedirá cuenta de ellas.
-Pero señora -repuso
Carlos-, ¿cómo conociendo esa sociedad puede Ud. vivir en ella? Y si cree que
existen hombres no indignos de aprecio, ¿por qué no goza Ud. en el reducido
círculo de los amigos elegidos por Ud. una sociedad más amena y menos
peligrosa?
-Donde quiera que se
reúnan tres personas -dijo- ya pueden dividirla intereses opuestos, ya serían
un fragmento de la gran sociedad y vendría contagiado de vicios. Pero doy por
concedido que yo reuniese un número de amigos, y que ellos y yo nos aislásemos
de la masa general y nos hiciésemos indiferentes y extraños para todo lo que no
fuera nuestro círculo estrecho; y aun doy por posible que nada nos dividiese y
que uno mismo fuese el interés de todos. ¿Sería felicidad aquella monótona
existencia formada por el egoísmo? ¡Carlos! Sólo el amor puede llenar la vida,
y cuando él no la llena es preciso el mundo entero que nos aturda con su ruido,
que nos indigne con sus bajezas, que nos conmueva con sus desventuras, que nos
murmure, que nos adule, que nos acaricie y nos maltrate, para darnos aún
algunas emociones.
Yo me había resignado a
este destino hace algún tiempo, pero Ud. me ha hecho un mal, un gran mal. Ud.
ha venido a gritarme que existe la felicidad, que existe el amor, que existe la
virtud. ¡Carlos! Desde que le conozco a Ud. hallo mi vida bien miserable, y
créame Ud..., cuando llegue para mí el día de la vejez y de la soledad, no
tendré de mis días de placer más que un recuerdo grato: el recuerdo de estos momentos
pasados con Ud.
Al pronunciar estas
últimas palabras la voz de la condesa temblaba entre sus labios, y sus ojos se
fijaron en Carlos con una melancolía profunda. Parecía que una lágrima templaba
el fuego apasionado de sus grandes ojos, y Carlos se sintió tan hondamente conmovido
que tomando su mano la llevó con ternura a sus labios.
Elvira se incorporó en
la cama en aquel momento. Catalina corrió a su lado, y Carlos permaneció
absorto en sus reflexiones hasta el momento en que se acercó a él la condesa
para decirle a Dios.
-Me marcho, Carlos -le
dijo-, es ya de día y Elvira no tiene novedad. Creo que habrá sido ésta la
última noche en que habremos velado juntos en este sitio. Aun le veré a Ud.
algunos días aquí, pero Elvira se pondrá buena y entonces...
-Entonces -dijo él con
viveza-, espero que me será permitido ir a pasar algunos momentos cerca de Ud.,
en su casa.
-Deseábalo -dijo ella-,
pero no me atrevía a pedirlo. Sin embargo, Carlos, ¿por qué me privaría Ud. de
este placer? Nada arriesga Ud. en concedérmelo y yo -añadió poniéndose
encendida-, yo creo que respetaré siempre la felicidad de Ud.
Salió ella y Carlos se
encerró en su cuarto en el cual, sin embargo, no buscó el descanso de dos
noches de desvelo. Paseábase por él a largos pasos, recordando cuánto había
oído a la condesa. Estudiaba el alma y la vida de aquella mujer singular, en lo
que ella le había revelado, conmovíase de su sencillez y su franqueza,
encantábase con su talento y la magia de su conversación, y espantábase de la
insaciabilidad de su alma de fuego, y del frío y desolante raciocinio de su
implacable razón.
-Debe ser verdad todo lo
que me dice -pensaba él-. Nunca podrá amar, nunca hallará un hombre que domine
a la vez su apasionado corazón y su brillante y poderosa imaginación. ¡Pero si
llegase a amar!... ¡Qué orgullo, qué satisfacción comparable a la de hacer
feliz a esa criatura tan brillantemente desventurada.
Sin embargo, ¿pudiera
ser durable ninguna impresión en semejante carácter? Esa exaltación febril
-continuó-, paroxismo del alma, ¿puede conocer jamás la dicha tranquila de un
amor recíproco y consolidado? No, sin duda, Catalina no hará nunca feliz a un
esposo, pero concibo muy fácil que haga delirar a un amante. Vale más que
continúe su frívolo y despreciable papel de coqueta..., vale más. Catalina, tal
cual la he visto esta noche, es una mujer terrible. Una mujer que si no puede
dar la felicidad ni recibirla, puede abrir para ella y para el que la ame un
infierno de dolores y de crímenes... ¡de crímenes! -repitió espantado-, ¿y por
qué?... Sin duda que no amará ella a un hombre que no sea libre, y ninguno que
lo sea será criminal en amarla. Podrá ser desgraciado, pero..., no habrá una
especie de dicha en serlo por ella y con ella.
Su criado entreabrió la puerta en aquel
momento y viéndole aún levantado le dijo:
-Quería recordar a Ud.,
señor, que hoy es día de correo para Andalucía, y que si ha de acostarse bueno
sería me diese ahora las cartas que he de llevar.
Carlos se estremeció.
Era la vez primera que sus cartas para Luisa no estaban escritas desde la
víspera de su salida, y esta vez aun había olvidado que era día de correo.
Despidió al criado y se
puso a escribir. No sabemos si su carta fue tan larga como las anteriores, mas
podemos asegurar que fue todavía tierna y sincera.
Continuará…
(*) Tilsit era el nombre de una antigua localidad prusiana (actualmente se
llama Sovetsk y pertenece a la región rusa de Kaliningrado) En esa ciudad
fueron firmados los acuerdos entre Francia, Rusia y Prusia como consecuencia de la derrota de estas dos últimas
naciones en la Guerra de la Cuarta Coalición o alianza contra la Francia napoleónica. Hubo dos tratados: el primero puso fin a la guerra entre Rusia y Francia, y el segundo a la que existía entre Prusia y Francia.
Este texto es un tratado de sabiduría en cada una de sus frases. Muchas gracias!
ResponderEliminarGracias a ti Ileana por dedicar parte de tu preciado tiempo a la lectura del capítulo.
EliminarMe gustaría resaltar que el texto, al que tú denominas como "tratado de sabiduría", fue escrito cuando la autora tenía tan solo 27 años. Y esto no ha hecho más que comenzar, aun faltan 21 sorprendentes capítulos…
Una gran capacidad de entendimiento de la mujer sin lugar a dudas. Convengo con Ileana Medina en que el capítulo es un tratado de sabiduría, un sumum, auténtico compendendio de esta escrito y sentido a una muy temprana edad. Pluma prodigiosa, su manejo de nuestra lengua materna.
EliminarSólo puedo decir que no he podido dejar de leerlo de un tirón.Hay que imprimirlo y señalar en negrita frases enteras.Cuánta verdad imperativamente oculta en el preciosismo del relato.Tengo que seguirlo,me ha encantado y habrá que releer los antecedentes.Muy bueno.
ResponderEliminarMuy cierto, es texto digno de que le dediquemos mucho tiempo, más de una relectura pues contiene gran variedad de aaspectos muy reveladores del pensamiento de Gertrudis G. de Avellaneda. Sorprende su literatura en defensa a la mujer y en tan temprana época en el contexto hispanoamricano.
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