"Entre aleteo de abanicos y anteojos flechados"
-IX-
El día del cumpleaños de
Elvira Carlos fue advertido de que comería con ellos la condesa, y, aunque de
manera alguna le fuese lisonjero el aviso, fue exacto en acudir a la hora
señalada.
Encontró a las dos amigas solas en el
gabinete de Elvira, y vista a la luz del día Catalina, con un sencillo y
elegante traje de alepín oscuro, y sin más adorno en la cabeza que los profusos
rizos de sus negros cabellos, le pareció más bonita que con todas sus galas de
baile.
Carlos, aunque al
principio algo embarazado, no tardó en sentir la influencia del trato fácil y
franco de la condesa, que, sin hacer estudio para conducir a la confianza,
parecía inspirarla involuntariamente.
Durante la comida, y
después de ella, supo Catalina mantener una conversación tan variada como
entretenida, y Carlos se admiró de no encontrar en nada de cuanto decía, ni la
pedantesca pretensión de una mujer instruida, ni la locuacidad insustancial de
Elvira. Había una magia indecible en la elegancia natural con que se explicaba
la condesa, y los asuntos más triviales de conversación eran revestidos por
ella con una gala de accesorios originales, y observaciones momentáneas y felices.
Elvira junto a ella hablaba menos que de costumbre, tanto era el placer que
tenía en oírla, y el mismo Carlos empezó a comprender el poder de atracción que
se atribuía a la condesa. Las horas que pasó con ella no se le hicieron largas,
y, aunque era naturalmente silencioso cuando se hallaba con personas de quienes
no tenía largo conocimiento, tuvo un placer aquel día en mantener la
conversación a Catalina, dándola con esto motivo para que conociese así la
vivacidad y penetración de su talento, como la exactitud de su juicio. Catalina
parecía gozar también en obligarle a hablar, y para animarle en la conversación
aparentaba algunas veces contradecirle; pero siempre con tanta finura, con tan
exquisita y natural urbanidad, que Carlos no hallaba en su oposición sino
nuevos motivos de admirarla.
Elvira estaba atónita al
ver cuán bien se encontraban juntas dos personas a quienes suponía antipáticas:
alegrábala tanto esta observación que, deseando acabar de reconciliarlas, rogó
a Carlos las acompañase a la comedia. No se negó éste y Catalina no pudo
ocultar la satisfacción que le inspiraba lo que creía su triunfo. Aquella
alegría de la vanidad satisfecha no se le escapó al joven, y estuvo a punto de
retractar su promesa. Mientras las dos damas se disponían para el teatro, paseábase
descontento por su aposento, procurando explicarse a sí mismo la causa de
aquella imprudente alegría que mostrara la condesa al oír su asentimiento a la
súplica de Elvira.
Tenía Carlos poquísima
vanidad, y aun diremos sobrada sencillez y modestia para poder interpretar a su
favor aquel movimiento de la condesa, y, en vez de sospechar que la lisonjease
ir con él al teatro, ocurriósele que no era más que un objeto de burla para la
artificiosa coqueta.
-Acaso se propondrá
-pensaba él-, sacar partido de mi carácter, que Elvira le ha pintado como raro
y extravagante, para divertirse en sus momentos de fastidio; acaso el placer de
ridiculizar a un hombre que no la ha atribuido ningún homenaje, será triunfo
apetecido de su mezquina vanidad de mujer.
Y Carlos se decía casi a
mandar en sus excusas a Elvira, cuando ésta llegó ya vestida a la puerta de su
aposento diciéndole:
-Estamos a las órdenes
de Ud., querido primo, vanidosas con el placer de tenerle por nuestro caballero
esta noche.
La condesa se presentó
al mismo tiempo y Carlos no tuvo ya medio de evadirse. Presentolas el brazo en
silencio y marchó con ella, bien resuelto a desconcertar cualquier plan que la
condesa pudiera haber formado, observando con ella en el teatro una conducta en
extremo reservada y fría. Y a la verdad cumplió exactamente su propósito.
Colocado en el palco junto a Elvira y frente a frente con la condesa, evitó
cuidadosamente que jamás se encontrasen sus ojos con los de ésta, y, aunque las
dos damas hablasen con frecuencia de manera que él pudiese tomar parte en la
conversación, hizo particular estudio en no dirigir la palabra nunca a la
condesa.
-He observado, querida
Catalina, que no te conviene traer contigo al teatro a nuestro primo, pues te
usurpa muchas miradas que cuando estamos solas te son casi exclusivamente
dirigidas. Noto muchos anteojos flechados de los palcos hacia el nuestro y
fijos, si no me engaño, en la nueva y bella figura que hoy le adorna; y aun tus
adoradores examinan con una curiosidad inquieta al que acaso suponen un nuevo
competidor.
-En tal caso -respondió
la condesa, jugando distraídamente con su abanico-, su posición es tan errónea
como impertinente su curiosidad.
-El que no descuida en
manera alguna de nosotras -añadió Elvira-, es el marqués de ***; está esta
noche muy asiduo en el palco de la duquesa de R. ¿Le has notado?
-No, ciertamente
-respondió con indiferencia Catalina, y volviéndose a Carlos de repente le
preguntó con un gracioso mohín-: ¿Le parece a Ud. muy bella esa señorita
inglesa, a la que mira tan atentamente hace una hora?
-Es, en efecto, hermosa
-respondió él sin dejar de mirar a la dama que motivó la pregunta-, pero lo que
en ella atrajo mi atención, señora, fue menos su hermosura que la semejanza que
creí notar entre su rostro y el de otra persona ausente que me es muy querida.
La condesa se turbó un
poco y tardó en hablar. Recobrando enseguida su sonrisa hechicera, aunque algo
desdeñosa, dijo a Carlos:
-¿Conque Ud. gusta de
las rubias? En efecto, no falta poesía en esos ojos celestes, y en esos
cabellos que parecen en torno de una frente de nácar una diadema de oro. En
España, en Andalucía, sobre todo, son raras estas figuras y deben tener todo el
mérito de la novedad. Según he oído a Elvira, Ud. se ha educado en Francia.
¿Será bajo aquel cielo menos ardiente que el de España donde Ud. ha conocido la
persona cuyo recuerdo le es tan caro?
-No, señora -contestó
fríamente Carlos-. Ella ha nacido en el suelo andaluz, pura y fragante como sus
flores.
-Ya comprendo -dijo
Catalina, deshojando con precipitación y sin advertirlo el ramillete de flores
que llevaba en la mano, según estilo de su país-, ya comprendo porque está Ud.
tan triste y retirado de la sociedad. Ama Ud. y está separado del objeto de su
amor.
-¡De mi primero y único
amor!... -exclamó él con fuego-, sí señora, estoy hace un mes lejos de ella, de
mi Luisa.
-¡Su Luisa!... -repitió
Catalina, poniéndose pálida y dejando caer su destrozado ramillete- ¡Pues qué!
¿Es cierto que ama Ud.?
-Es verdad -dijo riendo
Elvira-, ahora me acuerdo que no he dicho nada a Catalina. El caso es que yo
misma lo olvido sin cesar; pero luego la referiré cuanto sé de la historia de
Ud.
Mientras hablaba Elvira,
Carlos miraba a la condesa atónito al observar la repentina mudanza de su
fisonomía. ¿Por qué se había demudado Catalina?, ¿qué le importaba a ella que
Carlos amase o no? Sería posible que aquella mujer tan indómita y tan
lisonjeada hubiese concebido una afición seria por un joven sin mundo, sin
celebridad, a quien no había visto más que dos veces? Estos pensamientos
pasaron en tropel por la imaginación de Carlos, y sus ojos fijos en Catalina
procuraban hallar en su rostro la explicación de sus dudas, cuando la puerta se
abrió, y el marqués de *** se presentó perfumando el palco con su almizclado
pañuelo de batista, y con una rosa que traía al ojal.
La condesa hizo un gesto
de disgusto, y apenas se hubo acercado a hablarla su amante le dijo en voz
bastante alta, para que Carlos pudiese oírla:
-¿A qué viene Ud.,
caballero? ¿Cómo se ha determinado Ud. a dejar un instante a la duquesa? ¿Acaso
le advirtió ella que yo había notado la graciosa amabilidad con que acaba de
otorgar a las súplicas de Ud. esa rosa que hace un momento adornaba su seno, y
que ahora luce sobre el de Ud.? ¿Le ha dicho ella que viniese por compasión a
dirigir alguna galantería a la mujer que, testigo de su inconstancia de Ud. y
del triunfo de una rival, no ha tenido el talento de saber disimular el
despecho y la sorpresa que, a pesar suyo, se ha debido pintar en su rostro...?
El marqués, atónito al
oír estos terribles cargos, se esforzó inútilmente en refutarlos, jurando por
su honor que aquella rosa no había pertenecido jamás a la duquesa, y que él la
había traído al teatro con ánimo deliberado de regalarla a Catalina, pues ésta
no le escuchaba y parecía tan poseída de cólera, que Elvira que jamás la había
visto dar tal importancia a las infidelidades del marqués, creía estar soñando.
Por lo que hace a Carlos, las palabras de Catalina le habían descubierto toda
la necedad de sus primeras conjeturas, y, convencido de que la sagaz coqueta
observaba a su amante mientras fingía ocuparse de él, se volvió hacia la escena
y se ocupó exclusivamente de la comedia, cuyo segundo acto comenzaba.
Mientras tanto, Catalina
y el marqués seguían en voz baja una conversación muy animada, reducida toda
ella a acusaciones y a quejas de la una parte, y a humildes excusas de la otra.
Elvira, que no perdía una palabra, se inclinó al oído de Carlos y le dijo:
-Apostaría cualquier
cosa a que la orgullosa Catalina empieza a enamorarse de veras de este tronera.
Nunca la he oído las cosas que está diciendo esta noche... Y si ha de casarse
algún día, al fin vale más que sea con el marqués, que, aunque es una mala
cabeza, es rico y lleva un ilustre apellido. ¿No piensa Ud. lo mismo, Carlos?
-Poco me importa, señora
-respondió-, que la condesa ame o no ame el marqués, y que sea o deje de ser su
esposa..., pero creo que si existe una mujer capaz de representar tales escenas
de celos en una publicidad, por un hombre a quien no ame y con el cual no
enlazarse, es indudablemente una loca.
-Hable Ud. más bajo por
Dios... ¡Qué manía tiene Ud. de gritar! Creo, ojalá me engañe, que ha oído a
Ud., Catalina. No hay duda: vea Ud., vea Ud. cómo le mira: se ha distraído completamente
de lo que la dice el marqués, y no hace más que mirarle a Ud. con unos ojos...!
-Déjela Ud. -dijo Carlos
sonriéndose y volviéndose al escenario, con una afectación de desdén digna de
la misma Catalina.
¡Cómo, señora! ¿Es
posible que Ud. interprete así mi natural pretensión? El sólo anhelo de justificarme
a los ojos de Ud...
-Marqués -interrumpió
Catalina, tomando súbitamente un aspecto risueño-: Había pensado no ir esta
noche a la tertulia de la señora de B..., pero he mudado de intención. Espero a
Ud. en mi casa después de la comedia para que me acompañe.
El marqués, aunque sin
duda conocía muchos de los caprichos de la condesa, no sabía qué pensar de todo
lo que la oía decir en aquella noche. Era para él un enigma cuando pasaba, y
sólo pudo deducir de ello su vanidad que había, por fin, esclavizado aquel
voluble corazón. Salió, pues, del palco hinchado de satisfacción, y, dando una
mirada desdeñosa a Carlos, cuya hermosa figura había llamado su atención, pero
cuya nulidad para con la condesa acababa de conocer en las muestras de
preferencia que en presencia suya acababa ésta de concederle.
Y ¡cuántos hombres tan
sagaces como él no fundan sus pretendidos triunfos en datos aún más equívocos!
Cuántos se verían desengañados de sus vanidosos sueños si pudieran adivinar los
motivos secretos a que se deben muchas veces las señales de preferencia que les
dispensa una mujer!... Pero no es de nuestro interés el descubrir todos los
pequeños e invisibles resortes de la astucia y el talento femenino, y nos
contentaremos con tributarle el justo homenaje de nuestra admiración.
Cuando el marqués salió
del palco de la condesa finalizaba el segundo acto, y Carlos cuyos ojos no
tenían ya un pretexto para permanecer clavados en la escena, se volvió hacia
Elvira, sin hacer atención de su compañera.
-Dejo a Ud. un momento, amable prima -la
dijo-, para ir a saludar a la señora de Castro que está en el palco del frente.
-Vaya Ud. con Dios, pero
creo -añadió a media voz Elvira-, que haría Ud. muy bien en decir antes algunas
palabras conciliatorias a Catalina. Es indudable que oyó lo que Ud. decía y que
se ha enojado de verás.
-Haría mal en enojarse de
una observación que otro cualquiera en mi lugar hubiera hecho -contestó
Carlos-, y como no sé de qué palabras podré valerme para disipar su enfado,
que, por otra parte, no me importa nada, ruego a Ud. me dispense de intentarlo.
Salió al concluir estas
palabras haciendo una ligera cortesía a la condesa, y ésta le siguió con los
ojos hasta que la puerta del palco se cerró tras él.
-Entonces -dijo a Elvira
con un tono de mal humor que hasta entonces no había usado con ella- ¿por qué
has querido traer al palco a ese insoportable y grosero andaluz?
-Perdona -respondió
desconcertada Elvira-. Como tú misma le invitaste y me mostraste tanto empeño...
-¡Empeño!... Desatinas,
Elvira. Y ¡bien! ¿Quién es esa divinidad de quien se muestra tan enamorado?
¿Eres tú la confidente de ése sin igual y amartelado amante? Creo que has dicho
que me referirías la historia de su corazón. Veamos, debe ser curiosa,
poética.
-No es sino muy común y
prosaica -contestó Elvira volviendo a mirar a Carlos, que hablaba en el palco
del frente con la señora de Castro-.A mí me da lástima que tan joven, tan sin
experiencia le hayan metido en empeños tan formales, porque creo...
-¿Pues qué? -la
interrumpió con un gesto de impaciencia la condesa-: ¡son tan serios sus
compromisos!, ¿en qué consisten?, ¿cuáles son?
-En aquel momento
entraron a saludar a las dos amigas varios caballeros y no pudo satisfacer
Elvira la curiosidad de la condesa. Levantábase el telón y salían los nuevos
visitantes, cuando volvió Carlos, y, estando tomado por otro el asiento que
había ocupado antes junto a Elvira, se mantuvo de pie cerca de Catalina.
Ésta no podía disimular
la especie de inquietud que la dominaba, y después de haberse esforzado
inútilmente en mostrarse atenta a la representación, se volvió a Carlos y le dijo:
-Señor de Silva, me
siento indispuesta, y no quisiera distraer de su diversión a Elvira. ¿Querrá
Ud. hacerme el favor de acompañarme fuera? Necesito respirar el aire libre un
momento.
Carlos con poquísima
gracia la ofreció el brazo, y diciendo una palabra en voz baja a su amiga,
salió con él la condesa sin que ni uno ni otro se dijesen nada.
Bajando la escalera fue
cuando habló Carlos preguntándola secamente a dónde quería que la condujese.
-A mi casa -respondió
con impetuoso despecho-, a mi casa... El coche aún no habrá venido. No importa:
iré a pie.
-Como Ud. guste -dijo Carlos, y
continuaron andando en silencio.
-Caballero, pido a Ud.
mil perdones por el mal rato que le he dado, alejándole del teatro donde tan
agradablemente podía ocuparse en contemplar a la hermosa rubia que tan dulces recuerdos
le proporcionaba.
-Señora -respondió él,
siempre con su tono seco y desabrido-, esos recuerdos son compañeros inseparables
de mi corazón y mi memoria.
Y animándose súbitamente
Carlos, y dando a su semblante y a su voz una expresión de entusiasmo y de
inefable y sublime ternura, contestó:
-¡Que si la amo! ¡Sí, señora! ¡Y compadezco
a todos los corazones que hallen ridícula o exagerada mi constante, mi
inextinguible y acendrada pasión! La amo, sí, como se ama la vida, a la
felicidad... ¡Más todavía! La amo como un fanático puede amar a Dios, con un
amor ciego, absoluto, inmenso. La amo como a mi primero y último amor, como al
origen de todos mis placeres y virtudes, como el consuelo de todas mis penas,
como a la tierna compañera de toda mi vida. ¿Que si la amo, dice Ud.? ¡Ah,
señora!, pregúnteselo Ud., a esta emoción que, a pesar mío, me ha dominado al
oír pronunciar a Ud. el nombre adorado de Luisa.
Y Carlos volvió la
cabeza para ocultar una lágrima que se asomaba a sus párpados, avergonzado de
una ternura que en su concepto debía parecer ridícula a la condesa.
-Nada -respondió ésta,
pero su brazo, que se apoyaba en el de Carlos, tembló un momento, y al llegar a
la puerta de su casa se detuvo como fatigada, llevando la mano sobre su
corazón.
-Señor de Silva -díjole
con voz mal y segura y que revelaba su emoción-, un amor como el de Ud. es
raro, muy raro en la vida, y nunca lo siente un corazón vulgar. Pero el amor,
por grande que pueda ser, no es eterno a la edad de Ud. A veces el corazón nos
engaña... De todos modos, es feliz, muy feliz sin duda la mujer que ha sabido
inspirarlo, y si es digna de él...
-¡Digna de él! -exclamó
Carlos, presentándola la mano para ayudarla a subir la escalera-: ¡Señora! Mi
esposa es un ángel.
-¿Qué nuevo artificio es
éste? -se preguntaba a sí mismo Carlos, atónito de la acción y del acento
trémulo de Catalina- ¿Qué pretende esta mujer?, ¿qué intenta aparentar?
-Responda Ud. -repitió
ella con la misma ansiedad, inmóvil en mitad de la escalera, como si la
hubieran clavado en ella. ¿Es Ud. casado?
-Sí, señora -respondió
sin turbarse, aunque sorprendido cada vez más del tono de su interlocutora-.
Hace más de un año que los lazos más santos e indisolubles me ligan con la
mujer más buena y más amada.
-Basta -dijo secamente
la condesa, volviendo a dar su mano a Carlos; y continuó subiendo la escalera
deprisa, aunque conocidamente trémula. Llegando a la puerta, despidiole con una
muda cortesía.
Volviendo al teatro
atravesaba Carlos las calles maquinalmente y sin acertar a darse cuenta a sí
mismo de lo que acababa de presenciar. La conducta de la condesa le parecía tan
extravagante, tan enigmática, tan incomprensible, que cuanto más quería
explicársela más se perdía en el laberinto de sus conjeturas.
-La comedia se ha
concluido -le dijo ella-, y no quiero quedarme al baile y al sainete. Cuando no
está conmigo Catalina todo me fastidia. Pero ¿dónde está?, ¿no vuelve? Me dijo
que salía a tomar un poco el aire.
-La dejé en su casa
-dijo Carlos-, y creo que su indisposición no será nada. Sin duda, está ya
disponiéndose para esperar al marqués que debe llevarla a una reunión.
Carlos, destinado a ser
conductor de damas, aquella noche la dio el brazo y todo el camino sólo
contestó por monosílabos a las innumerables preguntas de Elvira, que no cesó de
hacer comentarios sobre la conducta de su amiga con el marqués, preguntando su
opinión a Carlos.
Continuará…
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