marzo 31, 2013

DOS MUJERES (XXIX)

 
Cómplice de un amor adúltero, criminal...
 
-XXIX-
 
Cuando don Francisco había ido a visitar a la condesa aquel día salió de Madrid bastante temprano. Pero no tanto que Carlos, advertido la noche anterior de su resolución no hubiese podido prevenirla. Así pues, recibió la visita del anciano con la posible serenidad, algunos minutos después de haberla dejado Carlos, que se anticipó a su padre. La visita fue corta, y Catalina, que no esperaba a su amante hasta la proximidad de la noche, habíase encerrado en su aposento con su habitual tristeza.
 
Eran las cuatro de la tarde, poco más o menos, cuando oyó el ruido de un coche, y pensó que Carlos anticipaba su visita algunas horas, cosa muy natural atendida a su marcha que debía verificarse al siguiente día y que acaso la obligaría a dejarla aquella noche más temprano que lo hacía regularmente.
 
Llamó a uno de sus criados y dijo:
 
-Que entre.
 
Sin salir a recibirle como lo tenía de costumbre.
 
Su postración de espíritu se comunicaba a su cuerpo. Era aquél uno de sus más amargos días. La visita de don Francisco, la hipocresía a cuya observación se había visto precisada, la partida próxima de Carlos, su resolución de marchar en seguimiento suyo..., todo contribuía a tenerla aquel día más preocupada que nunca.
 
Una hora hacía que aquella criatura antes tan viva permanecía inmóvil, apoyada la cabeza en el mármol de una chimenea, menos blanca que su rostro, y no se movió ni aun al oír las pisadas que creía de su amante.
 
Elvira entró precipitadamente. Luisa, toda trémula y sobrecogida de contrarios sentimientos quedose inmóvil al umbral de la puerta.
 
Catalina levantó lánguidamente los ojos, y al ver a Elvira una melancólica sonrisa acompañó al:
 
-¡Ah, eres tú! -que fue su única salutación.
 
-¡Yo soy, sí! -exclamó con su habitual indiscreción aumentada por el trastorno de su espíritu en aquel momento. ¡Catalina! Venimos a salvarte si aún es tiempo.
 
Y se arrojó llorando en sus brazos.
 
La condesa repitió las últimas palabras de su amiga, fijando los ojos con aire de sorpresa en la persona desconocida testigo mudo de aquella escena. Luisa bajó los suyos y el vivo carmín que el embarazo de su posición sacó súbitamente a su rostro, contrastaba con la profunda palidez de su rival.
 
La condesa tembló. No sabemos si conservaba en la memoria los rasgos del hermoso rostro que había visto en puntura, o si fue efecto de un instinto del corazón, pero lo cierto es que su repentina alteración reveló que sabía ya quién era la mujer que estaba en su presencia.
 
A no ser por las palabras que había pronunciado Elvira, aquella visita estuviera explicada por la de don Francisco, pero lo que acababa de oír Catalina a su amiga la hicieron presentir confusamente parte de la verdad.
 
Quiso ponerse en pie y no se lo permitió el temblor de sus rodillas, y haciendo con la mano un ademán para invitar a Luisa a que tomase asiento, articuló débilmente:
 
-Creo que tengo el honor de recibir…
 
-A la señora de Silva -dijo Elvira con apresuramiento-, a la mujer de Carlos, Catalina. ¡Todo lo sabe! ¡Todo! Y ha venido...
 
-¿A qué? -interrumpió con vehemencia la condesa, cuyo rostro pareció iluminarse con la indignación-. ¿A qué? -repitió fijando en la turbada niña una mirada penetrante y casi terrible.
 
Luisa, aunque sobrecogida por la posición extraordinaria en que se hallaba, supo recobrar la dignidad de un alma noble e inocente, y adelantándose con timidez, pero sin aturdimiento, dijo con voz bastante inteligible:
 
-No a reconvenir a Ud., señora, ni a quejarme de mi desventura, no ciertamente, ¡lo juro!
 
A estas palabras despertose todo el orgullo de Catalina y sus ojos despidieron rayos de ira, mientras apretando convulsivamente las manos de Elvira se esforzó en vano para contestar.
 
Luisa, conmovida al notar su agitación y ajena de comprender todo lo que pasaba en aquel momento en aquella alma soberbia, repitió con dulce acento:
 
-No, no vengo a insultar al caído: ¡perdone Dios a Ud., señora, como yo la perdono!
 
Catalina no pudo sufrir más:
 
-Recoja Ud. ese perdón -dijo con voz ahogada-: yo no lo acepto. Estoy caída, ¡es verdad! Soy culpable a los ojos del mundo, y Ud. es pura, Ud. es virtuosa! ¿Qué más quiere Ud., señora? ¡Ud.! En prueba de amor ha aceptado el honor de llamarse esposa de Carlos, de ser respetada como tal. Yo, en prueba del mío, he aceptado la afrenta, la reprobación del mundo. ¡Y Ud. es la que perdona ostentándose generosa! Y Ud. es la que viene a perseguirme hasta el fondo de mi retiro, para decirme que no me echa en cara el crimen de haberme inmolado a un sentimiento del cual supo Ud. sacar tanto honor, tantas ventajas!
 
A esta acerba ironía Luisa, herida e indignada, no acertó a proferir ni una palabra, y Elvira exclamó:
 
-¡Catalina! No es así como debes hablarla. Ella te compadece y ha venido a salvarte.
 
-¡A salvarme! -repitió con sarcasmo Catalina-. Yo se lo agradezco. Pero no, señora, yo no me he dejado ningún recurso. Me he sacrificado completamente y estoy para siempre perdida. Soy su querida y Ud. es su esposa. El mundo la espera a Ud. para compadecerla y llamarla víctima. Si Ud. le dice lo que acaba de hacer no la rehusará el salario debido a su generosidad, a la generosidad que usa conmigo.
 
Pero yo, señora, yo nada espero. Ud. sabe cuál debe ser mi destino, llene Ud. el suyo glorioso con tanta resolución como yo acepto el mío.
 
-¡No! -exclamó Luisa con una energía que la hacía capaz en aquel momento el triunfo que su bondad acaba de obtener en su corazón sobre sus celos y su indignación. ¡No!, Ud. no llenará ese destino vergonzoso. Nunca, señora, nunca es tarde para el arrepentimiento, y si los hombres no tienen misericordia la de Dios es infinita. Nunca deja sin recursos al pecador: nunca cierra las puertas a la expiación. Yo he venido, señora, he venido...
 
-¡A insultarme! -gritó enfurecida la condesa-. ¡No más, señora! –Prosiguió con imperioso ademán-. ¡Salga Ud.! -repitió sofocada por la cólera, por los celos, por la vergüenza.
 
Luisa iba a replicar, pero no se lo permitió:
 
-¡Salga Ud.! -la dijo por tercera vez, y poniéndose en pie hizo más visible con este movimiento la situación en que se hallaba.
 
Mirábala Luisa y lanzó un grito cubriéndose la cara con las manos. Comprendió la condesa aquel grito y aquella demostración y cayó casi ahogada. Fue aquel un momento supremo de humillación para aquella alma soberbia.
 
Pero, ¡ah!, lo que pasaba en el alma de Luisa no era ciertamente menos doloroso. Los celos, los más crueles celos la desgarraban al comprender los derechos de su rival sobre el corazón de su marido. Y, sin embargo, aquellos sagrados derechos fueron respetables para su corazón y parecíales que revestían a Catalina de un augusto carácter.
 
-¡Ella es! -pensaba- ¡ella es realmente su esposa!, ¡la naturaleza la ha concedido un derecho de que me ha privado!
 
La emoción profunda que este pensamiento le causaba dominó todos los otros sentimientos y dejó aparecer únicamente el más noble, el más digno: ¡la piedad!
 
No era ya Luisa una mujer: era un ángel superior a todas las flaquezas humanas, y cuando sus manos, apartándose de su rostro, dejaron ver la expresión divina que le animaba, la misma Catalina inclinó su altiva frente subyugada por un sentimiento de respeto.
 
-Señora -dijo Luisa con patético acento-, mi muerte puede solamente dejar libre a Carlos, y yo la imploro en este momento de la piedad del cielo. Si pudiese sin crimen terminar mi vida desgraciada, ese sería el testimonio que yo diese a Ud. de los sentimientos de mi corazón. Espero que Dios me concederá muy en breve dejar este valle de lágrimas en donde han sido tan amargas las mías. El golpe que me ha traspasado el alma me permite esta esperanza.
 
La condesa comprendió, sin duda, toda la sublimidad de aquella incomparable abnegación, pues el llanto brotó entonces con violencia en sus ojos.
 
Luisa continuó. Mientras tanto, vivan ustedes en el país extranjero que han escogido. Yo sabré aplacar a un padre irritado, yo sabré engañarle así como he sabido revelarle imprudentemente la verdad. Aún es tiempo. Yo le buscaré y desarmaré su enojo, y mientras viva no me apartaré del anciano abandonado... Y no moriré, señora, sin alcanzar antes para Ud. y para él gracia y perdón.
 
Iba a salir Luisa. La condesa se levantó y la detuvo.
 
Vaciló un momento... Luego se arrojó a sus pies.
 
Luisa la abrió los brazos y una en el seno de la otra lloraron ambas largo rato. También lloraba Elvira, único testigo de aquella patética escena.
 
Dos corazones, dos nobles corazones ligados en aquel momento por todos los sentimientos generosos se confiaron el uno al otro. ¡Y eran dos corazones de mujer sin embargo!
 
Luisa aconseja a la condesa el modo de realizar su partida con más prudencia. Catalina la escuchaba con veneración y parecía dispuesta a obedecerla ciegamente.
 
Estaba Luisa divina en aquellos momentos. Una resignación sublime se pintaba en cada una de sus facciones, y al verla tan hermosa, tan joven, tan santa, la condesa juzgó muy culpable y muy insensato al hombre que la abandonaba.
 
Al anochecer se separaron. Quedó determinado que la condesa iría a reunirse a su amante ocho días después de la partida de éste, y que para desvanecer si era posible las hablillas que circulaban en descrédito de Catalina y evitar el que fuese comprendido el verdadero objeto de su partida, Luisa la visitaría públicamente en Madrid, adonde debía volver la condesa antes de su marcha y se daría la posible publicidad a la amistad que en aquel momento se juraron.
 
Luisa y Elvira volvieron a Madrid, y la condesa al verse sola exclamó con una especie de alegría, desusada en ella aun en sus días felices:
 
-¡Esto es hecho! ¡Este angustioso drama toca a su fin! ¡Gracias te doy, destino!
 
Don Francisco estaba en su casa cuando llegó Luisa. Cuando había salido poseído de aquella violenta cólera que tan atrevida resolución inspiró a la joven, hizo un feliz acaso que se encontrase con un antiguo amigo que en otros tiempos había poseído toda su confianza. Con la imprudencia que le caracterizaba, aumentada en aquel instante por la ceguedad de su cólera, confiole todo lo ocurrido y sus violentas resoluciones, y el amigo, que sin duda tenía tanta bondad como talento, supo hacerle desistir de ellas, guardándose bien de contradecirlas. Aplacole dejándole en la persuasión de que las reflexiones de que se había valido para conseguir este resultado eran propias y exclusivas del mismo don Francisco, el cual se volvió a su casa resuelto a no dar paso alguno sin tener pruebas más claras del crimen de su hijo.
 
Su sagaz y prudente amigo había sabido hacerle sospechoso el testimonio de Luisa, y el buen caballero se dijo a sí mismo muy bajito:
 
-¡Vaya! He sido un loco en dar crédito a las visiones de una niña celosa.
 
Cuando volvió a su casa y supo que había salido Luisa fue a buscarla inútilmente en cuantos sitios creyó verosímil encontrarla: en todas las iglesias, en todas las casas de sus conocidos. Afortunadamente no se dejó llevar del deseo de contar a cuantos veía la inquietud que le causaba el no encontrar a su nuera, por los temores que le causaban los celos que le había revelado aquel día, y volviose cansado, lleno de sobresalto, pero resuelto a obrar con prudencia. Pocos minutos habían transcurrido desde que llegó a su casa, cuando vio entrar a Luisa con semblante sereno y apacible. Auguró favorablemente aquella mudanza y Luisa confirmó su esperanza confesando que creía haber juzgado mal a su marido, que por algunos elogios que le había oído hacer de la condesa concibió celos que le parecieron justificados al saber que debían reunirse en Inglaterra, pero que habiendo después averiguado el grado de amistad que existía entre la condesa y Carlos, estaba avergonzada de haber sido demasiado precipitada en sus juicios.
 
Don Francisco no concibió ni la más remota sospecha de la generosa mentira, y después de declamar largamente contra la ligereza de las mujeres y sus imprudencias, y sus celos, y sus malicias, etc., etc., acabó haciendo mil elogios de sí mismo: de su cordura, de su sensatez en no haber dado entera fe a las acusaciones de Luisa contra su marido. Luisa le oyó pacientemente y cuando por fin pudo retirarse a su aposento, púsose de rodillas y exclamó:
 
-¡Dios mío! Me he hecho cómplice de un amor adúltero, criminal a vuestros ojos. Los sentimientos generosos que me había impuesto son flaquezas culpables delante de vuestra severa justicia. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! Yo me someto humilde al castigo que queráis imponerme, pero que no sea, Señor, el de hacer inútil mi delito! ¡Que sea feliz él, Dios mío!
 
 

Continuará...

marzo 29, 2013

DOS MUJERES (XXVIII)

Carlos, Elvira, D. Francisco, Catalina y Luisa. Los cinco personaje principales de Dos mujeres, inspirados en conocidos retratos de la pintura universal. En la composición solo falta la profética Doña Leonor que EPD.
 
En el impulso de la ira

-XXVIII-
 
Carlos fue nombrado secretario de la embajada de España en Inglaterra y debía ir sin dilación a ocupar su destino. Don Francisco había pensado en acompañarle con Luisa, pero Carlos logró hacerle mudar de intención, guardándose bien de oponerle una manifiesta resistencia. Persuadiole de que el clima de Inglaterra sería muy perjudicial a su esposa, en el estado delicado en que su salud se encontraba, que sus intereses recibirían muchos y grandes perjuicios de la ausencia de don Francisco, y lo único que hacía vacilar aún al buen anciano y no ceder enteramente a los deseos de su hijo, era el temor de causar un mortal disgusto a su nuera con esta segunda y larga separación.
 
Sin embargo, preparábase Carlos para su partida sin que hubiese en estos preparativos la menor apariencia de que le acompañase su mujer, y ella que hasta entonces había callado se decidió, por fin, a conocer su suerte.
 
Entró una mañana en el aposento de don Francisco, donde también entraba Carlos, y procurando conservar serenidad preguntó terminantemente si no debía ella ir con su esposo.
 
Don Francisco, embarazado a esta pregunta, contestó tartamudeando:
 
-Eso lo decidiréis vosotros. Yo no volveré a separaros, ni creo que convenga al uno ni a la otra.
 
-En ese caso -dijo Luisa con resolución-, nada me impide acompañar a mi marido. Ése es mi deber y mi voluntad.
 
Carlos un poco conmovido se apresuró a contestar:
 
-Tu salud es delicada, querida mía, y no debes por ahora pensar en exponerte a las fatigas de un viaje y al rigor de un clima septentrional. Irás con mi padre a pasar el invierno a Sevilla, y luego, más tarde, pensarás en reunirte conmigo.
 
-Mi salud -repuso Luisa- mejorará mucho cuando respire otra atmósfera que no sea ésta. En cualquier país del mundo estaré mejor contigo que puedo estarlo en Sevilla sin ti.
 
-Tiene razón -dijo don Francisco-, yo opino que todo su mal más grave será tu ausencia.
 
Carlos bajó los ojos y con visible desconcierto y disgusto dijo que sería una locura permitir que una mujer delicada emprendiese un viaje a la entrada del invierno a un país frío.
 
-Concedo cuanto quieras -repuso el anciano-, pero sería peor si se quedase, porque esta pobre niña no vive cuando no te ve. Yo no cargaré con la responsabilidad de su dolor. Si ella absolutamente se empeña en acompañarte, irá.
 
-Si ella absolutamente se empeña -dijo Carlos con impetuosidad, ira-, sin duda podrá ir, pero tampoco yo acepto la responsabilidad de ningún mal de los que pueda acarrear esta resolución.
 
Luisa le miró fija y atentamente, y comprendiendo que su marido anhelaba alejarse de ella, bajó luego los ojos preñados de lágrimas, y dijo con triste resignación:
 
-¡No iré, Carlos, no iré!
 
Carlos la tomó una mano y se la apretó con ternura. Aquella demostración de gratitud indignó a Luisa. ¡Se atrevía a darle las gracias de que consintiese en su desventura, en su abandono!
 
Levantose y salió precipitadamente. Encerrada en su aposento se entregó a un amarguísimo llanto. Y, sin embargo, estaba muy lejos de creer a su esposo tan culpable como realmente lo era. No sospechaba, ni remotamente, que la condesa le acompañase a Inglaterra, y aun gozaba algún consuelo al pensar que si tenía el dolor de separarse por largo tiempo de Carlos, la quedaba la esperanza de que alejándose de Madrid se curaría de aquella pasión culpable.
 
-No puede sufrirme junto a él -decía la infeliz-, porque su corazón está lastimado por la separación de su amante. Pero el tiempo calmará esa pena y apagará la llama de ese amor criminal, y cuando vuelva el cielo a reunirnos, mi esposo será más digno de esta ternura sin límites que ahora no puede estimar ni corresponder.
 
Devoraba, pues, su pesar fortalecida por esta esperanza, y llegó la víspera de la partida de Carlos sin que desmayase su valor. Carlos en aquellos días había estado con ella tan tierno, tan cariñoso, que Luisa que no le encontraba así desde hacía muchos meses, se regocijaba interiormente diciéndose:
 
-¡Aún me quiere!, ¡aún volverá a ser todo mío ese corazón adorado! Si deseaba esta partida era acaso como único medio de romper unas relaciones culpables. Si me niega el placer de acompañarle es acaso porque quiere expiar lejos de mí su extravío y volver a mis brazos libre de una pasión que le avergüenza.
 
Y la inocente se ponía de rodillas y daba gracias a Dios porque al fin había escuchado sus ruegos, y arrancaba a su marido de las garras del pecado.
 
En esto se ocupaba en aquel día solemne, último que debía pasar con Carlos, cuando entró don Francisco:
 
-Vengo -la dijo- de cumplir con un deber de urbanidad que por pereza y olvido había descuidado. He ido a visitar a la condesa de S.*** a su quinta. Debía haber tenido esta atención desde los primeros días de mi llegada, pero ya era indispensable, pues he sabido que a ella, a su influjo, debo el destino que ha obtenido Carlos, y hubiera pasado de desatento a ingrato si no hubiese estado a darla las gracias.
 
-¡Ella! -exclamó sorprendida Luisa-. ¡Ella ha sido la que ha querido alejarle de Madrid!
 
-¡Alejarle de Madrid! -dijo sonriendo el anciano-. No habrá pensado en eso ciertamente, pero tú no te ocupas de otro pensamiento que de ése: de que tu marido se aleja. La condesa supo mis pretensiones, y a pesar de lo muy desatentos que hemos estado con ella, interpuso su influjo para servirnos, sin cuidarse en manera alguna de saber si mi linda Luisa había de separarse de su Carlos.
 
-¡Y Ud. ha estado en su quinta! ¡Y Ud. la ha visto! -repuso Luisa con ansiosa curiosidad-. ¿Es hermosa?, ¿qué le ha dicho a Ud.?, ¿sabe ya que me deja mi marido?
 
-Contestaré por su orden a todas esas preguntas -dijo don Francisco con una calma que desesperaba a la joven-. Es hermosa, quiero decir, es agraciada, una figurita muy delicada, muy fina, bastante distinguida. Se conoce que habrá sido bonita, pero está enferma y triste, por eso los médicos la mandan mudar de clima.
 
-¡Mudar de clima! -exclamó Luisa con un tono de inquietud y ansiedad que llamó la atención del anciano-. ¡Y qué!, ¿lo hará? Diga Ud., ¿lo hará?
 
-Ciertamente, hija mía. Yo le manifesté cuánto hubiéramos celebrado que pudiese Carlos acompañarla, porque también es a Londres a donde ha determinado irse la condesa, pero tiene precisión de detenerse aún algunas semanas en Madrid, y Carlos no puede dilatar su marcha.
 
-Allá nos veremos -me dijo ella-, y su hijo de Ud. tendrá una amiga muy sincera en aquel país extranjero.
 
-¡Se va con él!, ¡le sigue! -exclamó Luisa fuera de sí-. ¡Ah! ¡Ya lo comprendo todo! ¡Por eso soy abandonada! ¡Por eso!...
 
Y loca ya y sin saber lo que decía, demudada, trémula y poseída de una especie de furor, se pudo en pie y asiendo las manos de su tío:
 
-¡Y Ud. lo consiente! -prosiguió-. ¡Ud. ha ido a darla las gracias porque me hace infeliz, porque me roba a mi esposo, porque le arrastra al crimen!... Esto es demasiado, no, no lo sufriré.
 
Don Francisco la miraba atónito:
 
-¡Luisa!, ¿qué estás diciendo? -exclamó-. ¡Deliras, hija mía!
 
-No, no es delirio -repuso cada vez más exaltada-. Es la verdad. ¡La vergonzosa verdad que mi prudencia ha encubierto hasta ahora! Pero ya no, ya no puedo más. Sépalo Ud. todo: esa mujer es la querida de Carlos, la que me ha robado su corazón, la que me arranca de su patria y de su familia para poseerle ella sola... ¡por qué me creería demasiado feliz viviendo junto a él aún desdeñada!
 
-¡Luisa!, ¡Luisa!, ¡mira lo que dices! ¿Sabes que si eso fuera cierto...? ¡Dios mío, Luisa!, ¿quién, quién te ha inspirado esa sospecha indigna?...
 
-¡Todo Madrid! -respondió ella con desesperación-. ¡Todo el mundo lo sabe! Ud. sólo no ha visto mis lágrimas: Ud. sólo no ha conocido mi abandono, ni ha observado las miradas de compasión que se fijaban en mí donde quiera que me presentaba. ¡Ud. que me ha visto moribunda y no comprendió cuál era el golpe que me había asesinado!
 
Temblaba don Francisco de pies a cabeza, y la cólera oscurecía su frente y palidecía sus labios.
 
-¡Será posible! -gritó con voz de trueno-, ¡habré sido el juguete de un infame adúltero y de su vil cómplice! ¡Carlos! ¿Mi hijo Carlos será tan criminal como hipócrita?... ¿Me habrá dejado ir a felicitar por su triunfo a una despreciable mujer para que ella a su vez se riese de mí... ¡De mí! ¡Luisa! ¡Luisa!, ¿qué has dicho?..., ¿sabes lo que has dicho?
 
-Sí, la verdad, padre mío -dijo echándose a sus pies-, pero no es él, ella es sin duda la criminal, ¡la más criminal! ¡Padre mío!... Devuélvame Ud. a mi esposo o quíteme en este instante esta vida que acaso maldice ya. ¡La muerte o mi Carlos, padre mío!
 
-Sí, te lo devolveré. ¡Vive Dios! ¡Te lo devolveré! -gritó cada vez más colérico el anciano y enteramente arrebatado por su impetuoso carácter. ¡Sabré restituirle el honor o arrancarle con mi propia mano el vil corazón que de él le aleja! ¡Luisa, tranquilízate! Apareceré entre ellos como la venganza del Dios a quien ofenden, y pisaré con mis pies a esa cortesana impúdica, y traeré arrastrando hasta los tuyos a ese esposo criminal. Sí, sí, yo les arrancaré la máscara: ¡Deshonra y oprobio sobre ellos!
 
Y aquel hombre violento e irreflexivo que jamás supo dominar sus primeros impulsos, saliose como frenético dejando aterrada a Luisa.
 
Entonces comprendió lo que había hecho; entonces los arrebatos furiosos de los celos dejaron lugar en su tímido y sensible corazón a sentimientos más blandos, y tembló por los culpables. Representósele a la vez su marido maltratado por acerbas reconvenciones, exasperado por su excesivo rigor, acaso faltando al respeto debido a su padre y enfurecido contra la imprudente esposa origen de aquel escándalo; y también su rival deshonrada por las imprudencias de don Francisco y aun del mismo Carlos. Humillada, perdida completamente y más interesante por su misma desventura a los ojos de su amante porque, ¿cuándo el interés personal no se mezcla con los más nobles instintos?
 
La pobre Luisa, cuya imaginación exageraba todas las posibles consecuencias de su imprudencia, sintiose entonces tan sobrecogida por el temor como antes lo había sido por los celos. Saliose como loca de aquel aposento fatal donde sólo veía imágenes de terror, y al saber que don Francisco se había ido exclamó con desesperación:
 
-¡Allá ha ido! ¡Allá! ¡Los matará a los dos!... ¡Dios mío! ¡Los matará sin saber lo que hace!
 
Y arrebatada por impulsos ajenos de su naturaleza tímida y apacible, hizo venir un coche, entrose en él desatinada y ordenó la condijera a casa de Elvira.
 
Al llegar encontrola que salía a paseo, y haciéndola entrar en su coche la dijo con un acento y una mirada que persuadieron a Elvira de que no estaba en su juicio:
 
-Venga Ud., señora, venga Ud. conmigo a impedir ruidosos escándalos, terribles desventuras.
 
Elvira la miraba atónita y ella exclamó con profundo dolor:
 
-No estoy loca, ¡no!, ¡pero lo he estado hace un momento y todo lo he dicho! La prudencia dolorosa de tantos meses me ha faltado un instante, y acaso sea irreparable mi falta. ¿Me comprende Ud., señora? Ellos, Ud. lo sabe, ellos se adormecen en brazos de su felicidad, porque se van juntos, ¡porque se aman!, y un padre irritado vuela mientras tanto para... ¿quién sabe? Ud. no puede preverlo ni yo, pero mi tío es ciego en el primer impulso de su ira, y me ha dicho: «Pisaré con mis pies a esa mujer». Carlos no lo consentirá... ¡Se levantará contra su padre! ¡Oh, Dios mío!, ¿me comprende Ud., señora?
 
Y se torcía los brazos con desesperación.
 
Elvira, en efecto, la había comprendido ya, y tan asustada como Luisa:
 
-¿Y qué podemos hacer? -la dijo-. Ordene Ud.
 
-¡Allá, allá! -exclamó Luisa-. ¡Vamos donde estén ellos: A salvarles! ¡Ella es amiga de Ud. y él es mi esposo!
 
Elvira no necesitó oír más. Mandó al cochero ir a toda prisa a la casa de campo de la condesa.
 
-No importa reventar los caballos -dijo-, yo los pago.
 
Y el coche partió veloz desempedrando las calles por donde pasaba.
 
 


Continuará…