septiembre 26, 2014

AMOR Y PASIÓN (carta Nº 12)

Photo by Lady Clementina Hawarden. London 1856.


¡Dime la verdad!

Tula era controladora y absorbente, demasiado posesiva. A través de su amplia correspondencia este carácter ha quedado demostrado, aunque no olvidamos que su naturaleza, romántica in extremis, condicionaba todas sus actuaciones, las amatorias principalmente. La carta que publicamos hoy es lo que se conocía entonces como billete, una especie de SMS decimonónico que se intercambiaban los amigos y amantes de la época. Y que como todo lo escrito por la Avellaneda, no tiene desperdicio… En la carta (billete) que presentamos a continuación -cuyo punto final no parece llegar nunca-, aparentemente no dice nada y sin embargo lo dice todo: se queja, controla, se rinde, ordena, decreta ¡y hasta lanza un ultimátum! “Antonio dime la verdad: dímela o no vuelvas a acordarte de que existo”. Así eran los románticos del siglo diecinueve, melodramáticos hasta la médula, Tula a la cabeza de todos.


Manuel Lorenzo Abdala




Carta Nº 12.
[29 de abril de 1853, viernes]

        Antonio, me decías ayer que te sentías enfermo y después de eso no me escribes hoy, ni vienes con la Sagra(1) a casa de Eloísa, sino que lo dejas venir solo ¡Cruel! ¿Si estás malo por qué no me lo dices? Correría a verte arrostrando por todo. Y estás malo sin duda; de otro modo no hubieras dejado de saludarme siquiera con una breve línea. Antonio, tu sí que puedes romper las cuerdas que supones rotas. Si tu cariño de hombre fuerte no se alarma por cualquier cosa, acuérdate que soy mujer, y que siempre mi imaginación enferma está presintiendo desgracias. Antonio, si estás malo quiero ir a tu casa; quiero verte a ti solo un momento. Si no lo estás, si no me has escrito porque no lo creíste necesario… entonces, Antonio, haz cuenta que no han sido escritas estas líneas y ten por seguro que no volveré a sufrir el sentimiento de dolorosa inquietud que me martiriza en este instante(2). Antonio dime la verdad: dímela o no vuelvas a acordarte de que existo. Espero una palabra tuya por mi doncella que lleva esta. Si estás malo basta con que se lo hagas decir verbalmente y poco después, querido mío, estaré yo cerca de ti.




Hoy 29 -al anochecer.



(1)           Se refiere a Ramón de la Sagra, famoso escritor y botánico gallego (amigo de ambos), que estaba al corriente de la relación amorosa que ellos mantenían. Antonio debió quedar abrumado con la carta anterior y al parecer, enfermó (no era para menos). Y no quiso -o no supo- qué decirle a su paisano para que informara a Tula sobre el motivo de su ausencia en el punto de encuentro que ambos habían acordado: la vecina casa de Eloísa Gattebled de Santa Coloma, que era algo así como la puerta del sol de Madrid (bajo techo). Cuentan las crónicas de la época que las tertulias y fiestas en aquel piso de la plaza de Oriente eran las más famosas y sonadas de toda la ciudad. Próximamente dedicaremos un post al respecto.

(2)          El subrayado, para marcar el sentimiento romántico y melodramático de la autora, es nuestro.

septiembre 21, 2014

AMOR Y PASIÓN (carta Nº 11)

Photo by Lady Clementina Hawarden. London 1855

¡No soy ángel, pobre mí!
 (Misterios inexplicables en la naturaleza de Tula)


La carta Nº 11 es una de las tantas en donde la Avellaneda se desprende de todo, aunque en ésta específicamente, creemos va mucho más allá. Pinta su propio retrato despojándose de las vestiduras (que no ataduras) de su corazón y habla desde el más puro sentimiento, de su pasado y desde su verdad. Es una carta tallada con cincel sobre metal o sobre roca dura. Es a la par de sentimental, profunda, aguda e imperecedera… Ella misma nos dice (le dice a Antonio) que «saldrá desordenada y tumultuosa y rara; pero [que] será sincera» La carta es, sin lugar a dudas, «la expresión espontánea y sencilla de un corazón leal». El de Gertrudis Gómez de Avellaneda.

Es obvio que Romero Ortiz se enamoró profunda e igualmente de la poetisa. Esto determinó, según nos dejó por escrito Rosario Rexach en su análisis de hace unos años, un sentimiento posesivo muy intenso, demasiado quizás. Antonio Romero llegó a decirle a su enamorada, por celos (y también por machismo decimonónico), que «la mataría si ella le fuese infiel» (esta expresión que hoy nos espantaría, entonces era muy normal). La Avellaneda, defensora de sus derechos (y de sus sentimientos) como ninguna otra mujer en su tiempo, no se amilanó ante la desafortunada expresión y le respondió con sabia inteligencia: «Antonio, no es ese el riesgo que se corre con una mujer como yo. La infidelidad y el engaño son cosas de almas flacas, de organizaciones mezquinas». Ella estaba muy por encima de todo, y de todos.

Hay momentos en esta correspondencia que no necesitan explicación supletoria. Por ello es que no pensamos extendernos en su análisis. La carta está llena de sentimientos, muy encontrados ciertamente, a veces positivos, a veces negativos, y a veces hasta agresivos. Todo está dicho en ella ¡Todo! No hay recelo alguno por parte de la Avellaneda (tampoco Romero Ortiz, al parecer los tuvo).  Pero nos gustaría llamar la atención sobre uno de sus párrafos finales, justo cuando la poetisa responde a los supuestos deseos (temerosos y encontrados) de su amante.


Tú puedes ser mi ángel, el esposo de mi alma; y puedes ser mi amante, el esposo de mi cuerpo. Tú escogerás, y yo te anuncio desde hoy el resultado final: es este. –Tu completo triunfo sería la ruina de tu dominación en la región elevada de mí ser (1). Tu renuncia de ciertos derechos te asegurará la soberanía sobre mi alma; pero si la haces has de hacerla de veras, invariable, completa. Completa, Antonio, porque a la naturaleza no se le debe dar algo cuando no se le puede dar todo: porque nos mataríamos con estériles besos.


No existe en la historia de la literatura epistolar, al menos nosotros no la conocemos, declaración de principios o sentencia mujeril más categórica respecto al sentimiento del amor y al orgullo propio que los dictados por Gertrudis Gómez de Avellaneda a su amante de entonces.


Manuel Lorenzo Abdala


(1)          El subrayado es nuestro.




Carta Nº 11.
[28 de abril de 1853, jueves]

        No me ha enojado tu carta, Antonio, no; pero me ha comunicado hondamente la tristeza de que estabas poseído al escribirla. Ha hecho vibrar

“Aquella cuerda que en el alma existe
Siempre al dolor templada”

        Y sin embargo te doy las gracias: hay párrafos en aquella carta que te realzan mucho a mis ojos; que me harían quererte desde hoy si mi cariño no existiera desde antes. Voy a contestarte por escrito, puesto que no me das seguridad de poder hacerlo verbalmente esta noche. Acaso esta carta saldrá desordenada y tumultuosa y rara; pero será sincera, te lo juro: será la expresión espontánea y sencilla de un corazón leal.

        En primer lugar dudo mucho que seas justo con este corazón. Si sus cuerdas estuvieran rotas ¿podría padecer tanto como padece con frecuencia? Madama Staël  ha dicho -Las almas poderosas no se agotan jamás: renacen como el Fénix de sus propias cenizas: basta una chispa para reanimar aquel fuego sagrado cuyo santuario es eterno.- Si no son estas las mismas palabras de la escritora francesa creo que es esta su idea, y yo la adopto. ¿Se rompen las cuerdas de los corazones fuertes por mucho que se las maltrate? Una mano ruda puede destemplarlas y arrancar de ellas sonidos ásperos y discordantes; pero al primer soplo de una brisa amorosa, aquellas arpas eolias ¿no tornaran a vibrar por su propia fuerza, repitiendo melodías deliciosas? ¿Crees tú que es posible agotar los tesoros de un alma infinita? ¿No son los ricos los que pueden dispendiar mucho sin arruinarse? ¿No es la economía la virtud de los pobres y el vicio más odioso de los opulentos?

        Escucha: muchas veces he deseado matar en mí este vigor interno que me fatiga, y no lo he conseguido ¿Qué es pues aquel vigor si no existe en mi alma la facultad de emplearlo…? Sé que cuando me parecía imposible amar en la tierra, entonces se remontaba al cielo mi ardiente aspiración; entonces amaba a Dios con exaltado entusiasmo ¡Ay! Acaso solo entonces obraba bien y cumplía mi destino. ¿Por qué he vuelto a caer en este suelo mísero, vacio otra vez el abismo de mi alma…? Somos imperfectos y miserables.

        He tenido largos períodos de desaliento y de hastío: tengo con frecuencia horas amarguísimas, de esas que pintas con pinceladas enérgicas: pero dime, Antonio ¿indican ellas la extinción de la fuerza, o su temible concentración? ¿hay marasmo o plétora en el alma cuando se postra así?

        Por mi parte solo te diré que una sola vez he creído amar. El amor, tal cual yo lo concibo y lo he menester, no he hallado quien me lo inspire, ni quien lo sienta por mí. Pero abrigué largo tiempo un sentimiento enérgico, único de su especie que he sentido. No fui víctima de un abandono vulgar: mi desgracia consistió en que me dejé subyugar por las cualidades de la inteligencia sin cuidarme de las del corazón. No concebía entonces que pudiese un hombre comprenderlo todo y no sentir nada: me parecía imposible la amalgama de un pobre corazón con una rica cabeza. Alucinada por la simpatía de las ideas no eché de ver, sino tarde, que había en otras regiones de nuestras almas una divergencia absoluta; una inarmonía eterna. Cuando lo conocí mi orgullo me empeñó en un imposible: quise asimilar lo que era heterogéneo. La lucha comenzó, fue larga, fue terrible; y acabó por cansar a la parte más débil, que no era yo. No cesó él de amarme; fue que comencé yo a comprender que no podía haberme amado nunca. Murió mi amor por último; pero murió no al golpe de un abandono común; murió porque pude exclamar como Santa Teresa al hablar del Diablo. “Compadezco a aquel infortunado que no puede amar”.

        Tres meses después me casé. Esto explica el por qué no me inspiró amor mi marido. Hallaba en él todo lo que buscaba en el otro, pero había perdido la fe. Me había maleado en la pasada lucha. Si pasado aquel período tristísimo de desaliento y desconfianza, me hubiera presentado el cielo al hombre excelente que me unió a su destino, estoy cierta de que todo lo que me daba y me pedía lo hubiera recibido de mi alma. Mi corazón no estaba muerto sino ulcerado. Pero cuando empezaba a curarse, cuando brillaba para él la aurora apacible de un nuevo día, entonces fue cuando perdí a mí médico, a mi amigo, a mi buen ángel: entonces el dolor se entronizó en donde antes el tedio. Así he llegado a esta época de mi vida sin más recuerdos hondos que los de dos grandes infortunios: el de un amor mal colocado, y el de una felicidad pasajera, que ni aun supe apreciar sino después de haberla perdido. Objeto de un grande amor que me fue arrebatado cuando empezaba a conocerlo; víctima de un amor loco que supe sentir conociendo su locura, jamás he sido feliz ni he hecho feliz a nadie. Ahora eres tú, no yo, quien debe juzgarme ¿Debo amar todavía? ¿Merezco ser amada? ¿Me es permitida la esperanza de una ventura tal como la que tú me ofreces…? En cuanto a mi propia opinión solo podré decirte que el amor que sentí, aquel amor que me hizo padecer tanto en mi orgullo y en mi corazón, aquel amor que hoy me parece un sueño doloroso, me ha dejado en el alma mucho miedo y mucha desconfianza. Donde me atrae el talento allí mismo creo entrever un vacio inmenso: allí sospecho un corazón seco. Recuerdo haber equivocado la imaginación con el sentimiento; haber medido la profundidad por la superficie, y retrocedo espantada. Podré decirte, que como también me engañé otra vez, que como cuando fui amada con un amor digno de mí, no supe conocerlo a tiempo, y desconfié sin razón, y me quedé fría a fuerza de ver demasiado fuego que lo tomé por pintado y no por real; como también sé que puedo desconocer la verdad en mi triste escepticismo, me guardaré bien de desechar la apariencia de una dicha por el recelo de que no sea nunca otra cosa que apariencia. No estoy segura de que me ames; no te conozco bastante; no oso fiarme ni de la simpatía que me acerca a ti, ni de la desconfianza que me aleja. Temo igualmente creerte cándidamente y dudar suspicaz de todo. Quisiera ser prudente y me enojo contra mí misma cuando siento que no lo soy. Quisiera estar segura de que mereces mi fe, y tiemblo de indagarlo. Estoy combatida, estoy vacilante, estoy medrosa; esta es la verdad. Me agradas, te amo, pero no sé todavía si es justo y racional que te ame: no oso tener confianza ni en mi propio corazón que tanto se ha engañado antes, ni en el corazón tuyo que es todavía para mí una región nueva apenas entrevista.

        Me halaga que quieras ser mi amigo, mi hermano, el esposo de mi alma; pero a través de las bellas cosas que me dices y con las que me encantas, se me presenta de súbito como un fantasma amenazador, el recelo de que todo eso no me lleve a otro terreno que al de un amor vulgar: no ambiciones otro triunfo que el de un goce de vanidad o de los sentidos. Me pregunto con miedo si valgo yo bastante para que se me ame cual necesito; y si vales tu tanto que deba yo hacer la prueba a riesgo de salir desengañada.

        No es que cesando el misterio y la curiosidad me haya yo enfriado: es que al cesar el misterio y la curiosidad es que he podido ver que aun quedaba algo, y ese algo es lo que me da miedo a la par que placer.

        Me preguntas si admito tu corazón ¡Oh Antonio! Demasiado has comprendido que yo deseo poseerlo. Pero te pregunto yo a ti -¿Me lo das con confianza entera de que yo lo merezco, y de que él es digno de la alta estima que yo puedo darle? ¿Estás seguro de que no obras de ligero al ofrecérmelo, ni yo al aceptarlo…?

        Te mataría, me dices si me fueras infiel. Antonio, no es ese el riesgo que se corre con una mujer como yo. La infidelidad y el engaño son cosas de almas flacas, de organizaciones mezquinas. Mi marido me comprendía mejor que tú: el me decía algunas veces -Te creo capaz de romper con desdén los vínculos más santos a los ojos del mundo: te creo capaz de decirme =aléjate de mí porque no te amo y a mí no me liga otro lazo que el que yo me impongo- pero sé que eres demasiado orgullosa y fuerte para sujetar tus instintos: sé que no me engañarás nunca; que no cabe en tu alma la infidelidad pérfida, que vende al esposo en cuyos brazos se duerme. Sé que jamás prostituirás tu alma partiéndola; ni tu cuerpo dándolo sin tu alma.-

        Esto me decía mi pobre amigo y decía bien. Puedes temer en mi la inconstancia, la exigencia, diez mil defectos que tengo; pero nunca la vil perfidia, nunca la baja astucia. Soy muy altiva para poder engañar: no creo que vale nada ni nadie lo bastante para que yo me infame mintiendo.

        Antonio te he escrito larga y desordenadamente. Te he dicho cuanto leo en mi pecho por ahora. Solo añadiré otra cosa, aunque no quisiera tocar más ese punto. -¡No soy ángel, pobre mí! No soy ni tan poderoso como tú te pintas sobre tus sentidos. Ninguna mujer te diría lo que yo voy a decirte; pero yo sí. Escucha: creo, siento que más tarde o más temprano llegará un momento en que toda la pureza de mi amor no sea bastante a hacer insensible a mi cuerpo: que habrá un momento en que ni sepa ni quiera negar nada a mi corazón ni al tuyo: un momento fatal en que solo quiera unirme a ti de todos modos, sin pensar en más: pero es verdad también que aquel momento sería el último de mi dicha: que desde aquel momento, Antonio, no podría amarte como deseo amarte. No creas que exagero: hay misterios inexplicables en ciertas naturalezas. Yo soy una de ellas. Yo sé que no podría amar al hombre que podría creer que yo me avergonzaba a sus ojos. Yo sé que no podría amar al hombre que podría pensar que mi flaqueza me ponía en el caso de reputar a honra el que me diese algún día un título más legítimo, si llegase el caso de que fuera menester. Yo sé que la sola idea de que me colocaba respecto a mi amante en posición desventajosa, era bastante para sublevar mi orgullo y aniquilar mi amor. Sería capaz de entregarme al hombre que no me inspirase sino un capricho pasajero, antes que al que me hiciese sentir un amor profundo: porque cuando amo necesito ser estimada, muy estimada. Necesito saber que estoy muy alta delante de aquel que me he escogido por dueño.

        Ahora bien, de ti dependerá todo. Tú puedes ser mi ángel, el esposo de mi alma; y puedes ser mi amante, el esposo de mi cuerpo. Tú escogerás, y yo te anuncio desde hoy el resultado final: es este. –Tu completo triunfo sería la ruina de tu dominación en la región elevada de mí ser. Tu renuncia de ciertos derechos te asegurará la soberanía sobre mi alma; pero si la haces has de hacerla de veras, invariable, completa. Completa, Antonio, porque a la naturaleza no se le debe dar algo cuando no se le puede dar todo: porque nos mataríamos con estériles besos.

        ¡Oh Dios! ¡Qué sosas te digo…! ¿Qué mujer se atrevería a firmar esta carta…? Yo, Antonio, yo que soy siempre tu leal y franca

Gertrudis


Hoy 28 jueves por la tarde.

septiembre 15, 2014

«MUSEO ROMERO ORTIZ»

Retrato de Antonio Romero Ortiz realizado en 1868.

La vuelta a casa de una valiosa colección
¿Regresará algún día?


Queremos iniciar hoy una nueva etapa para recuperar lo que al pueblo gallego, y en especial a la provincia de La Coruña, pertenece: el Museo Romero Ortiz. Confiamos en que los trámites para traer de vuelta a casa la valiosa colección que la ciudad herculina no supo resguardar con celo y orgullo en 1919, a pesar de las aspiraciones tanto del Ayuntamiento como de la Universidad, se inicien de inmediato.

Hace noventa y dos años, el 13 de julio de 1922, se inauguró en una sala del Alcázar de Toledo el museo Romero Ortiz. Dicha colección, de incalculable valor histórico y cultural, fue arrancada a la ciudad de A Coruña gracias a las “gestiones” realizadas por el subdirector de aquel nuevo museo, D. Hilarión González y por el coronel Losada (director de la entidad), con los herederos del famoso político y escritor gallego.

Antonio Romero Ortiz, además de ser el apasionado amante de Gertrudis Gómez de Avellaneda (cuya correspondencia amorosa estamos disfrutando por estos días en las páginas de La divina Tula), fue un prestigioso político y abogado gallego. En su juventud ejerció como secretario de la Junta de gobierno que se organizó en Santiago durante la Revolución de 1846. Diputado desde 1854, llegó a ocupar cargos muy importantes en el gobierno de España. Fue Ministro de Gracia y Justicia de la primera Revolución y Gobernador del Banco de España entre otros cargos. Además de escritor de artículos y obras dramáticas, durante su larga vida coleccionó objetos, documentos y material de diferente naturaleza, llegando a acumular cerca de dos mil piezas (Algunas de Gertrudis Gómez de Avellaneda, su único amor conocido), un valioso patrimonio cultural e histórico que se convirtió en museo con el devenir de los años.

A la muerte del prestigioso escritor y político, sus herederos abrieron el museo en La Coruña, situado desde 1890 en la plaza de la Mina Nº 1, lugar en el que se mantuvo hasta 1919 cuando se lo llevaron a Toledo. Del álbum de personalidades que lo visitaron destacan las firmas de Isabel de Borbón, Infanta de España; las de Pereda y también la de Pérez Galdós(1).

Edificio localizado en Praza de Mina donde se encontraba el museo Antonio Romero entre 1890 y 1919. 


Historia de un expolio legal:
El subdirector de la escuela de infantería de Toledo, D. Hilarión González, después de haber superado las mil vicisitudes para conseguir su objetivo, tras el fallecimiento de la única testamentaria, Doña Josefa Sobrido y Romero, logró de manera “sutil” el traslado del museo a Toledo con la ayuda de ciertas influencias y algún que otro cheque bancario.

A continuación relatamos la sombría historia de cómo sucedieron los hechos, narrados no hace mucho y curiosamente por las páginas de un conocido periódico de tirada nacional.


A principios del siglo pasado, en el año 1908, se publica la Orden que crea, en el Alcázar de Toledo, el Museo de la Infantería. Desde un primer momento su Subdirector, Hilario González, se entusiasma con la posibilidad de contar con una colección tan importante por la diversidad de fondos de carácter histórico, artístico y militar, decidiendo solicitar en 1910 a Juan Ruiz(2), conservador del de Romero Ortiz, su cesión en calidad de depósito. Tras arduas y largas negociaciones, la heredera y sobrina del fundador del Museo Josefa Sobrido y Romero, viuda a su vez del conservador, por carta de 14 de enero de 1914 confirma de manera definitiva que, a su fallecimiento, pase el Museo Romero Ortiz a formar parte del de la Infantería con una serie de condiciones que ella establece; esa decisión, curiosamente, se realiza en claro detrimento de las aspiraciones tanto del Ayuntamiento como de la Universidad de La Coruña que también deseaban disfrutar el legado. Así, cinco años más tarde, el 26 de febrero de 1919 es entregado por los albaceas de doña Josefa ante el notario coruñés Cándido López Rúa, el conjunto del Museo Romero Ortiz, con arreglo a lo siguiente: «Lega para siempre en propiedad a la Academia Militar establecida en el Alcázar de la ciudad de Toledo./ En el caso de no poder o no querer atender el legado, se entiende entonces hecho a favor de la ciudad de La Coruña o sea al Excmo. Ayuntamiento de la misma. /Conservará siempre la denominación de «Museo Romero Ortiz». Conservado perpetuamente y en su integridad, sin que pueda enajenarse objeto alguno. /No es permitido salga del local ni se preste objeto alguno».(3)


Como podrá comprobarse fácilmente, todas y cada una de las condiciones arregladas para su traslado han sido violadas a través de los tiempos. No se ha conservado la denominación «Museo Romero Ortiz» como tal. El legado no se ha atesorado en su integridad porque se sabe muchas de las piezas que lo conformaban (curiosamente algunas de las más valiosas, aunque no todas) han desaparecido o fueron destruidas durante los bombardeos sufridos por el Alcázar durante la guerra civil. Y la colección, en la cual se incluyen las famosas cincuenta cartas de amor de la Avellaneda, ha salido y vuelto a entrar en diferentes ocasiones y por distintas razones al recinto toledano.

Por todo ello y en arreglo a lo pactado entonces por su única heredera, entendemos que el museo debe regresar a La Coruña de donde nunca debió salir.

¿Regresará algún día?



Manuel Lorenzo Abdala



Notas:

(1)          Para saber más al respecto, leer el artículo publicado por Waldo Álvarez Insúa en Revista Gallega Nº 70  (pp.2-3) publicado el 6 de mayo de 1896.
(2)          Juan Ruiz era el esposo de Josefa Sobrido y Romero de Ruiz, sobrina y heredera universal de Antonio Romero Ortiz.
(3)          Publicado por Víctor Girona Hernández en el diario ABC el 18 de abril de 2013.

septiembre 05, 2014

UNA GRAN ARTISTA DE LA FOTOGRAFIA


En la foto, la autora de todas las instantáneas con su esposo el vizconde de Hawarden. Es la única fotografía que se conserva de la artista. Victoria and Albert Museum, Londres.

Lady Clementina Hawarden
(Contemporáneos de la Avellaneda)
La verdad idealizada.

Hace mucho queríamos tratar el contenido que hoy nos ocupa: El arte fotográfico de Lady Clementina Hawarden, tema que hemos tomado prestado para ilustrar las últimas entradas de La divina Tula.

      El arte fotográfico de esta gran artista inglesa, de madre española, puede apreciarse en el Victoria and Albert Museum de Londres. Desde 1939, su nieta, Clementina Tottenham, donó casi toda su obra al mencionado museo.

Hoy queremos ofrecer a nuestros lectores una selección de fotografías que, en su conjunto, representan su obra, (muy adelantada para su época, ciertamente). Nos hemos reservado algunas fotos que continuarán ilustrando el resto de las 40 entradas pendientes por publicar y referentes a la correspondencia que tuvo la Avellaneda con Antonio Romero Ortiz. Esperamos que la selección (en la que aparecen sus hijas adolescentes, Isabel y Clementina), no defraude.










Y después de estas esplendidas e inusuales fotos, les dejamos con un extracto de la biografía de esa contemporánea inglesa de la Avellaneda que se nos asemeja a ella en muchos aspectos.

Manuel Lorenzo Abdala


Biografía de la señora Lady Clementina Hawarden
(Selección y traducción de textos de diferentes medios ingleses)

Lady Clementina Hawarden nació el 1 de junio de 1822 bajo el nombre de Clementina Elphinstone Fleeming. Fue la quinta de cinco hermanos y creció en la finca familiar, Cumbernauld, cerca de Glasgow. Su padre, el famoso almirante Charles Elphinstone Fleeming, fue muy conocido por su participación en las guerras de liberación de Venezuela y Colombia (1811 a 1825). De su madre, Catalina Paulina Alessandro, española (de Cádiz), poco se sabe, solo que era de una 'belleza exótica' y que tenía 26 años menos que su marido. (Lo mismo ocurrió con la madre de la Avellaneda)

Gran parte de la vida de Clementina Hawarden sigue siendo un misterio. Se ha dicho que escribió un diario, pero hay dudas al respecto pues aún no se ha sido encontrado. Antes de morir dejó algunas cartas por las cuales podemos hacernos una idea de algunos aspectos de su vida y de su carácter. Según sus biógrafos sabemos que se casó en 1845 con el cuarto vizconde de Hawarden, Cornwallis Maude, y que vivió en Londres hasta 1857 cuando se mudó con su marido a la finca que la familia tenía en Dundrum, Co. Tipperary, Irlanda. Pero la mayoría de las cosas que sabemos de ella se deducen de su magnífica obra fotográfica.

Clementina Hawarden y su esposo tuvieron diez hijos, dos niños y ocho niñas, de los cuales ocho sobrevivieron a la edad adulta.

Es probable que Lady Hawarden comenzara a experimentar con la fotografía a partir de 1857, realizando inicialmente fotos estereoscópicas de paisajes en los alrededores de la finca Dundrum. Pero en 1859 cuando la familia regresó a Londres, comenzó a fotografiar a sus hijas adolescentes en un estudio que se montó en el primer piso de su lujosa casa. La vizcondesa sentía gran pasión por el arte de la composición teatral y la luz que supo retratar con maestría.

Como puede comprobarse, al mismo tiempo que lady Clementina se dedicaba a la maternidad, se convirtió en una prolífica fotógrafa. En 1863 expuso por primera vez su trabajo en la Sociedad Fotográfica de Londres y repitió exposición al año siguiente. En ambas oportunidades fue galardonada y muy aplaudida.

Desgraciadamente nunca fue a recoger sus medallas, pues murió prematuramente en el número 5 de Princes Gardens, South Kensington, el 19 de enero de 1865, después de sufrir de neumonía durante una semana a la temprana edad de 42 años. Se cree que su muerte estuvo relacionada con la prolongada exposición a los productos químicos fotográficos de la época que le debilitaron su sistema inmunológico.

El conocido fotógrafo sueco Oscar Gustav Rejlander, considerado igualmente pionero de la fotografía artística victoriana, escribió un obituario, "In Memoriam", publicado en el British Journal de fotografía el 27 enero 1865. De ella dijo que había trabajado intensamente con un lenguaje comprensible y con una gracia femenina inusual. También dijo que su muerte representaba una pérdida para la fotografía mundial, arte en el que hubiera progresado aún más de lo avanzado.

Las fotografías de Lady Clementina Hawarden representan la vida de una familia victoriana de clase alta. Las posturas, muchas veces provocativas de sus hijas, fueron muy “significativas” y por ello criticadas. La sociedad victoriana estaba molesta por la idea de la sexualidad en la adolescencia, tema explícito en la obra de la vizcondesa. En 1861 la Ley de Delitos contra las Personas elevó la edad de consentimiento sexual de 10 a 12 años. Este fue también el año en el que Lady Clementina Hawarden comenzó a hacer este tipo de fotografías, aunque existen algunas evidencias documentales de que ella estaba explorando deliberadamente el controversial tema desde hacía mucho tiempo.

Al crear estas imágenes enigmáticas, replanteó nuevos retos al arte de la fotografía. Es por ello que está considerada por algunos especialistas como la primera artista de la imagen fotográfica.

A Lady Clementina Hawarden le gustaba utilizar la luz natural para hacer sus fotografías. En su momento esto fue visto como algo “atrevido” y novedoso. Ella colocó espejos para reflejar la luz y los utilizó para explorar la idea de “el doble”. Al igual que otros fotógrafos, utilizó una cámara estereoscópica para producir impresiones individuales. Su trabajo confunde a veces lo contemporáneo con la fantasía teatral.

La profesora y escritora española Mónica Carabias Álvaro es, al parecer, la única persona que en castellano ha publicado un libro sobre Lady Clementina Hawarden. Su obra, aunque desclasificada ya, aún puede encontrarse en diferentes librerías y en algunas selectas bibliotecas españolas.





Nota:
Para saber más sobre la vida, obra y métodos de trabajo de Lady Clementina Hawarden, se recomienda consultar los siguientes enlaces y obras:




Carabias Álvaro, Mónica. Lady Clementina Hawarden (1822-1865) Ediciones del Orto, Madrid, 2000. ISBN 10: 8479232307 / ISBN 13: 9788479232306


Dodier, Virginia, Clementina, Lady Hawarden: Estudios de la Vida, 1857 - 1864. Londres: V & A Publications, 1999, Biblioteca Nacional de Arte pressmark: NC.99.1015

Ovenden, Graham, ed. Clementina, Lady HawardenAcademy Editions, 1974: Londo. Biblioteca Nacional de Arte pressmark: G.30.GG.35

Mavor, Carol, Las fotografías de Clementina, vizcondesa Hawarden. Duke University Press, London, 1999. Biblioteca Nacional de Arte pressmark: NB.99.1963