febrero 01, 2016

TULA VIVE EN NUESTROS CORAZONES

En el 143 aniversario de la muerte de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
  
Sacramental de San Martín donde la Avellaneda fue enterrada inicialmente.

La muerte.

La madrugada del 1 de febrero de 1873, Gertrudis Gómez de Avellaneda, “La Peregrina”, “El cisne americano”, “La hija de los trópicos”, “La cantora del Tínima”, “La Safo americana”, “La Melpómene hispana”, “La divina Tula” o simplemente “Tula”, dejó de existir. Su lira enmudeció a partir de entonces; pero su nombre no: se ha repetido con entusiasmo, respeto y  absoluta admiración, de generación en generación y su poesía ha dado la vuelta al mundo mil veces.

Su estilo enérgico y sublime, sus versos armoniosos, la belleza de los pensamientos, así como su lenguaje puro y original, la colocaron -a pesar de los pesares- en el primer puesto del Parnaso español y de la literatura Hispanoamericana del siglo XIX.

Lápida de La Avellaneda en el cementerio de San Fernando de Sevilla.

Hace 143 años, al cubrirla con algunas capas de tierra, al desaparecer materialmente del mundo, podríamos también decir, como dijo entonces la baronesa de Wilson: “La Avellaneda no ha muerto, no. Comenzó a vivir ¡Sobre la losa de su tumba se levantan radiantes, soberanas y majestuosas, la gloría y la inmortalidad!”



El funeral.

El dos de febrero de 1873, treinta y dos horas después de haber sido certificada su muerte física por dos facultativos, la comitiva que acompañó la carroza con el féretro, salió del portal número 2 (hoy número 8) de la madrileña calle Ferraz dirección a la Sacramental de San Martín, San Ildefonso y San Marcos, el más septentrional de los cementerios madrileños.

El recorrido desde su casa hasta el cementerio, que le acogió provisionalmente, se realizó de la siguiente manera:

El cortejo, compuesto por poco más de una docena de personas, entre amigos y familiares, salió a las once de la mañana del portal de su casa de la calle Ferraz, girando a la izquierda para tomar la calle Ventura Rodríguez hasta llegar a la de la Princesa, y justo frente al Palacio de Liria viraron a la derecha hasta la antigua Plaza de los Afligidos. Después volvieron a tomar dirección norte a través de la calle Conde Duque, pasando por frente al Cuartel de Guardias del Corps (hoy Biblioteca Municipal y Museo de Arte Contemporáneo de Madrid) hasta el Paseo de Areneros (hoy calle Alberto Aguilera). Allí el cortejo giró a la derecha y al dejar atrás el antiguo Hospital Nacional de la Princesa, se adentró en la glorieta conformada por las calles de San Bernardo, Carranza y Novas de Tolosa, calle esta última por la que subieron dirección norte, hasta la bifurcación con la de Magallanes. Frente a la calle de Arapiles, desde la cual se veía, y se ve, la majestuosa rotonda de Quevedo, pasaron por frente al Cementerio General. Después continuaron dirección norte pasando por la Sacramental de San Luís, así como por el Cementerio General. A partir de este cementerio la calle de Magallanes se convertía en calle de Aceitera. Y después de un considerable recorrido por esta última, por la que se dejaba atrás la ciudad, y al pasar el Depósito de Aguas del Canal de Lozoya, a la izquierda, el cortejo llegó finalmente a la suntuosa Sacramental de San Martín.

Sacramental de San Martín a finales del siglo XIX


El cementerio, construido en 1849, estuvo activo hasta 1902, año en que se cerró definitivamente. En su época fue el más grandioso, aristocrático y elegante de los cementerios madrileños. Repleto de lujosos panteones, estaba rodeado por una hermosa verja con magnificas puertas de entrada. Y Allí permaneció “La divina Tula” hasta que dos años después sus restos mortales fueron trasladados al panteón familiar del Cementerio de San Fernando de Sevilla donde reposan junto al de su marido Domingo Verdugo y Massieu.


Hoy.

Hoy nos hemos levantado igual que otros años: esperando tributo institucional (oficial), y nada. Ni la RAE, ni el Teatro Nacional de España, ni un sencillo doodle de Google… Nada. Pero no importa, todos los años, desde hace muchos, poetas, escritores, artistas, peregrinos y amantes de su obra, depositan ramos de flores sobre su lápida en el cementerio de San Fernando. Y desde su fundación, la Asociación Cultural y Literaria “La Avellaneda” de Sevilla se reúne en su sede de El Carambolo, y sus miembros y otros invitados recitan sus poemas y le cantan canciones, rindiendo merecido homenaje a quien tanto amó a Sevilla, la ciudad que le adoptó para toda la eternidad.


Resumen necrológico.


De los pocos artistas que asistieron a su funeral (era un día invernal, de ventisca y nieve), Teodoro Guerrero, escritor y amigo personal, fue quizás el más afectado. Escribió una nota necrológica el 5 de febrero de 1873 en primera plana de La Ilustración Española y Americana, necrología que transcribimos en su totalidad en el año 2012. Hoy queremos resaltar solo una parte de aquel escrito, aquella que consideramos de vital importancia y como perenne recordatorio, para quien ha desoído los llantos de ultratumba de uno de los portentos más grande de la literatura Hispanoamericana de todos los tiempos.

Decía Teodoro Guerrero:

“Gertrudis Gómez de Avellaneda pasará a la posteridad; ahí queda ese monumento que ha levantado a las letras y a su nombre en los cinco tomos de sus Obras literarias, que había acabado de imprimir cuando le sorprendió la muerte. ¿Quién puede negarle ese envidiable derecho? Sobre su talento nunca ha habido divergencia de opiniones; no ha faltado quien le niegue la cualidad de poetisa por encontrar demasiado varoniles sus cantos, que con efecto rebosan energía, sin que por eso pueda en absoluto negársele la cualidad del sentimiento delicado que se desprende de algunas de sus poesías líricas.

Tula no se inspiraba con las brisas suaves de la primavera, ni con la esencia de las flores, ni con la ternura del erotismo, ni con los gorjeos del sinsonte, ni con los acordes del rabel bucólico; no: Tula se inspiraba con los vientos huracanados, con las llamas del incendio, con las sombras de la muerte, con el rugido del león, con las grandes pasiones que necesitaba inflamar en los personajes que presentaba en la escena, con los movimientos violentísimos del corazón, con las exaltaciones del ánimo que le hicieron poner en boca de Munio Alfonso, al terminar el tercer acto de su drama, este verso:

« ¡Horrible tempestad, desata un rayo! »

Invocación enérgica, que hizo exclamar en la luneta a uno de nuestros primeros escritores [Bretón de los Herreros] estas palabras que se han conservado como un retrato de la autora:

« ¡Es mucho hombre esta mujer! »

Al abandonar su cadáver evoqué el nombre de Pastor Díaz, y repetí con él estas palabras que escribió en 1850 al juzgar a la escritora y a la mujer:

«Cuando caiga sobre ella aquella noche polar, eterna, en que ni los cantos de la sirena se escuchan; cuando haya en torno de su lira aquel silencio de todo ruido, aquel vacío neumático de todo soplo de aliento que hace la muerte como una madre solícita en derredor de la cuna de sus hijos, la poesía hará grabar debajo de su nombre estas palabras:
'Fue uno de los más ilustres poetas de su nación y de su siglo; fue la más grande entre las poetisas de todos los tiempos'.
Y la Academia Española, que sin duda la habrá de contar algún día entre sus más distinguidos miembros, añadirá:
'Fue uno de los escritores que más realzaron el lustre y la majestuosa pureza del habla castellana.'

Y el mundo escribirá por debajo:
'Fue una mujer muy hermosa; fue hija y hermana ejemplar; fue excelente esposa; fue buena, constante y tierna amiga'.»

Pastor Díaz se equivocó. Gertrudis [Gómez de] Avellaneda ha muerto sin penetrar en la Academia Española [RAE], donde tenía un asiento que había conquistado legítimamente; y no porque la ilustre corporación dejara de reconocer su mérito superior, sino por consideraciones a su sexo. ¡Como si el talento tuviera edad ni sexo!....”



Manuel Lorenzo Abdala