abril 07, 2019

LA GRAN MENOSPRECIADA (parafraseando lo escrito por una muy ilustre dama)



Rescatar del injusto ostracismo a Gertrudis Gómez de Avellaneda no ha sido empresa factible en el mundo académico del siglo XX. Y todo muy a pesar de las sinergias positivas que se han movido a su alrededor; muy a pesar, igualmente, por tratarse de una feminista adelantada a su época, de una mujer de prodigioso talento, de sobrada humanidad y de tan deslumbrante belleza. Demasiados empeños han oscurecido su peregrinar, antes y ahora, porque no pocos han sido sus «fieles» detractores.

Resumir más de doscientos años de implacable contienda y menosprecio en tan escasas líneas —artículo preparado para el coloquio durante los actos homenajes por el bicentenario de la Avellaneda en la Casa de los Poetas y Las Letras de Sevilla en 2014—, resultará insuficiente porque pueden quedar demasiados frentes abiertos. Rescoldos, lumbres de un pasado muy oscuro y desafortunado. Es por ello que intentaré hacer lo imposible, deslizándome y analizando, cuidadosamente, y a través del tiempo, como en el cine: ayer, hoy, mañana. Hoy, mañana, ayer. Siempre.

Comenzaré estableciendo un sutil paralelismo entre tres gacetas, muy dispares en el tiempo y en su contenido. El primero de los casos trata, en breve sumario, sobre la primera autobiografía de la Avellaneda, publicada el 3 de noviembre de 1850 por el periódico La Ilustración, cuando era ya, una muy famosa escritora, dramaturga y poeta. Gertrudis Gómez de Avellaneda dijo entonces sobre ella, más que dijo: declaró:

De mi carácter diré con franqueza que no peca de dulce. He sido en mi primera juventud impetuosa, violenta, incapaz de sufrir resistencia. Mis escritos, dicen muchos que revelan más imaginación que corazón: yo no lo sé; pero creo que tengo, o al menos he tenido, grandes facultades de sentimiento, si bien confieso que siempre con más pasión que ternura (…) Mis amigos saben que soy sincera hasta rayar en indiscreta. Mis enemigos que soy indulgente hasta pecar en desdeñosa; mi familia que soy desinteresada hasta dar en ser tachada de un vicio opuesto a la codicia; y yo sé mejor que nadie que soy defectuosísima (…)

El segundo caso tiene que ver con una investigación, de nuestra autoría, fechada el ocho de febrero de 2012, publicada en el blog La divina Tula (sólo un extracto):

Hace unos días… un joven estudiante de la universidad de Zaragoza, al ser preguntado sobre qué sabía acerca de Gertrudis Gómez de Avellaneda, respondió, sonriente y orgulloso, que Gertrudis Gómez de Avellaneda era una importante vía pública —la principal avenida—de la capital aragonesa.

La «extraordinaria» anécdota del estudiante aragonés se ha convertido, desgraciadamente, en la regla y no en la excepción… Las instituciones oficiales, entiéndase, entre otros, el ministerio de educación y cultura (el actual y los anteriores, hasta llegar a la guerra civil española) mucho tienen o han tenido que ver en el asunto. «¡Pena por una verdadera Gloria de la cultura Universal, olvidada y relegada a una avenida zaragozana y a un par de calles más en toda España!», escribió en el blog una lectora madrileña, potenciando el forcejeo dialéctico creado.

Ricardo Gullón, autorizado crítico literario y conocido novelista leonés, publicó en la revista Ínsula, en 1952, un extraordinario artículo, parte de cuál reproducimos a continuación:

Sin Gertrudis Gómez de Avellaneda (…), a nuestro romanticismo le faltaría algo esencial: la presencia de una viva llama femenina, de una musa apasionada y temeraria cuyos actos dieron testimonio de claro e impetuoso corazón (…) Por eso sorprende el casi absoluto olvido en que yace la atractiva figura de la Avellaneda, en contraste con el interés y la importancia que le atribuyeron en su época (…) [y en detrimento de otras figuras del mismo período, agregaríamos nosotros].
  
       Nos hemos preguntado muchas veces por qué esa incomprensión, por qué tanto ataque, fobia, relego, olvido ¿Por qué? ¿Por qué?

Una de las posibles respuestas, aunque absurda, pudiera recaer en nuestro origen meridional. En nuestra cultura —en otras sucede algo similar, pero ellas aplican la lógica con tolerancia— somos muy dados a la veneración y hasta a la santificación del lugar donde vemos la luz por vez primera, olvidando que se es de dónde uno quiere ser, de donde se siente y anhela. Y se descansa donde uno desea y quiere, no donde otros intenten, tozudamente, disponer por nosotros.

La nacionalidad, en este caso la supuesta falta de sentimientos nacionales, absurda carencia, o la negación de ella (que es mucho decir), es uno de los aspectos que se le han cuestionado a la Avellaneda injustamente; armas que se han utilizado en su contra, con mayor y brutal ahínco en la mitad del siglo XX y décadas posteriores, y una de las causas posibles de su relego, aunque justo sería decir que después del bicentenario avellanediano, tanto el blog La divina Tula, como las asociaciones y personalidades que rescatan su obra, han servido para recuperar gran parte de lo perdido en la última centuria (al menos en España ha sido así, en Cuba un poquito también).

Analicemos pues, que han dicho (definido) de Tula sus coterráneos, que han sido, en gran medida, sus mayores detractores, que no los únicos:

El destacado poeta, narrador y ensayista cubano, Cintio Vitier, va y viene en su apreciación. No se posicionó claramente. Fue —por decirlo de alguna manera—, un ambivalente sutil al definir a la Avellaneda, no se mojó mucho (tuvo miedo quizá).  Por una parte, reconoció que, en el manejo del idioma y la vastedad de los lienzos dramáticos, la autora de Baltasar, Alfonso Munio y Saúl (tres de sus más grandes triunfos dramáticos) señoreó sobre todos sus contemporáneos, pero desde el punto de vista de lo cubano en la poesía, su interés e importancia se pierde notablemente, sin perjuicio del valor absoluto de toda su obra poética. Dijo a la misma vez que muy criolla fue la Avellaneda, pero que cubana de adentro, de los adentros de la sensibilidad, la magia y el aire, no encontraba en ella ese registro. Entonces, me pregunto yo, ¿qué pensó, dijo y sintió la Avellaneda al componer Al partir, A la poesía,  A mi jilguero, A una violeta, La serenata, A las estrellas, A una mariposa, o Regreso a la patria, por citar solo algunos ejemplos?

Lo cierto es que no hay peor ciego que aquel que no desea ver.

José Antonio Portuondo, otro gran escritor e historiador cubano. Criticó severamente, ¡y sin piedad!, la supuesta «dramática neutralidad» de la Avellaneda por su aparente falta de compromiso con la causa independentista cubana. Habrá olvidado el profesor Portuondo que, a finales del año 1843, y mientras muchos intelectuales cubanos mantenían discretas demandas con el gobierno de la Metrópoli (obstinado en negar ciertos derechos políticos pedidos por la entonces colonia española), alcanzó nuestra poetisa uno de sus más grandes triunfos literarios con la declaración en Madrid de la mayoría de edad de Isabel II. Para conmemorar aquel importante acontecimiento, el Liceo Artístico y Literario de la capital española —hoy conocido Museo Thyssen—, celebró una suntuosa fiesta a la cual concurrió la famosa poetisa, invitada de honor por expreso deseo de S.M Doña Isabel II, la cual acababa de leer —a escondidas de sus confesores—, los primeros tomos de Dos mujeres, la segunda novela —feminista— de la joven escritora. La Avellaneda, esplendida a sus veintinueve años, acudió a la cita con una composición que leyó a la joven soberana. Y al final de la Oda, allí donde solo se fue a cantar, saltándose el protocolo y levantando la voz como la que más, se inclinó ante la reina e improvisó:

Salud, ¡joven real! mientras su frente
A tu planta inocente
Esta patria del Cid gozosa inclina,
Recuerda que en los mares de Occidente,
—Enamorando al sol que la ilumina—
Tienes de tu corona
La perla más valiosa y peregrina;
Que allá, olvidada en su distante zona,
Do libre ambiente á respirar no alcanza,
Con ansia aguarda que la lleve el viento,
—De nuestro aplauso en el gozoso acento—
La que hoy nos luce espléndida esperanza.

Con el arma que mejor podía manejar, con la poesía, Gertrudis Gómez de Avellaneda pidió a la joven soberana, los derechos que sus paisanos reclamaban muy tímidamente. A eso llamó «dramática neutralidad» José Antonio Portuondo cien años después.

Pero no fue el único intelectual cubano, ni el que mayor daño póstumo tributó a la Avellaneda ¡Preparaos, vienen curvas!

José Lezama Lima, uno de los más grandes intelectuales cubanos, novelista, cuentista y ensayista, autor de Paradiso la excelente y famosa novela que en 1968 fuera calificada por el gobierno cubano de pornográfica y libidinosa debido al tema de la abierta homosexualidad en su trama, y que pocos años después —gracias a la intervención de Julio Cortázar—, se rectificaron aquellas nefastas acusaciones, y su novela no fue más calificada de pornográfica, ni su trama de homosexual, atacó a la Avellaneda, despiadadamente, sin motivos ni razón alguna.

La obra de este «culto» escritor se caracteriza por un estilo cargado de símbolos y metáforas, haciendo continuas referencias a poetas barrocos y latinos, de gran lirismo y con absoluto dominio del lenguaje. Personalmente, su obra, se nos antoja bastante parecida, hermanada, a la de la Avellaneda (salvando los diferentes estilos y época en que les tocó vivir, claro está). Sin embargo, en su valoración de la poetisa fue, categóricamente, el intelectual cubano que mayor influencia negativa ejerció en la diáspora intelectual cubana, mundo académico a la cabeza ¡Lo dijo Lezama Lima, y punto!

El texto que citaremos a continuación pertenece a una desafortunada conferencia suya impartida en 1966 en la biblioteca nacional de Cuba.

Vamos a señalar el mundo en el cual se desenvolvió esta poetisa: un ambiente militar que corresponde al período lascivo de Isabel II; reina de muchas pasiones, y cuyo gobierno se desarrolla bajo la influencia de generalotes, entre ellos el espadón Narváez (...)

Así comenzó Lezama Lima su conferencia, y así se refirió a Gertrudis Gómez de Avellaneda «Esta poetisa», dijo, sin mencionar siquiera su nombre. Nos gustaría acotar que el padre de Lezama fue igualmente militar al servicio de otros generalotes similares al «espadón» Narváez.

En su nefasta conferencia, Lezama Lima, habla de la órbita donde se desenvuelve la Avellaneda, pero el peso mayor se lo otorga a Isabel II para establecer seguidamente un paralelismo entre ambas mujeres desde el punto de vista de la cantidad de amantes que las dos tuvieron (más de seis cada una) «mozos gallardos de gentil apostura».

Dice que la Avellaneda acostumbraba quitarse la edad (es cierto, ella decía que había nacido en 1816, cuando en realidad nació en 1814). Dos años: por Dios Lezama ¡coquetería!… Y no será la primera ni la última en hacerlo. Entre nuestros lectores habrá varios que lo hagan (nosotros los primeros). Recuerdo que la desaparecida escritora, y poeta Edith Checa, en vida, decía tener cincuenta cuando realmente tenía cincuenta y cinco, y no por ello fue mejor o peor persona. Siguió y sigue siendo (allá donde esté) Edith Checa, presidenta de la Asociación Cultural y Literaria “La Avellaneda” de Sevilla, periodista, escritora, amiga, madre, esposa. Mujer... como la Avellaneda, vaya.

El famoso literato arremete como ninguno contra la pobre Avellaneda, incluso contra sus ancestros. Se burla del ilustre apellido Arteaga y de los camagüeyanos todos, porque según él, en los fastos del Camagüey —provincia y ciudad donde también nacimos nosotros—  se es muy dado «a los de abolengo». «Fulano es de los de abolengo», es decir que tiene un nombre que termina en una rúbrica de oro. Pues sí. Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga es doblemente de abolengo, por los Arteaga y por los Gómez de Avellaneda. Estos últimos, por cierto, descendientes directos de Munio Alfonso, Garcilaso de la Vega (el príncipe de los poetas), y de Jorge Manrique de Lara, por lo que su nombre, de alguna manera, está escrito en oro. Pero es su cabeza la que aquí nos interesa, única coronada ¡dos veces! —con laurel de ese preciado metal— en toda la historia de la literatura hispanoamericana, y por sus méritos artísticos, no por su abolengo.

Aquel día, Lezama sentenció igualmente—y para sorpresa de los asistentes—, que a la poesía avellanediana le faltaba intimidad. Todos los allí presentes quedaron consternados.  Alma o espíritu, justamente, brotaba a raudales por las venas de la poeta, escritora, periodista y dramaturga. Sobre Ignacio de Cepeda, el gran amor de Tula, como cariñosamente se le conocía, dijo que, desde luego no pensaba casarse con aquella mujer porque había visto en ella lo que apresaba de opulenta camagüeyana, que Cepeda nunca se hubiera casado con una mujer que «irregularizaba», que «quebrantaba» un tanto el hogar porque él buscaba un matrimonio de otro tipo, o sea: una esclava en casa. Definitivamente el puro que se fumó aquel día Lezama, debió estar manipulado, pienso. En su descomunal confusión, acude a Enrique Piñeyro, un literato menor que intentó rivalizar con la Avellaneda en su época. Y nos recomienda leer sus impresiones en un librito igualmente menor: Bosquejos, retratos y recuerdos. Pero no nos recomienda leer las conocidas escenas, descritas, donde la Avellaneda lo puso en su debido lugar: de patitas en la calle, rodando escaleras abajo por haberle faltado el respeto de tamaña manera en la redacción de Álbum cubano de lo bueno y lo bello allá por 1862. Esto no lo recomienda.

Lezama Lima continúa su diatriba desautorizando las valoraciones que en su día hicieran Juan Valera y Marcelino Menéndez y Pelayo sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda, considerando las mismas hinchadas, exageradas o dicho con sus palabras: «Hiperbólicas». Recalca que todo lo que dijo Menéndez y Pelayo acerca de la Avellaneda era una «falsa bengala», una «crítica de verbena», que nada era verdad. Y en su delirium tremen, llegó a la conclusión de que en nuestros (sus) días (la conferencia fue en 1966) la poesía avellanediana había sucumbido y que su obra fue en realidad un gran naufragio, llegando a preguntarse si algún día resurgiría la poetisa por algún lugar.

Y resurgió, Lezama ¡floreció de entre tanta maleza!

No vamos a responder contundente a Lezama Lima porque nos duele, porque no valdría la pena, y no por falta de ganas y sobrados argumentos, como es lógico imaginar. Pero permítasenos concluir con un texto escrito por una ilustre dama hace ya unos cuantos años como respuesta al intento ignominioso de impedir se le pusiera al gran teatro Nacional de Cuba el nombre de nuestra Tula y que resume la batalla campal mantenida contra la más grande poetisa, escritora, novelista y periodista hispanoamericana (de España y Europa, de Cuba y América) del siglo XIX.



GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN DESDEÑADA.

«¿Cómo podríamos llamar en buen castellano a una criatura cuyo destino fuera padecer el repudio de todo cuanto amase en el mundo? ¿Y qué pensar de ese repudio, de ese sordo volver la espalda a su presencia cuando quien sufre tal maltrato es justamente una mujer ungida por las gracias?

He aquí un fenómeno curioso, digno de concienzudo análisis no realizado todavía; Gertrudis Gómez de Avellaneda, poetisa cubana, escritora famosa en el pasado siglo, no es solo un caso en la Literatura, lo es también en la Psicología, y hasta en la idiosincrasia de los pueblos. Y digo esto porque el injusto, inexplicable, reiterado desprecio que ella encuentra en los elegidos de su corazón, parece contagiarse de uno a otro, parece incluso arraigar por momentos en una colectividad determinada, y hasta transmitirse como triste herencia de generación a generación.

Gertrudis era, como todos saben, una mujer de talento: quizás de demasiado talento para el gusto de su época. Pero era también mujer de nobles sentimientos y espléndida hermosura. Brillante, amena, culta, rodeada de prestigio, cabe añadir, como si tales prendas fueran pocas, otra a la que hoy no se da mucha importancia, pero que entonces sí pesaba su procedencia de honorable casa, si bien no recargada de blasones, de todos modos vinculada al patriciado criollo.
En ningún campo pues, se la podía tener por una advenediza ni era lógico mirarla con recelo como si se tratara de una improvisada o una aventurera. En donde quiera que pisara tenía derechos naturales que ostentar, derechos que además nadie le negaba.

Y para no dejar resto de duda, voy a aclarar también, aunque no sea necesario, que nadie debe sospechar en ella la encarnación de un Amiel con faldas: bien lejos de su temperamento toda timidez, toda parsimonia, toda reserva que no fuese la que el buen gusto y una delicadeza innata cultivan siempre en la real señora.

¿Cuál era entonces el valladar sutil alzado una y otra vez entre ella y los seres de su elección? Recalco lo de la elección, porque el fenómeno a que nos estamos refiriendo se hacía más patente entre aquellos que su alma prefería, que su mano seleccionaba para sí.

Sin duda tuvo Tula hombres que la amaran, amigos que la defendieran, multitudes que la aclamaran; pero no sé hasta qué punto podían éstos compensarlas de lo perdido o de lo nunca hallado que podía tener cualquier mujer, ni sé siquiera si ese fondo brillante se lo puso el destino para hacerla sentir más hondamente la tiniebla interior.

Casada dos veces, pero ninguna con el hombre amado; una reina la tiene por amiga, pero antes su amiga de la infancia la traiciona; y aunque en lejanas tierras le sea dado cosechar laureles, el pueblo suyo la negará tres veces.

Rafael Marquina, el notable polígrafo español, recientemente fallecido, nos cuenta en vivas páginas la historia de la poetisa fracasada en su amor primero; rechazada más tarde con una hija moribunda en brazos; rehecha apenas y tornada viuda en su viaje de bodas. Y así vamos siguiéndola en su peregrinar de cuesta en llano, reina mendiga de ternura, musa implorante ante un galán esquivo, ella, la altiva Tula hecha a domar las tempestades.

Altiva sí, a pesar de todo, porque tuvo siempre conciencia de su estatura interna, de su abolengo espiritual. La pertinacia de sus fracasos amorosos, la frustración de su maternidad y la conjura de la envidia ajena no alcanzan a fermentar en su pecho eso que hoy llaman un complejo de inferioridad. Otra mujer puesta en su caso pronto hubiera acabado por rendirse, se hubiera recluido en un convento o en una clínica psiquiátrica, según los tiempos que corriesen, y no habría llegado como ella, a cumplir su misión en este mundo.

Esta coincidencia inconmovible de su alto destino, aun mantenida en sus flaquezas femeninas, esta seguridad de sí misma que no la abandonará ni siquiera en sus días tristes, le prestan en verdad un singular aire de realeza, de una realeza un tanto exótica e inquietante.

En la corte de España con baldaquines y reposteros, debió parecer una auténtica Nusta desterrada, una hija de Inca traída en rehenes, a la que los hidalgos no se atreven a enamorar.

Y esta alteza extranjera quien se lo juega todo a una carta insignificante, Gabriel García Tassara. Y a los ojos de todos como las reinas mismas, trae al mundo una hija.

Semejante paso no se hubiera atrevido a darlo una mujer soltera y famosa, consciente y respetada, ni aun en nuestro siglo. Y mucho menos como ella podría darlo y quedar luego tan respetada, afamada y soltera como antes.

Soltera ha de estar por algún tiempo; sola ha de estar siempre. El seductor asustado de su hazaña hace mutis por el telón de fondo como el personaje más incoloro, menos real de sus dramas. Menguado de naturaleza a la par que de espíritu y de ingenio, le da hija sin sangre que sólo vive siete meses. Siete meses que pasará ella sola, doblada sobre una cuna que se iba haciendo féretro, y siete meses llamándolo con todas las voces de la selva, desde el quejido de la tórtola hasta el rugir de la leona herida. Plasmada en cartas inmortales quedó esta doble agonía: Gabriel García Tassara no contestó jamás.

La Peregrina sigue su camino. Sabemos que era joven y era hermosa; nuevos amores entran y salen en el escenario de su vida. Todos vacilan ante esta Minerva apasionada, procelosa, para emplear una palabra muy a gusto de la poetisa. Hay momento en que parece haber hallado al fin el alma digna de su alma; ella lo cree así y por mucho tiempo no querrá despertar de ese sueño pese a la cruda, áspera luz que se le mete por los ojos. Así entre amores huidizos, aquel que pudo ser definitivo, aquel que por cuyos besos hubiera ella cambiado todos sus triunfos, se va, se va también como los otros, como la hija, como el hogar sin ilusión, pero con paz y con decoro que una y otra vez le deshace la muerte. Es ella la que vivirá bastante para ver irse hasta la gloria; la gloria que una lejana noche primaveral le ciñera corona como reina.

Los últimos años de Tula tienen también mucho de fuga, pero una fuga sorda, lenta. Su entrada en la sombra va a pasar casi inadvertida y Juan Valera cuenta que apenas ocho o diez acompañantes seguían el cortejo a la Sacramental de San Isidro. Y como era febrero y azotaba la lluvia y la ventisca, no hubo nadie que despidiera el duelo.

Preciso es, sin embargo, que antes de llegar a esta última fuga esta gran desdeñada pruebe acaso el más amargo de los menosprecios: el que va a hacerle su propia patria, sus mismos coterráneos apartando su nombre fríamente a la hora de hacer un homenaje a los bardos del país.

Pues como dice ella con sobria dignidad, «si se me hubiera excluido de su número por no juzgarme acreedora a semejante honor, no sería yo ciertamente quien de ello se quejara». Y se queja en efecto de que la hayan postergado, no por falta de méritos, sino de cubana.

Dos largas cartas, escribirá a los diarios de la Isla en protesta de lo que considera una injusticia, una mentira intolerable, y mientras viva no hará otra cosa que debatirse contra el error. Empero inútilmente; su voz como la de Agar, se perdería siempre en el desierto.

Fueron los jóvenes de entonces los que acercaron a los labios de la poetisa –pálidas rosas que pronto deshojaría el viento– esta nueva amargura, la única que todavía no conocían. Fueron ellos, los jóvenes de entonces, los que se encargaron de que, en la gama del acíbar, este último trago no le fuese ahorrado.

No los culpo del todo: pienso que ellos también como la gran mujer que no querían por hermana, habían cumplido su destino.

La juventud es siempre iconoclasta; y hasta sería cosa de aplaudírselo si no fuera porque en la mayoría de las veces nos rompen ídolos de oro para traérnoslo de barro.

Todo pues, quedó así, y Gertrudis murió y los jóvenes se hicieron viejos y murieron también y vinieron otros jóvenes y Gertrudis no vino más, ni vino otra como ella, porque en las trojes del Señor, la juventud es simiente que a su tiempo llega a todos los surcos, pero el talento solo a pocos.

Más, sucedió que aun después de muerta la persiguió el menosprecio de los suyos. Para que su destino se cumpliese más allá de la tumba, la especie propalada una centuria atrás siguió rodando, reptando por cenáculos y opúsculos como si la agraviada no la hubiese desmentido públicamente, –y de la misma España, ya con la Guerra Grande encima en cívica y valiente actitud que no sabemos si en igualdad de circunstancias cualquiera de sus detractores se hubiera atrevido a asumir.

Y como la malicia recorre siempre largos caminos, los hijos repitieron las frases insidiosas de los padres, y los nietos las de los hijos. Y luego las repetían sin doblez, sin detenerse a meditarlas; unas tras otras en un estribillo.

De esta manera nos llegó el día de edificar teatro propio; hacía mucho tiempo que la tierra de Tula se había independizado y las guerrillas con la madre patria eran ya solo páginas de Historia.

Había que pensar que el nombre de la Avellaneda era precisamente el nombre exacto que le correspondía a aquel teatro; a los grandes méritos de la escritora cubana se unía la significativa cuanto singular condición de ser ella la única mujer que con repercusión en las Letras Castellanas se ha dedicado al género dramático.

Y aún más podía decirse; era acaso la única que así, con resonancia ultramontana lo había hecho en el mundo, o al menos la primera en hacerlo, que ya sería grande gloria.

Por no se sabe qué extraña razón las escritoras nunca han gustado de este género: poetisas, novelistas, muchas hay, pero entre ellas ha sido solo nuestra Tula quien, a más de regalarnos versos y novelas, alcanzara a crear obras teatrales.

Búsquense nombres femeninos en los vastos dominios de Talía y se verá cuan ardua es la labor. Espigar alguno significa un verdadero hallazgo de eruditos, como el caso de la monja Rosvita allá en el Medio Evo, y algunos pocos de factura nórdica.

Parecía, por tanto, lógico, sencillo, que un teatro de Cuba y para Cuba se llamara como ella. Era lo natural, lo que caía por su peso.

¿Lo natural? No hay nada natural. El hombre se complace en complicarlo todo: de pronto aquí, allí, detrás, enfrente comenzó a repetirse la vieja cantinela. ¿Y qué era a fin de cuentas lo hecho por la insigne dramaturga para justificar estos escrúpulos de fariseos? ¿Vivir fuera de sus lares por largos años? ¿Escribir en Madrid y hacerse de fama?

Pues bien, dando por cierto que no estuviera Cuba unida a España aun antes de que decidiera desunírsele es lo corriente que el talento busque ensanchar sus horizontes. Ella era un águila de altura y a las águilas se las deja volar libremente.

Si criterio tan estrecho y falaz prevaleciera, menos habría de considerarse inglés a Lord Byron que no se distinguía precisamente por su ternura hacia Inglaterra y murió peleando por un país que no era el suyo.

Habría que tener por igualmente apátridas al Dante y a Petrarca, a Sargent y a Gauguin. Y dos de los más grandes poetas de América, Rubén Darío y César Vallejo no pertenecerían a ella sino a los cafés de París en cuyas mesas escribían.

Todos hemos podido ver a la gran Gabriela Mistral andar errante por extranjero suelo casi su vida entera por razones que nunca dio a su patria. Y, sin embargo, cuando al fin los pies se le agrietaron para siempre, Chile tuvo a bien recibir como a Reina difunta, su poetisa.

Sólo nosotros los cubanos hemos querido renunciar a una gloria legítima: hemos querido regalarla o arrojarla al río en gesto semejante al de aquel duque que echara al Neva su vajilla de oro.

¿Y al fin, —preguntarán los lectores— que nombre se le puso al teatro? Pues el teatro, amigos míos, casi puede decirse que se quedó sin bautizar, que, por no darle el nombre de ella, no se le dio ninguno.

Lo digo así porque, aunque oficialmente, y nada menos que ante el testimonio irrecusable de José Martí, citado y exhumado en la ocasión, se falló el viejo pleito a su favor, lo cierto es que sus paisanos prefieren ignorarla, desconocer a Tula.

Tal vez no quieran ya contradecir abiertamente al Apóstol, pero de todos modos han seguido oponiendo a su clamor patético el mismo silencio de García Tassara, de Ignacio de Cepeda, de furtivo entierro bajo el frío y el granizo.

Silencio de la muerte… De la vida»


Dulce María Loynaz del Castillo,
Insigne poeta y escritora cubana,
Premio Miguel de Cervantes 1992.



Notas:

Texto íntegro de las palabras preparadas por Manuel Lorenzo Abdala para el coloquio celebrado en Casa de los Poetas y las Letras de Sevilla el 22 de marzo de 2014 en homenaje a Gertrudis Gómez de Avellaneda. Desgraciadamente y por razones de tiempo, el texto tuvo que ser editado, omitiéndose gran parte del mismo. Hoy, igual que hace cinco años, lo ofrecemos en toda su extensión, tal y como fue creado.

El artículo de Dulce María Loynaz GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN DESDEÑADA, según Nidia Sarabia, fue escrito en 1961. Cfr. Original en:  http://www.josemarti.cu

Gullón, Ricardo. Tula la incomprendida. Ínsula. Revista Bibliográfica de Ciencias y Letras, Año 6, núm. 62 (febrero 1951), p. 3.

Lezama Lima, José. “Conferencia sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda”. Fascinación de la Memoria. Letras Cubanas, 1993. (Ese mismo año Letras Cubanas editó las conocidas cartas de la Avellaneda a Cepeda. Esta edición ha pasado a la historia como la Burra porque en la portada figura la foto de Carolina Coronado en lugar de Gertrudis Gómez de Avellaneda.