septiembre 29, 2015

LA GRAN DESDEÑADA (otra vez)

Después de tres meses de obligada inactividad por razones ajenas a nuestra voluntad, el blog dedicado a Gertrudis Gómez de Avellaneda reanuda sus publicaciones. Las cinco cartas pendientes de publicar, relativas a su epistolario de amor-desamor con Antonio Romero Ortiz, podrán ser solicitadas por los lectores interesados, escribiendo a la dirección electrónica del blog.
A partir de ahora publicaremos una serie de ensayos sobre la poetisa escritos por varias personalidades de los siglos XX y XXI.
Hoy comenzaremos por un tema que de alguna manera ya hemos tratado anteriormente, pero nunca como lo hacemos ahora.
En los inicios del blog, allá por noviembre de 2011, publicamos una entrada donde tratábamos sobre la polémica surgida con el nombre que debería llevar el Teatro Nacional de Cuba, que a día de hoy, aún, no lleva ninguno. En aquel momento hacíamos alusión a un extraordinario ensayo autoría de Dulce María Loynaz con una nota aclaratoria de Nydia Sarabia donde aclaraba la procedencia del escrito y otros ardides. Por entonces no publicamos el ensayo ni la nota aclaratoria, pero brindábamos la posibilidad a los lectores del blog, a través de un link, de consultar la fuente original de donde lo extrajimos:


Presagiando la posibilidad de que la página oficial de José Martí, excluyera el ensayo y la nota aclaratoria por todo lo que en él se exponía y lo que significaba, guardamos (a buen recaudo) en nuestros archivos el original que hoy hacemos público. La idea nos ha venido sugerida por varios lectores ya que, efectivamente, La gran desdeñada, ensayo de Dulce maría Loynaz no aparece por ningún lugar de la Internet (salvo en nuestro blog), mucho menos con la nota aclaratoria de Nydia Sarabia que pone al descubierto los raros métodos de cómo las autoridades cubanas han intentado, a través de los tiempos, hacerse con los restos mortales de varias personalidades, incluida la de Gertrudis Gómez de Avellaneda que descansa, junto a los de su esposo y hermano Manuel Gómez de Avellaneda en la Sacramental de San Fernando de Sevilla.


Manuel Lorenzo Abdala






GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN DESDEÑADA

(Nota aclaratoria)

Este trabajo de la poeta y novelista cubana Dulce María Loynaz, Premio Miguel de Cervantes de Literatura 1992, que ella tituló: “Gertrudis Gómez de Avellaneda, la gran desdeñada”, parece ser inédito, pero su contexto recobra ahora una gran actualidad porque en el mismo expone la escritora su interés acerca del nombre que debe llevar el teatro que se construía entre 1950 a 1952 en la Plaza Cívica (hoy Plaza de la Revolución José Martí), en La Habana.
Después del triunfo de la Revolución (1959) fue terminado dicho teatro y se bautizó como Teatro Nacional. Si bien es cierto que este teatro tiene una Sala llamada Avellaneda, en homenaje a la magna poetisa y dramaturga camagüeyana.
Todavía aquel ardiente y justo deseo de Dulce María Loynaz no ha sido satisfecho para que el Teatro Nacional lleve el nombre de aquella “indiana” del Camagüey que tanto brillo y esplendor le dio a la cultura de su Isla durante el siglo XIX.
Aquella “Tula” Avellaneda de quien José Martí expresó sobre “los literatos de enaguas la gloria cubana que le querían quitar a la Avellaneda…”
Este es un excelente ensayo de la autora de Jardín que hay que tener en cuenta. Ella me obsequió una copia de ocho cuartillas mecanografiadas, y de su puño y letra, en tinta azul, escribió al final: “La Habana, febrero 10 de 1961. Dulce María Loynaz”.
Ese magnífico obsequio me hizo plantearle en 1968 a nuestra querida e inolvidable amiga Celia Sánchez Manduley, entonces Secretaria de la Presidencia de la República de Cuba, la posibilidad de traer para Cuba los restos de la patriota camagüeyana Ana Betancourt de Mora. Ella nos indicó escribir al cónsul cubano en Madrid, el compañero Horacio Fuentes, para que hiciera las gestiones pertinentes, pero como si la patriota fuese un familiar de él. Eran los tiempos del general Franco y Horacio (ya fallecido) cumplió a cabalidad su misión. Logró traer de forma discreta e inteligente aquellos huesos sagrados a la patria y que hoy descansan en un mausoleo en Guáimaro, donde la voz de Anita se alzó durante la asamblea de Guáimaro para solicitar a los legisladores cubanos la emancipación de la mujer.
Lograda esta misión, volvimos a sugerirle a Celia el poder hacer gestiones para realizar lo mismo o parecido con los restos de “Tula” Avellaneda enterrada en un cementerio de Sevilla, España. Ella me autorizó de nuevo a escribirle a Horacio Fuentes y éste pasó el asunto al amigo Luis Felipe Pacheco Silva, a la sazón el cónsul cubano en Sevilla. Intercambiamos por carta esta misión y él nos envió hasta una fotografía de la bóveda donde reposan aún las cenizas de La Peregrina y la forma de devolverlas a su patria.
Celia me indicó le comunicara a nuestro poeta Nicolás Guillén, entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), él se ocupara en persona de las exequias de la Avellaneda cuando arribaran a La Habana, y que había el proyecto de erigirle un mausoleo en el cementerio de Camagüey. Guillén estuvo muy entusiasmado y envió a una persona para recibir las orientaciones en caso de que se lograra ese propósito.
Pacheco Silva (ya fallecido) hizo las primeras gestiones en un momento difícil, porque se alegaba que la poetisa tenía descendientes o familiares en España y no aparecían. También eran los tiempos del franquismo. Al enfermarse Celia, todo quedó en el aire y no se pudo conseguir ese noble y justo deseo de tantos años, y en especial, de Dulce María Loynaz.
Es por eso que ahora damos a conocer este maravilloso ensayo de Dulce María Loynaz, donde ella patentiza su amor por la cultura cubana a través de aquella que José Martí analizó en un paralelismo irrepetible al decir que “…la Avellaneda no sintió el dolor humano; era más alta y potente que él; su pesar era una roca…”


Nydia Sarabia




GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN DESDEÑADA

(Ensayo original)

¿Cómo podríamos llamar en buen castellano a una criatura cuyo destino fuera padecer el repudio de todo cuanto amase en el mundo?
¿Y qué pensar de ese repudio, de ese sordo volver la espalda a su presencia cuando quien sufre tal maltrato es justamente una mujer ungida por las gracias?
He aquí un fenómeno curioso, digno de concienzudo análisis no realizado todavía; Gertrudis Gómez de Avellaneda, poetisa cubana, escritora famosa en el pasado siglo, no es solo un caso en la Literatura, lo es también en la Psicología, y hasta en la idiosincrasia de los pueblos.
Y digo esto porque el injusto, inexplicable, reiterado desprecio que ella encuentra en los elegidos de su corazón, parece contagiarse de uno a otro, parece incluso arraigar por momentos en una colectividad determinada, y hasta transmitirse como triste herencia de generación a generación.
Gertrudis era, como todos saben, una mujer de talento: quizás de demasiado talento para el gusto de su época. Pero era también mujer de nobles sentimientos y espléndida hermosura. Brillante, amena, culta, rodeada de prestigio, cabe añadir, como si tales prendas fueran pocas, otra a la que hoy no se da mucha importancia, pero que entonces sí pesaba su procedencia de honorable casa, si bien no recargada de blasones, de todos modos vinculada al patriciado criollo.
En ningún campo pues, se la podía tener por una advenediza ni era lógico mirarla con recelo como si se tratara de una improvisada o una aventurera. En donde quiera que pisara tenía derechos naturales que ostentar, derechos que además nadie le negaba.
Y para no dejar resto de duda, voy a aclarar también, aunque no sea necesario, que nadie debe sospechar en ella la encarnación de un Amiel con faldas: bien lejos de su temperamento toda timidez, toda parsimonia, toda reserva que no fuese la que el buen gusto y una delicadeza innata cultivan siempre en la real señora.
¿Cuál era entonces el valladar sutil alzado una y otra vez entre ella y los seres de su elección?
Recalco lo de la elección, porque el fenómeno a que nos estamos refiriendo se hacía más patente entre aquellos que su alma prefería, que su mano seleccionaba para sí.
Sin duda tuvo Tula hombres que la amaran, amigos que la defendieran, multitudes que la aclamaran; pero no sé hasta qué punto podían éstos compensarlas de lo perdido o de lo nunca hallado que podía tener cualquier mujer, ni sé siquiera si ese fondo brillante se lo puso el destino para hacerla sentir más hondamente la tiniebla interior.
Casada dos veces, pero ninguna con el hombre amado; una reina la tiene por amiga, pero antes su amiga de la infancia la traiciona; y aunque en lejanas tierras le sea dado cosechar laureles, el pueblo suyo la negará tres veces.
Rafael Marquina, el notable polígrafo español, recientemente fallecido, nos cuenta en vivas páginas la historia de la poetisa fracasada en su amor primero; rechazada más tarde con una hija moribunda en brazos; rehecha apenas y tornada viuda en su viaje de bodas. Y así vamos siguiéndola en su peregrinar de cuesta en llano, reina mendiga de ternura, musa implorante ante un galán esquivo, ella, la altiva Tula hecha a domar las tempestades.
Altiva sí, a pesar de todo, porque tuvo siempre conciencia de su estatura interna, de su abolengo espiritual. La pertinacia de sus fracasos amorosos, la frustración de su maternidad y la conjura de la envidia ajena no alcanzan a fermentar en su pecho eso que hoy llaman un complejo de inferioridad. Otra mujer puesta en su caso pronto hubiera acabado por rendirse, se hubiera recluido en un convento o en una clínica psiquiátrica, según los tiempos que corriesen, y no habría llegado como ella, a cumplir su misión en este mundo.
Esta coincidencia inconmovible de su alto destino, aun mantenida en sus flaquezas femeninas, esta seguridad de sí misma que no la abandonará ni siquiera en sus días tristes, le prestan en verdad un singular aire de realeza, de una realeza un tanto exótica e inquietante.
En la corte de España con baldaquines y reposteros, debió parecer una auténtica Nusta desterrada, una hija de Inca traída en rehenes, a la que los hidalgos no se atreven a enamorar.
Y esta alteza extranjera quien se lo juega todo a una carta insignificante, Gabriel García Tassara. Y a los ojos de todos como las reinas mismas, trae al mundo una hija.
Semejante paso no se hubiera atrevido a darlo una mujer soltera y famosa, consciente y respetada, ni aun en nuestro siglo. Y mucho menos como ella podría darlo y quedar luego tan respetada, afamada y soltera como antes.
Soltera ha de estar por algún tiempo; sola ha de estar siempre. El seductor asustado de su hazaña hace mutis por el telón de fondo como el personaje más incoloro, menos real de sus dramas. Menguado de naturaleza a la par que de espíritu y de ingenio, le da hija sin sangre que sólo vive siete meses.
Siete meses que pasará ella sola, doblada sobre una cuna que se iba haciendo féretro, y siete meses llamándolo con todas las voces de la selva, desde el quejido de la tórtola hasta el rugir de la leona herida. Plasmada en cartas inmortales quedó esta doble agonía: Gabriel García Tassara no contestó jamás.
La Peregrina sigue su camino. Sabemos que era joven y era hermosa; nuevos amores entran y salen en el escenario de su vida. Todos vacilan ante esta Minerva apasionada, procelosa, para emplear una palabra muy a gusto de la poetisa. Hay momento en que parece haber hallado al fin el alma digna de su alma; ella lo cree así y por mucho tiempo no querrá despertar de ese sueño pese a la cruda, áspera luz que se le mete por los ojos. Así entre amores huidizos, aquel que pudo ser definitivo, aquel que por cuyos besos hubiera ella cambiado todos sus triunfos, se va, se va también como los otros, como la hija, como el hogar sin ilusión pero con paz y con decoro que una y otra vez le deshace la muerte.
Es ella la que vivirá bastante para ver irse hasta la gloria; la gloria que una lejana noche primaveral le ciñera corona como reina.
Los últimos años de Tula tienen también mucho de fuga, pero una fuga sorda, lenta. Su entrada en la sombra va a pasar casi inadvertida y Juan Valera cuenta que apenas ocho o diez acompañantes seguían el cortejo a la Sacramental de San Isidro. Y como era Febrero y azotaba la lluvia y la ventisca, no hubo nadie que despidiera el duelo.
Preciso es, sin embargo, que antes de llegar a esta última fuga esta gran desdeñada pruebe acaso el más amargo de los menosprecios: el que va a hacerle su propia patria, sus mismos coterráneos apartando su nombre fríamente a la hora de hacer un homenaje a los bardos del país.
Pues como dice ella con sobria dignidad, “si se me hubiera excluido de su número por no juzgarme acreedora a semejante honor, no sería yo ciertamente quien de ello se quejara”. Y se queja en efecto de que la hayan postergado, no por falta de méritos, sino de cubana.
Dos largas cartas escribirá a los diarios de la Isla en protesta de lo que considera una injusticia, una mentira intolerable, y mientras viva no hará otra cosa que debatirse contra el error. Empero inútilmente; su voz como la de Agar, se perdería siempre en el desierto.
Fueron los jóvenes de entonces los que acercaron a los labios de la poetisa –pálidas rosas que pronto deshojaría el viento– esta nueva amargura, la única que todavía no conocían. Fueron ellos, los jóvenes de entonces, los que se encargaron de que en la gama del acíbar, este último trago no le fuese ahorrado.
No los culpo del todo: pienso que ellos también como la gran mujer que no querían por hermana, habían cumplido su destino.
La juventud es siempre iconoclasta; y hasta sería cosa de aplaudírselo si no fuera porque en la mayoría de las veces nos rompen ídolos de oro para traérnoslo de barro.
Todo pues, quedó así, y Gertrudis murió y los jóvenes se hicieron viejos y murieron también y vinieron otros jóvenes y Gertrudis no vino más, ni vino otra como ella, porque en las trojes del Señor, la juventud es simiente que a su tiempo llega a todos los surcos, pero el talento solo a pocos.
Más, sucedió que aun después de muerta la persiguió el menosprecio de los suyos. Para que su destino se cumpliese más allá de la tumba, la especie propalada una centuria atrás siguió rodando, reptando por cenáculos y opúsculos como si la agraviada no la hubiese desmentido públicamente, –y de la misma España, ya con la Guerra Grande encima en cívica y valiente actitud que no sabemos si en igualdad de circunstancias cualquiera de sus detractores se hubiera atrevido a asumir.
Y como la malicia recorre siempre largos caminos, los hijos repitieron las frases insidiosas de los padres, y los nietos las de los hijos. Y luego las repetían sin doblez, sin detenerse a meditarlas; unas tras otras en un estribillo.
De esta manera nos llegó el día de edificar teatro propio; hacía mucho tiempo que la tierra de Tula se había independizado y las guerrillas con la madre patria eran ya solo páginas de Historia.
Había que pensar que el nombre de la Avellaneda era precisamente el nombre exacto que le correspondía a aquel teatro; a los grandes méritos de la escritora cubana se unía la significativa cuanto singular condición de ser ella la única mujer que con repercusión en las Letras Castellanas se ha dedicado al género dramático.
Y aún más podía decirse; era acaso la única que así, con resonancia ultramontana lo había hecho en el mundo, o al menos la primera en hacerlo, que ya sería grande gloria.
Por no se sabe qué extraña razón las escritoras nunca han gustado de este género: poetisas, novelistas, muchas hay, pero entre ellas ha sido solo nuestra tula quien, a más de regalarnos versos y novelas, alcanzara a crear obras teatrales.
Búsquense nombres femeninos en los vastos dominios de Talia y se verá cuan ardua es la labor. Espigar alguno significa un verdadero hallazgo de eruditos, como el de la monja Rosvita allá en el Medio Evo, y algunos pocos de factura nórdica.
Parecía por tanto, lógico, sencillo, que un teatro de Cuba y para Cuba se llamara como ella. Era lo natural, lo que caía por su peso.
¿Lo natural? No hay nada natural. El hombre se complace en complicarlo todo: de pronto aquí, allí, detrás, enfrente comenzó a repetirse la vieja cantinela.
¿Y qué era a fin de cuentas lo hecho por la insigne dramaturga para justificar estos escrúpulos de fariseos?
¿Vivir fuera de sus lares por largos años? ¿Escribir en Madrid y hacerse de fama?
Pues bien, dando por cierto que no estuviera Cuba unida a España aun antes de que decidiera desunírsele es lo corriente que el talento busque ensanchar sus horizontes. Ella era un águila de altura y a las águilas se las deja volar libremente.
Si criterio tan estrecho y falaz prevaleciera, menos habría de considerarse inglés a Lord Byron que no se distinguía precisamente por su ternura hacia Inglaterra y murió peleando por un país que no era el suyo.
Habría que tener por igualmente apátridas al Dante y a Petrarca, a Sargent y a Gauguin. Y dos de los más grandes poetas de América, Rubén Darío y César Vallejo no pertenecerían a ella sino a los cafés de París en cuyas mesas escribían.
Todos hemos podido ver a la gran Gabriela Mistral andar errante por extranjero suelo casi su vida entera por razones que nunca dio a su patria. Y sin embargo, cuando al fin los pies se le agrietaron para siempre, Chile tuvo a bien recibir como a Reina difunta, su poetisa.
Sólo nosotros los cubanos hemos querido renunciar a una gloria legítima: hemos querido regalarla o arrojarla al río en gesto semejante al de aquel duque que echara al Neva su vajilla de oro.
¿Y al fin, –preguntarán los lectores– que nombre se le puso al teatro?
Pues el teatro, amigos míos, casi puede decirse que se quedó sin bautizar, que por no darle el nombre de ella, no se le dio ninguno.
Lo digo así porque aunque oficialmente, y nada menos que ante el testimonio irrecusable de José Martí, citado y exhumado en la ocasión, se falló el viejo pleito a su favor, lo cierto es que sus paisanos prefieren ignorarla, desconocer a Tula.
Tal vez no quieran ya contradecir abiertamente al Apóstol, pero de todos modos han seguido oponiendo a su clamor patético el mismo silencio de García Tassara, de Ignacio de Cepeda, de furtivo entierro bajo el frío y el granizo. Silencio de la muerte… De la vida.


Dulce María Loynaz
La Habana febrero 10 de 1961


Nota: Nos cuentan desde Canadá que este escrito (el ensayo) es anterior a la fecha que nos ofrece Nydia Sarabia (febrero 10 de 1961). Al parecer fue publicado en 1957, cuatro años antes, en el libro de Dulce María Loynaz, La palabra en el aire editado por Eds. Hnos. Loynaz de Pinar del Río, aunque no hemos tenido la ocasión de comprobarlo. Lo haremos en breve porque la curiosidad es máxima, especialmente por saber si el cambio de fecha fue un error, desconocimiento o manipulación de Nydia Sarabia. (¿?)

junio 24, 2015

AMOR Y PASIÓN (cartas 34 y 35)




Contienda de amor
(Con guiño y coletilla)

         Había prometido analizar las últimas cartas en su conjunto y hacer un estudio general al final de la correspondencia. Pero hay cartas y cartas. Las que reproducimos hoy, las números 34 y 35, son de esas que no te dejan indiferente porque de alguna manera ponen de manifiesto un desorden que parece no responder a criterios racionales de comportamiento.

Quien haya amado alguna vez (amado de verdad, quiero decir) y esa otra persona se instala en lo más profundo de la cabeza, o entre ella y el corazón (o en los dos lugares simultáneamente), sabe que el amor se vuelve obsesivo y hasta compulsivo. En esa fase de enamoramiento, y siguientes (hasta el día mismo en que todo, de repente, se derrumba), se persigue de forma obsesiva a la pareja, alterando el comportamiento habitual, sufriendo insomnio, fiebres, taquicardias y otros males menores y/o mayores. Durante esta etapa, es común la falta de apetito o la gula, la dificultad para mantener la concentración o el exceso de ella, y lo más peligroso: la total idealización de la persona amada que lleva a tener una representación de la misma, totalmente distorsionada.

Eso aconteció con Gertrudis Gómez de Avellaneda o entre ella y Antonio Romero Ortiz. Solo que en esta historia de amor, en particular, habría que añadir las características propias de la época y el romanticismo extremo que la poetisa ejercía de manera militante. Tampoco Romero Ortiz se quedaba atrás porque aunque no sobrevivieron sus cartas, sabemos más o menos lo que escribía y en los términos en que lo hacía para atrapar el corazón de su amada y atormentarla con sus insinuaciones, dudas, celos y otras manipulaciones varias. Nada, amores del siglo XIX y de todas las épocas de la humanidad.


Manuel Lorenzo Abdala






Carta número 34
[28 de mayo de 1853]

        Antonio: no tiene que ver el encargo que yo te hice de no frecuentar mi casa con carácter de amante, con el visitarme con las atenciones de amigo. Tus disculpas en este punto son flojas y erradas. No solamente no pudiste suponer que yo no quería que me visitases, sino que te dije más de una vez terminantemente que era conveniente el que vinieses algunas veces, para que pudieras más tarde visitarme en Carabanchel, como uno de tantos. No solamente no te cerré mis puertas, sino que después de haberte hallado mamá dos veces en casa, he indicado claramente que era indispensable quitar toda malicia, viniendo otras veces a horas en que mamá se hallase en casa. Y no solamente te lo indiqué, sino que hasta te llamé una noche, y no viniste, con pretexto de que te habías dado un golpe. En fin, Antonio, mucho pudiera decirte respecto a esto y a todo lo demás que quieres disculpar en tu carta de hoy; pero no lo haré porque volvería a enojarme, y habría de llenar muchos pliegos. Me limitaré a asegurarte que me ha herido tu conducta y que le ha hecho mucho daño a mi amor por ti. Impresionable hasta el exceso, sin que pueda remediarlo, todas esas pequeñeces van pesando poco a poco sobre mi alma hasta adquirir la gravedad de montañas, y cuando quiero sacudirlas me encuentro con que han dejado una huella difícil de borrar.

        Después del mal que produjo en ambos nuestro rompimiento repentino de los días pasados, era menester dar reposo y vida al corazón: era menester tanto amor, tanta fe, tanta unión, que se disipase en poco tiempo el rastro funesto de aquel fatal precedente. En vez de hacerlo así, te he visto frío de alma, capaz de calma y razón hasta en los momentos en que más debía dominar el corazón; te he visto despoetizar a la pasión en todas sus fases, enfriarla de mil maneras; y, con voluntad o sin ella, hacer hasta desatenciones con la mujer que ya que no amada, debía serte siempre respetada y atendida. Dices que soy injusta: acaso tienes razón: pero yo te había dicho cien veces antes de ahora, que desde el momento en que probase demasiado mi cariño; que desde el momento en que pospusiese mi orgullo a mi amor, desde aquel mismo no habría felicidad posible, porque aquel orgullo sacrificado una vez se vengaría incesantemente con exigencias despóticas. Yo te había dicho lentamente que las naturalezas del temple de la mía no se avienen con ciertas posiciones: que a mí no me ligaba nada que me era humillante: que en los secretos de mi organización había un misterio indescifrable, y que… en fin: yo no puedo ni sé si quiero hablar de estas cosas. Sincera he sido, y lo soy hoy. Antes te anuncié la desgracia que hoy siento ¡Antonio! Esta es la verdad. Yo sufro y no puedo dejar de sufrir. Te amo, y sin embargo, ese amor ha cesado de ser una esperanza para mi alma. Yo veo nuestros destinos separados por aquello que debía unirlos más: yo siento que tarde, o pronto, nos alejaremos uno del otro para no volver a encontrarnos. Desde el fatal momento en que el amor dejó de ser esperanza se ha hecho doloroso como el recuerdo. La desconfianza, los celos, el orgullo, mil pasiones bastardas se han desarrollado en el campo que llenaban las ilusiones de aquella esperanza naciente. La reserva ha reemplazado a la expansión; la timidez del corazón prueba la insuficiencia de sus vínculos. Seré tal vez injusta: ¿Que mucho, si soy desgraciada? Te haré un crimen de cosas que antes no me hubieran llamado la atención: ¿Que mucho, si antes nuestra posición era digna, igual, desembarazada, y ahora es difícil, desigual, incierta y falsa? ¿Qué  mucho, si antes deseaba yo lo que ya no puedo desear; me dirigía a un término al que ya no me dirijo; soñaba un porvenir al que renuncié locamente? ¡Antonio! El hombre que era el esposo de mi alma se convirtió en el amante de un día… no te ofendas: yo no quiero decir con esto que valgas menos a mis ojos, no: pero es cierto que yo no podré jamás pertenecer eternamente a ningún hombre a quién haya pertenecido pasajeramente. En mi alma rara hay una impotencia fatal de conciliar ciertas cosas: esto es inexplicable. El hecho es que todos nuestros disgustos traen su origen de una sola locura. Que después de ella todo parece haber conspirado contra nuestra dicha, y que esta ha cesado de ser posible ¡Y bien! Si el amor te basta; si no me has de pedir cuenta de mis irremediables disgustos, de mis irritabilidades, de mis aparentes caprichos; si te hallas con fuerzas para sobrellevar mis desigualdades y para ocultarme tus forzosas tibiezas; Antonio, yo no romperé tampoco el lazo que nos une, sea bueno o malo, duro o ligero: pero no me pidas felicidad ni intentes dármela: eso no está ya en poder nuestro. Acaso ha habido recientemente un momento único, que pudo decidir nuestro destino de una manera próspera. Pasó, ¡…fue decisivo, y pasó…! Desde aquel día todo ha tomado un giro invariable. No me preguntes más: sería en vano. Te amo, Antonio; eres mi amante; no sé nada más, ni pido ni prometo más. Adiós:

T.


Adición

Si quieres el manuscrito de La Aventurera, puedes pedirlo al teatro. –Si quieres que yo lo pida, lo haré. En tomarlo para sacar una copia se emplearía tanto o más tiempo que el que tú necesites para leerlo diez veces.

No fueron los contertulios de Eloísa los únicos que me favorecieron la noche del veinticinco. Estuvieron Hernández de Ariza, Tassara, Hartzenbusch, León, Escosura, Navarro, Martínez de la Rosa, y otros muchos de los cueles la mayor parte no tratan a Teodora Lamadrid, pero saben que es costumbre ver al autor de la obra esté donde estuviere, cuando está en el teatro.

Si escribes  algo sobre La Aventurera, te ruego que no olvides hacer notar que el pensamiento filosófico que resalta en mi obra, bueno o malo, es mío: que el original francés no inicia, no desenvuelve, al menos, aquel pensamiento de doble tendencia, que se destaca en la aventurera española; y que la escena más dramática y aplaudida, la del final del 3º acto, es, en su forma teatral, en su contextura dramática, es mía casi exclusivamente. En cuanto a otras muchas diferencias de formas ya las verás cotejando. Digo esto porque dicen que pregonan algunos que mi obra es un mera traducción.

No me importa mucho, pero los editores son unos bárbaros y con ellos pueden perjudicar las tonterías de otros bárbaros como ellos.





Carta número 35

Por la tarde
Hoy 28. [Mayo, 1853]


        Llegaron visitas en el momento en que te escribía mi adición, y fue esta con la carta sin decirte, como pensaba, que anoche no he salido de casa, ni lo haré tampoco esta noche porque tengo un fuerte catarro, de los que son tan frecuentes en mí. –Si quieres verme, puedes hacerlo; pero esto no te compromete a nada.

Tuya

T.    

junio 19, 2015

UN ABISMO ENTRE NUESTROS CORAZONES

"Te doy gracias por todo, pero no acepto tu buen deseo: es inútil. A Dios"


“La sangre me hierve y el alma se me repliega...”
(Epílogo a la anterior carta)

Como en la otra, sin mayores comentarios (de momento). No son necesarios. El billete, escrito a la defensiva mujeril, lo dice absolutamente todo. La Avellaneda, ultrajada, expulsa multitud de reproches, ¡tormentosos!, colmados de angustias y sinsabores varios… Al final se deshace de su amante con férreas verdades, sin posibilidad de réplica:
       
        Nosotros no nos comprendemos; no es posible que nos comprendamos jamás. No sentimos del mismo modo; no vemos las cosas de igual manera: falta entre nuestras almas simpatía; no se adivinan, no se identifican ni un solo instante.

Después de esto, solo cabe recapitular y cerrar la historia. Una leyenda de amor, como en los cuentos de hadas, que pudo ser diferente y con un cierre mucho más acertado, al real deseo de los enamorados. Pero no, en la Avellaneda nunca cupo el amor verdadero ni la plena felicidad. Ese fue su karma, y el de su época.


Manuel Lorenzo Abdala






Carta número 33
[27 de mayo de 1853]

        Antonio: en el momento mismo en que salía mi criada con la adjunta, encontró al cartero que traía la tuya. La he leído, y añado estas líneas a lo que te digo en las otras.

        Mi madre debe estar admirada de que sólo cuando falta de casa vienes tú a ella. Yo te he dicho “no quiero que conozcan en mi casa mi amor por ti, y me privo por esa causa de recibirte en ella todos los días”: ¿pero es manera de ocultar el amor el prestarle un carácter indigno? Después de haberte hallado mamá dos veces en casa, junto a mí, ¿qué debe pensar que no hayas hecho una sola visita a presencia suya? ¿Qué debe pensar al ver que no cumples conmigo ni los deberes de simple urbanidad? ¿Qué debe pensar, sino piensa que eres un amante; pero un amante secreto; un amante meramente carnal; un amante de aquellos que no tienen las mujeres como yo, y a cuyo papel despreciable no se avienen jamás hombres que se estiman? Estoy mal a los ojos de mi familia; mal a los de Eloísa, que por poco que me importe, es una mujer y debe comprender lo que es un amor digno y decoroso: estoy mal a los míos, y tan mal que todo mi disimulo, que todos mis pasmosos esfuerzos por sepultar en mi alma la cólera y el disgusto que me siguen hace días a todas partes, no bastan ya a reprimir la expresión de profundo descontento que se viene a mis labios, a pesar mío. En fin, Antonio: acabemos. Nosotros no nos comprendemos; no es posible que nos comprendamos jamás. No sentimos del mismo modo; no vemos las cosas de igual manera: falta entre nuestras almas simpatía; no se adivinan, no se identifican ni un solo instante. Nada que puede serme grato aciertas tú a hacerlo: aciertas por el contrario, hasta en los momentos de mayor delirio, a hacer lo que me es más incomprensible, más antipático, más repugnante. Chocas con todas mis ideas sobre el sentimiento; y yo debo ser para ti, igualmente chocante. Lo repito: nuestras inteligencias se entienden sin duda, porque ambos tenemos talento; pero me convenzo más cada día de que hay un abismo entre nuestros corazones: Que solo se han atraído para repelerse.

        ¡Y bien! ¿Qué quieres…? Yo no lo sé. La sangre me hierve y el alma se me repliega con contracción dolorosa. Me harías mucho bien en poner un término a esta situación extraña.

        A Dios

Tula    

P.D.- No te tomes la molestia de hablar de La Aventurera. Me importa un bledo que la censuren o la aplaudan. Ha pasado en la escena felizmente que era lo que deseaba: ahora no me ocupo más de semejante cosa. Te doy gracias por todo, pero no acepto tu buen deseo: es inútil.

junio 15, 2015

"SE NOS ROMPIÓ EL AMOR"



Se nos rompió el amor
Delicada, impresionable, apasionada y soberbia

Hoy, contrario a lo acostumbrado, dejaremos el comentario -nuestra impresión final-, para cuando transcribamos (próximamente) la carta número 40, con la que concluiremos esta edición de CARTAS DE AMOR Y PASIÓN.
A partir de la carta número 32, que reproducimos hoy, el amor se enfría irremediablemente, y aunque la correspondencia entre los enamorados se prolongó unos cuantos mensajes más (siguieron siendo amigos), nosotros concluiremos con aquella en la que, justamente, el amor quebrantó las reglas de la pasión para nunca más regresar al corazón de ninguno de los dos amantes.

Manuel Lorenzo Abdala






Carta número 32
Hoy 27 [mayo de 1853] por la mañana

        Ayer no me has escrito, ni aun para felicitarme por haber salido bien del susto del drama, y sin embargo de que yo te escribí. Por la noche no has estado en Variedades; y en la anterior [noche] te singularizaste siendo el único de los amigos que no entró a saludarme ¿Quieres explicarme más claro lo que todo esto significa? Sería mejor para los dos. Yo gusto de las excentricidades; pero hasta cierto punto nada más: cuando llegan a parecer algo más que excentricidades, no quiero que sean oscuras sino que se caractericen con desembarazo. Las cosas indecisas me son antipáticas; los términos medios se ligan mal con mi índole decidida.

        ¿Será que solo en los tête a tête te es agradable mostrarme tu amistad? ¿Será que ninguna atención delicada le parezca necesaria a tu amor? ¿Será en fin, que nuestras relaciones no han de ser otra cosa que conferencias secretas; y que cuando aquellas no son posibles todo lo demás te significa poco…? Desearía verlo más claro: comprenderlo completamente. –Por poco que me conozcas debes haberte convencido (porque eso lo ve cualquiera que me habla dos veces), de que no soy persona capaz de sufrir rarezas, si así quieres llamarlas: de que tomo mí partido muy pronto y muy definitivamente al punto que se lastima en lo más mínimo mi orgullo o mi corazón ¿por qué pues este juego peligroso, cuyas consecuencias pudieran ser irremediables…? Si los rasgos que de algunos días a esta parte estás ostentando son sinceros, vale más, cien veces más, otra cosa más breve y más digna. Una palabra basta. Si tú no la quieres pronunciar la diré yo, y punto redondo. La diré yo al momento y sin ambages mezquinos. Si no eres sincero en las rarezas repetidas que desde días atrás me haces conocer; si no eres sincero, Antonio, estás obrando muy locamente y con no poca temeridad, porque acaso produces efectos que no corresponden a tus esperanzas. Soy, no lo olvides, tan delicada como impresionable: tan apasionada como soberbia. Has logrado en pocos días entumecer mi entusiasmo a fuerza de rasgos incalificables: si quieres matarlo de una vez puedes conseguirlo con poco. Pero sería más digna, y mejor para los dos, otra conducta que leal y francamente diese solución al enigma. –No volveré a escribirte hasta no saber claramente a dónde vamos ¿Cómo estamos? ¿Qué somos…? Adiós–

Tula


junio 08, 2015

HORTENSIA.


La viuda que se equivocó de amor.

Hace unos días recordábamos La Aventurera, drama cuyo estreno tuvo lugar el miércoles 25 de mayo de 1853 en el teatro “Variedades” de Madrid. Hoy nos referiremos a Hortensia, el otro drama que, secreta y paralelamente, se estaba preparando en “El Príncipe”, teatro competidor del "Variedades" y cuyo estreno tuvo lugar el viernes 3 de junio. Ahora, solo ahora, comprendemos por qué tanto secretismo.

Hortensia es una de las cinco obras que aún permanecen inéditas de las veintitrés que escribió Gertrudis Gómez de Avellaneda (no hemos encontrado el libreto). Todo parece indicar que La Aventurera superó con creces a su competidora. Y decimos “nos parece” porque no hemos tenido ocasión de leer los textos traducidos por la Avellaneda, solo conocemos el original, en francés, de Frédéric Soulié, por cierto, modificado por Antony Bérud, director del teatro en el que tuvo lugar su estreno parisino unos años antes, al poco de morir Soulié (1848). ¿Pero cuál era el tema de Hortensia? ¿Por qué tanto rechazo en Madrid…? Al leer sobre la obra en la prensa francesa encontramos posibles respuestas:

Cette pièce posthume de Soulié eut, à en croire la presse contemporaine, un succès décisif et attendrissant. Soutenir, comme elle fait, la thèse de la responsabilité du séducteur et de son obligation de réparer sa faute, c’était en effet battre en brèche une porte ouverte : l’attendrissement provenait sans aucun doute de la douloureuse position de la veuve plus qu’équivoque, livrée par son amant au mépris de tout le monde et dénuée d’appui.

Madrid no estaba preparada, España mucho menos, para ver en escena una obra donde  se planteara y hasta justificara el adulterio por parte de una mujer. Hemos leído las escasas críticas aparecidas en la prensa madrileña (El Clamor Público, 4 de junio de 1853; Las Novedades y La Esperanza, ambas del 5 de junio del mismo año y La Época, 16 de junio). Todas lanzan dardos envenenados contra la obra, pero ninguna se atreve a mencionar el tema tratado. Hoy traemos a colisión una de aquellas críticas, la de El Clamor Público del 4 de junio de 1853.

Hortensia, la obra que se representó por primera vez en el teatro del Príncipe, ni corresponde á la fama de su autor, que es Federico Soulié, ni añadirá un quilate de reputación literaria para su traductor la señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. Los dos primeros actos pueden soportarse porque hay diálogos ligeros y escenas agradables; pero el tercero es pesado hasta la sandez y malo de todas veras. La ejecución fue buena, especialmente por parte de la Palma y los dos Romeas. El público no quedó satisfecho.

         Cómo iba a quedar satisfecho el público, si la obra arremetía contra la falsa moral, artificiosamente establecida, por la sociedad madrileña. La Avellaneda se atrevió a tratar estos temas escabrosos en una época impensable, adelantándose -como siempre- a cualquier otra autora española. Lo curioso de todo es que Romero Ortiz, con quien la Avellaneda (viuda ya de su primer marido), mantenía una extraña relación amorosa, no emitiera opinión alguna al respecto cuando el conflicto le tocaba tan de cerca: Joven apuesto seduce a dama viuda, seis años mayor que él, cayendo en sus brazos sin medir las consecuencias... Romero Ortiz no se creía “engañador” de corazones, mucho menos creía en la “obligación de reparar” daño alguno ¡Menudo pollo!

         No tratamos aquí de justificar las "hábiles" acciones de la Avellaneda en su correspondencia, pero si leemos entre líneas, comprenderemos la similitud del conflicto presentado en Hortensia con el suyo propio. Y sí, creemos que Antonio Romero Ortiz engañó de alguna manera a su prometida, para una vez conseguido el propósito inicial, abandonarla en medio de la nada.  La obra fue como un aviso, una especie de llamada de atención de la Avellaneda a Romero Ortiz. La correspondencia, las cartas de aquellos días, así lo atestiguan.


Manuel Lorenzo Abdala




A continuación reproducimos las cartas 30 y 31 de la correspondencia amorosa entre la Avellaneda y Romero Ortiz publicadas, por primera y única vez, por la Fundación Universitaria Española en 1975, gracias al trabajo investigativo de José Priego Fernández del Campo.


Carta número 30
[Martes 24 de mayo]

        Querido Antonio: acaso no es con buena intención el haberse dicho que La Aventurera no se hacía mañana: acaso sea cosa inventada por los amigos del teatro del Príncipe [En El Príncipe se ensayaba Hortensia, obra competidora de La Aventurera y de la cual la Avellaneda no hace mención alguna]. Yo tengo entendido que va mañana sin falta el tal drama, que no se ha hecho respecto a esto la menor alteración, y que no se hará. El no decirte nada sobre vernos durante su ejecución es porque ignoro si estaré en el teatro de Variedades mañana. Como quiero y espero que tu asistas, y a lo que más me inclino es a no asistir yo, me parece difícil que nos encontremos. Aun asistiendo yo, sería al cuarto de Teodora, nunca a otra parte, por manera que no era lo más fácil el que nos viésemos  allá. Hoy me siento tan mal que si puedo meterme en cama a las diez no lo haré a las once; ni a las diez si puedo a las nueve; pero lo más seguro es que me vea precisada a acompañar a una amiga al Circo, y por si no me escapo de este compromiso te lo advierto ahora, para que sepas que estaré en el coliseo de la Zarzuela, y que si allí no estoy es señal de que mi salud me ha forzado a tomar cama. Hoy comeré fuera de casa, lo cual no contribuirá a mejorarme.

        Ya ves, pues, querido mío, qu, como te decía en la mía de ayer, es más que probable que hoy y mañana no nos hablemos sino por escrito. El jueves, si mi salud lo permite, y el tiempo, estaré en paseo después de la procesión, y por la noche (si La Aventurera no naufraga), estaré en el teatro. En una y otra parte podemos vernos, pero no sé si podremos hablarnos largo tiempo: es probable que no. Para colmo de fastidio estoy de mudanza, y hasta es posible que el viernes ya nos traslademos a Carabanchel, aunque yo hago por dilatarlo. Todos están molestos con tener la mitad de los muebles aquí y la otra mitad allá, y desean y me dan prisa por la mudanza completa. Confío, sin embargo, en que la retardaré todavía algunos días, y que no se verificará sin que antes nos veamos despacio un vez siquiera. Pasado el susto de mañana convendremos los medios, salga con bien o no La Aventurera. Hoy solo te pido que no dejes de hallarte en Variedades mañana, y esta noche, si quieres, en el Circo, por si yo voy.

        Celebro que tu indisposición de anoche haya pasado tan brevemente. Las mías, por desgracia, son más tenaces.

        Adiós, querido mío, te ama

Tula   


Hoy 24.


        Perdona lo innoble del papel. No tengo hoy de otro ¡Y cuanto borrón…! Así va.

(A la vuelta)

        Creo que tendrás para mañana localidad mejor que la que yo puedo ofrecerte; pues la beneficiada ha estado tan fina y agradecida que solo me ha enviado tres lunetas, y esas de 10ª fila. Con todo, si no tienes ya otra mejor, envíamelo a decir y te mandaré una de las mías; pues ya no las hay de venta ni buenas ni malas.






Carta número 31
[al día siguiente del estreno de La Aventurera]

        Querido Antonio: tengo un millón de visitas continuas, pero aprovecho una breve escapatoria que he podido hacer, para saludarte, ya que no lo has hecho tú conmigo. También has sido el único de mis amigos que anoche no te dejaste ver en el cuarto de Teodora. Sin embargo, creo que te habrás alegrado de que la pobre Aventurera saliese con honor de la terrible prueba de la escena, y me congratulo contigo.

        Esta noche saldrá a la escena más arreglada al gusto del público, para lo cual me voy al teatro dentro de algunos instantes. Antes te envío estas líneas, trazadas de prisa, y te digo que no estoy peor de salud, aunque tampoco buena. Anteanoche tuve calentura, y ayer he pasado muy mal día. Al presente me siento pasablemente.

        No me iré a Carabanchel hasta no dejar impreso el drama. Hablaremos sobre lo que me dices en la tuya de ayer.

        Adiós, querido mío, es siempre tuya

Tula   


Hoy 26 de Mayo [de 1853]