julio 04, 2012

Mi primer gran viaje a París (II parte)


La otra crónica de mi primer gran viaje a París *
Un cruel asesinato en la Avenue de Neuilly de París


Al día siguiente de la reunión de amigos donde el pintor Joseph-Benoit Guichard realizara aquel carboncillo que sirvió de base para el óleo que ya comenté en el post anterior, y que desapareció lamentablemente en 1880, recibí una invitación personal del influyente político  François Guizot para que asistiera a la suntuosa fiesta que se preparaba en el majestuoso palacio de Salm. Mi presencia en Paris se estaba haciendo notar ¡y de qué manera! A los políticos, no sé por qué razón, siempre les ha encantado estar rodeados de intelectuales y artistas.

En aquella fabulosa fiesta, a la cual asistí con mi ajuar al completo y vestida con un esplendido traje de estreno que causó verdadero furor, cierta envidia y sensación, tuve el honor de conocer a la archifamosa baronesa Dudevant, más conocida como George Sand. Me la presentó, sorpresivamente, la condesa de Merlín que era muy amiga suya: a punto estuvo de darme un vahído y mi hermano Manuel casi que se atraganta al besar su mano, pero la condesa de Merlín le asistió unos golpecitos sobre la espalda, y sin que nos diéramos casi cuenta, le secuestró. (Había demasiada competencia en aquella fiesta).

La imponente baronesa que me llevaba como diez años en edad y unos treinta en experiencia, me resultó una dama muy agradable, y yo le resulté una joven curiosa y exótica escritora, al menos eso me manifestó segundos después de habernos conocido. Como casi todos nuestros acompañantes habían desaparecido en direcciones inimaginables, la baronesa me invitó a dar un paseo por las terrazas que daban a los jardines exteriores del palacio. Durante aquel recorrido, copas de champagne por medio, hablamos mucho de nuestras maneras de ver la literatura y hasta de los derechos que debería disfrutar la mujer, tema que a George Sand parecía interesarle tanto como el de las relaciones afectivas que tenía planificadas mantener en un futuro inmediato con cierto joven parisino… yo solo escuchaba, a su lado me sentía como una pudibunda adolescente de lejanas provincias, cercana a ingresar como novicia en un convento de clausura. Era en París algo casi normal el mantener relaciones simultáneas, el planificarlas y difundirlas se tornaba casi como un juego (a veces demasiado peligroso como podrá constatarse más adelante).

Durante aquel paseo pude ver salir, fugazmente, de entre la floresta, a Josefina Cipresti, una venezolana que había conocido días antes en casa de los De Céspedes. Jugando estaba a las manos con el mismísimo Carlos Manuel, mientras su esposa Carmelita, danzaba inocentemente en el gran salón con François Guizot. Mi cara debió reflejar tal sorpresa y desagrado que la baronesa sólo atinó a reír. A continuación se encargó de ponerme al corriente de todo. Me dijo que la venezolana aquella era la viuda de un famoso diplomático norteamericano, un tal Daniel Parkhurst que había llegado a ser Agregado Comercial en la Embajada de su País en Francia y que era una dama rodeada de reiteradas habladurías acerca de aventuras amorosas y relaciones afectivas, demasiado intensas, con hombres de la aristocracia y de los círculos políticos más selectos en los que se le conocía como “la fougueuse bolivarienne diplomatique” .

Madame Cipresti, como todos los políticos de entonces, solo servía para nutrir sus ambiciones de poder. Pero una noche, seis semanas después de aquella alocada, aunque fabulosa y esclarecedora fiesta en el palacio de Salm, parece que Josefina Cipresti fue demasiado lejos: apareció brutalmente asesinada en su casa de la Avenue de Neuilly, cerca de la Place de l´Etoile. Su sirvienta, una señora filipina indocumentada –de nombre Alita Nanciaga-, al ser interrogada por la Policía declaró que Carlos Manuel de Céspedes había sido la última persona que había visto en vida a Josefina, y que ella había escuchado una discusión en voz alta entre Josefina y Carlos Manuel.

La situación se tornó muy embarazosa y todo resultó demasiado extraño. La condesa de Merlín se encerró en su palacio durante varias semanas junto a mi hermano Manuel al que estaba dejando seco, la baronesa Dudevant se fue al sur en viaje de placer, no con Chopin cuya relación ya se había terminado, sino con un joven desconocido. El propio Chopin se marchó, de repente, a Inglaterra a dar una especie de concierto benéfico junto a Miguel Aldama que arrastro consigo… Nos quedamos solo los Del Monte, los De Céspedes y yo.

Carlos Manuel había pedido ayuda a influyentes amistades, pero sólo recibió una carta, enviada a mano directamente de François Guizot en donde le contaba que él sabía que Carlos Manuel era inocente de tal crimen, ya que a la hora señalada por la señora filipina declarante, habían estado ellos reunidos en el palacio de Salm, pero que él, Guizot, dados sus compromisos políticos, no podría testificar a su favor en el caso de que el Prefecto de la policía ordenara su arresto temporal, lo cual se barajaba. En la misma carta añadía, además, que él había sido informado de que un sospechoso estaba detenido, pero que el asunto de la Cipresti podría complicarse y que le aconsejaba, si no quería verse molestado de algún modo, abandonar París tan pronto como pudiera.

El desespero se apoderó de la joven pareja de los De Céspedes, y al igual que los Del Monte fui preguntada al respecto. Les dije lo que realmente pensaba, pues conocía las actividades de la desgraciadamente asesinada Madame Cipresti, que en tal asesinato podrían estar implicados importantes personajes de la política u antiguos amigos afectivos, que ella coleccionaba por decenas… Por otra parte pensaba que la sirvienta filipina indocumentada en la Francia corría el riesgo de ser deportada y pudo fácilmente haber sido chantajeada por alguno de aquellos hombres…  “Los políticos sólo sirven para nutrir sus ambiciones de poder”, dije a Carlos Manuel y a una desconsolada Carmelita. Animé a la pareja a regresar conmigo y con los Del Monte a España, pero ellos prefirieron regresar a Cuba.
Y así terminó, realmente, mi primer gran viaje a París.


Queda vuestra, afectísima y siempre servidora

Gertrudis Gómez de Avellaneda,
La Divina Tula, o simplemente Tula…



* Recreación de la historia que pudo ser basada en la crónica Esclarecer rumores, apaciguar las dudas antiguas y crear nuevas, escrita por monseñor Carlos Manuel de Céspedes y García Menocal, publicado en palabranueva.net, revista de la Arquidiocésis de La Habana, Nº 168, noviembre de 2007.

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