octubre 12, 2012

Cincuenta cartas de amor y pasión...

Retrato de Antonio Romero Ortiz en 1854 cuando era Gobernador de Toledo. Un año antes le hacía la corte a Gertrudis Gómez de Avellaneda. (ver biografía ampliada al final del post)
 

Estudio preliminar sobre el último epistolario,  conocido y encontrado, de la Avellaneda.
 
El artículo que reproducimos a continuación fue publicado en 1989 por la Asociación Internacional de Hispanistas (Actas X, 1989), y vuelto a publicar años más tarde, por el Centro Virtual Cervantes. Es un estudio preliminar, realizado por la prestigiosa hispanista Rosario Rexach, sobre un lote de cartas inéditas encontradas en el año 1975 por el coronel José Priego Fernández del Campo en el Museo del Ejército.
Todas las cartas de amor que pertenecen al epistolario celosamente guardado por Antonio Romero Ortiz, así como las que conservó su otro gran amor, Ignacio de Cepeda y Alcalde, serán publicadas por el blog de La divina Tula a partir de la primavera del próximo año 2013 como antesala a los diferentes actos por el bicentenario del natalicio de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
 
 
UN NUEVO EPISTOLARIO AMOROSO DE LA AVELLANEDA (a)
Por: ROSARIO REXACH  (b)
 
 
En 1975 la Fundación Universitaria Española publicó en Madrid el segundo de sus Documentos Históricos. Se titula la publicación Cartas inéditas existentes en el Museo del Ejército. La autora de dichas cartas es Gertrudis Gómez de Avellaneda. El pequeño opúsculo tiene unas palabras de introducción debidas a don José Priego Fernández del Campo (c). La aparición de este epistolario del que nadie había dado noticias antes llamó inmediatamente la atención de los estudiosos de la obra de la poetisa —admitiendo la opinión autorizada de Dámaso Alonso.1 Y en mi caso determinó que hiciese un estudio de dicho documento. Fruto de ello es este pequeño trabajo.
Debe comenzarse por decir que la historia de cómo dichas cartas llegaron a ser conocidas parece casi una novela. El principal destinatario de ellas fue un español de convicciones liberales que participó activamente en la llamada Revolución de Septiembre y que llegó a ser ministro de Gracia y Justicia (d). Había nacido en Santiago de Compostela en 1822. Era, por tanto, menor que la Avellaneda, quien había nacido en 1814. Cómo fueron a parar esas cartas al museo es sobremanera curioso. El recipiendario, don Antonio Romero Ortiz, al parecer nunca se casó y todo lo que reunió en su casa que era un verdadero museo de antigüedades lo legó al morir a una sobrina, la que a su vez lo cedió, a su debido tiempo, a la Academia de Infantería de Toledo de donde en definitiva pasaron al Museo del Ejército. Al hacer un inventario de lo recibido se encontró una «carpeta reservada» que contenía cincuenta cartas de amor. Además en otra titulada Autógrafos se encontraron cinco más. Todas firmadas por Gertrudis Gómez de Avellaneda, con los diferentes nombres con que solía firmar: Tula, T., Gertrudis o con su nombre completo. Las cartas de amor dirigidas a Romero Ortiz son todas de la primavera de 1853. Hay otras destinadas a la misma persona que ya no tienen contenido amoroso, sino amistoso y, en alguna ocasión, sólo de carácter formal. Estas últimas están fechadas posteriormente, entre 1854 y 1871. Ya se aludirá a ellas.
Este estudio se contrae únicamente a las cartas dirigidas a Romero Ortiz. Las otras merecen estudio aparte y una investigación cuidadosa para darse cuenta de sus contextos. Vamos pues, sólo a la parte del epistolario a que me he referido.
Dicho epistolario tiene dos vertientes. Por un lado hay una anécdota que ilustra muy bien lo que era la vida en la época en que el hecho se produce, pero que —como tal anécdota— carecería de valor si en el contenido de las cartas no hubiese algo más que es lo que las hace interesantes para una reunión como la que aquí se congrega. Se basará este trabajo, pues, en los dos aspectos. Lo primero la anécdota.
Es sumamente interesante. En febrero de 1853, viuda ya de su primer marido, la Avellaneda fue derrotada en sus aspiraciones de entrar como miembro de la Academia. Esto produjo en los medios literarios de la época de Madrid no poco revuelo. Los que habían propiciado su candidatura como el duque de Rivas o el marqués de la Pezuela —entre otros— se sintieron defraudados. Y muchos de sus admiradores, algunos desconocidos, lamentaron el incidente. En la poetisa hubo un profundo sentimiento de frustración y posiblemente de cólera.
Fue en esta circunstancia que alguien sin razón suficiente, o con muchas —quién sabe— se decidiese a escribir una carta de la que sólo podemos inferir su contenido por la respuesta que recibió el corresponsal. Dicha carta parece haber sido escrita el 19 de marzo de 1853 y estaba firmada por Armand Carrel, un seudónimo, como lo decía firmemente el que la había escrito. La Avellaneda, intrigada y divertida dio respuesta a la misiva recibida con la que aparece como la carta número 1, en el epistolario que se estudia. Por su texto sabemos que en la carta recibida se le ofrecía «desengaños provechosos y consejos leales» lo que la mujer está dispuesta a aceptar. Es en esa frase «desengaños provechosos» en la que apoyo la tesis de que la negativa de la Academia fue el motivo impulsor de la carta. Parece también que en la carta recibida se le advierte que no intente descubrir la identidad del que escribe a lo que la poetisa responde, posiblemente con poca verdad, esto: «Sólo me resta decirle que tendré más complacencia en leer sus escritos que curiosidad para averiguar el nombre del autor.2  De este modo se inicia una correspondencia muy frecuente que en menos de tres meses acumula unas 45 cartas cuyo nivel de intimidad va paulatinamente creciendo y que determina en un momento dado la identificación del escribiente de las cartas. Esto, sin embargo, no va a ocurrir sino pasadas ocho misivas.
El modo cómo se conocen personalmente es sumamente romántico, casi que adolescente, pese a ser los protagonistas bien adultos. Todo surge porque en su segunda misiva el pretendiente le dice que está en manos de ella el pedirle cualquier favor porque lo tendría a sus órdenes. A lo que la corresponsal le responde, muy sabiamente, esto: «Antes de obligarse a tanto, repito, reflexione V. que un ser extravagante (sic), como lo soy yo, puede atrapar muy bien aquellas palabras...» Y continúa unas líneas adelante: «Suponga V. que yo, rara como soy, quisiera poner a prueba la veracidad de mi corresponsal... Suponga V. que animada por aquella idea... ponga a prueba su habilidad de V. y su lealtad». Y continúa: «Y bien, ¿qué haría V. si tal caso llegase...? Para finalizar diciéndole:
 
«Piense V. en esto y comprenderá que es importante el consejo que le doy de no obligarse mucho» (C. 2, p. 13).
 
Por supuesto, el corresponsal no cede y persiste. Pero se escuda en su seudónimo para decir que quien se obliga no es él, sino Armand Carrel, nombre que ha adoptado. La Avellaneda en su tercera carta le responde:
Al leer en su última de V. estas palabras: «Jamás me arrepiento ni me echo atrás: haga V. sonar la campanilla y sea para lo que sea, y suceda lo que sucediere me hallará pronto...» Al leer tales palabras, repito, me entusiasmé tan de veras que, a semejanza de Arquímedes, estuve a punto de salir gritando por esas calles —lo he hallado. Pero mi gozo se desvaneció como el humo cuando vi a renglón seguido esta maldita frase: «Yo no me obligo a nada, quien se obliga es Armand Carrel» (C. 3, p. 14).
El resto de la misiva está destinada a provocar en el corresponsal una definición más certera de su intención. Y en el resto de lo escrito le advierte que ella es «poeta de veras» y, además esto que define muy bien su carácter: «Tenga V. entendido desde ahora para siempre que soy todo lo contrario de susceptible; que no poseo en manera alguna aquella vanidad lustrosa que se cree empeñada por el más leve soplo». Y termina dándole permiso, como él lo solicita, para tratarla de «tú», pero que no lo espere de ellas porque «en mi concepto es el pronombre del amor y debe consagrársele» (C. 3, pp. 15-16).
No se piense, sin embargo, que la petición de un gran favor que la Avellaneda pretendía era mera fraseología. No. Estaba la mujer interesada en saber algo de Tassara con quien ya había tenido un romance del que hubo una hija que murió prontamente. Pero aún no se atreve la escritora a ponerlo por escrito.
En tanto, la correspondencia continúa y la poetisa trata de adivinar muy sutilmente quién pueda ser su corresponsal. Poco a poco va desechando sus sospechas de que fuese Patricio de la Escosura o alguna otra persona. Pero como él insiste en su promesa al fin ella se decide a pedirle el favor que quiere pero ha de ser de viva voz. Para lograrlo traman una entrevista secreta en los jardines del Palacio de Oriente que tiene todo el carácter de una novela como refiriéndose a sus relaciones comentó la poetisa precisamente en la carta número 5 en que da cuenta de esta entrevista y en la que dice: «En una novela lo que está ocurriendo entre nosotros no carecería de cierto mérito» (p. 18). Lo singular de la situación estuvo en que él se presentaría personalmente pero, al parecer, encubierto de tal modo que ella no pudiese identificarlo. De ahí que al referirse a la plática que tuvieron, en la carta ya dicha, escriba:
 
...ahora que sé que no es Armando quien yo sospechaba; que sé que no es ninguna de las personas que trato, pues no conozco su voz y probablemente tampoco su semblante; ahora que me cerca una oscuridad profunda... ahora hallaría ridícula mi situación si no la hallase temible...
 
Y añade más adelante: «En fin, lo hecho hecho: no quiero ni sé arrepentirme.
De todos modos es indudable que yo me aburría grandemente y que Armando me ha sacado durante un mes de aquel marasmo del alma» (C. 5, p. 19). Ni una palabra más del secreto que quería saber aparecerá en el epistolario. Sin duda, era sólo un pretexto para forzar la entrevista.
Pero todavía otros datos de interés para conocer a la autora hay en la carta que se comenta, pues en ella puede leerse esto:
 
Si Armand Carrel es un editor, lo acepto por mío desde este instante. Si es un hombre político, le advierto que soy nula en la materia, que no sabré escribir de nada que se roce con ella... No soy más que un poeta, uno de esos oisseaux de passage, como dice Lamartine (p. 20).
 
En la carta número 6 ya lo trata de tú lo que es un indicio importante pues ya sabemos lo que le había dicho de este tratamiento. Y en la carta número 7, como aún se mantiene la incógnita del corresponsal, ella astutamente inquiere sobre quién no es para ver si logra descubrir la identidad. Pero ya en la carta 8 parece haberla descubierto porque en ella dice:
 
Sí, creo lo que he creído, creo que eres él... pero aun cuando no lo fueras me sería difícil, muy difícil ya mirarte nunca con indiferencia. Armando ha adquirido sobrada vida en mi corazón para que nada lo destruya. Con todo, no te he mentido al decirte que existe un hombre que me es muy simpático, que me agrada mucho, un hombre que he creído adivinar bajo tu carrera...
 
Y añade algo más adelante:
 
Es cierto, amigo mío, que Armando comenzó a interesarme no sólo por su talento sino también por la persuasión que abrigaba mi alma de que bajo aquel nombre se ocultaba una persona que me es conocida y estimada; una persona, a quien deseaba y temía tratar... (C. 8, p. 24).
 
Dicha carta consigna sólo el día de la semana, miércoles, y parece ser del día 20 de abril. A partir de esta fecha se intensifica la relación sentimental que llega a las visitas y aun a unas muy fugaces relaciones íntimas que parecen haber tenido lugar en el mes de mayo. Y la pasión se adueña de los dos personajes. Pero hay dificultades de todo tipo para que todo adquiera el carácter debido. La Avellaneda, aunque libre, como ella misma atestigua en la carta 10 al escribir:
 
Viuda, poeta, independiente por carácter, sin necesitar de nadie, ni nadie de mí... y con edad bastante para que no pueda pensar el mundo que me hacen falta tutores, es evidente que estoy en la posición más propia para hacer cuanto me dé la gana, sin más responsabilidad que la de dar cuenta a Dios y a mi conciencia: pero a pesar de todo sucede que no hay en la tierra persona que se encuentre más comprimida que yo, y en un círculo más estrecho (C. 10, p. 31).
 
Lo que pasa es que vive con su madre y su hermano a quienes no quiere disgustar por lo que se ve obligada a cubrir las apariencias. Por otra parte, el caballero que la ronda no parece en modo alguno querer un compromiso real —sabe Dios por qué— pese a lo mucho que aparentemente le atraen la mujer y la escritora.
Esto determina una relación tempestuosa y llena de altibajos que desesperan a la poetisa y la hacen reflexionar continuamente sobre el amor, sobre su concepto de él y sobre sus relaciones. Y esto es lo importante, porque como se ve la anécdota fue muy fugaz, pese a tener gran intensidad tal cual se revela en las cartas que se cruzaron hasta que el romance terminó en los primeros días de junio.
Para entonces había escrito la Avellaneda unas cuarenta cartas a su amante. Las diez restantes ya no tienen contenido amoroso. En un principio aún mantienen cierto tono íntimo, pero su frecuencia disminuye. Y la mayoría se espacian entre las fechas de 1854 y la de 1871 y tienen un carácter amistoso que a veces raya en lo meramente formal, volviéndose en las últimas al tratamiento de usted.
Las cartas amorosas —como ya dije— expresan el concepto del amor que tenía la escritora. Este concepto está muy influido por ideas muy fijas al respecto que ella tenía y que son compartidas por otros románticos y aún posrománticos como Bécquer. La idea primordial es que el amor es una gran fuerza espiritual que, en cierto modo, se desnaturaliza cuando se lleva al plano físico. En suma, como fue típico del Romanticismo, es el renacimiento de la idea medieval de la dama o el caballero como pura inspiración. Por supuesto, el auténtico amor —como todo lo vital— no admite esta cuadrícula y siempre falla esa concepción por ello mismo. Pero eso no obsta para que se parta de esa idea para juzgar y aun para actuar. Y es curioso que esto le pase a dicha escritora porque hablando en una de sus cartas de la política —también un hecho humano y vital— había dicho «Comprendo que la ambición se haga un instrumento de ciertas ideas, de ciertos nombres: no comprendo que la inteligencia, que el corazón se hagan un culto de aquellas ideas...» En definitiva no concibe que la vida humana se rija por las ideas. Sin embargo, lo acepta para el hecho sustancial que es el amor y pretende mantenerlo en un plano exclusivamente espiritual como se prueba, entre otras citas posibles, por ésta que copio:
 
Sé muy espiritual, amigo mío, te lo pido a nombre de nuestra felicidad futura: no me ponderes tanto los encantos de un beso: un beso hace sentir lo mismo que a ti, al aguador que abastece tu casa... Dejaría de verte si creyese que después de todo lo que me has hecho soñar no quisieras ser para mí sino un hombre. No lo seas, no por tu vida, no lo seas nunca (C. 9, p. 29).
 
No obstante, esto se contradice en su propia intimidad, porque en la misma carta había escrito:
 
Es cosa horrible que el alma esté asociada a este cuerpo miserable. Que para espresar (sic) las mas altas aspiraciones de aquella tengamos que valemos del lenguaje de los hombres mas comunes: que no alcance el amor mas puro y mas espiritual otras satisfacciones que aquellas que están a la disposición del mas rudo patán.
Esto se me ocurre a propósito de ciertas líneas de tu carta, en las que me dices cosas muy bellas y muy ardientes, pero que revelan y escitan (sic) sensaciones muy vulgares, muy corporales, contra cuyo poder me irrito en vano (C. 9, p. 29).
 
No sorprenda su actitud. Mujer y católica por convicción cree que sólo lo que se aviene con sus creencias es permisible y cuando se siente en falta se irrita con ella misma porque se siente incapaz de ajustarse a la norma. Esto explica por qué en una carta posterior, convencida ya de que no puede luchar contra su pasión física pero ansiosa aún de poderlo lograr, diga, posiblemente después de haberse consumado su entrega, esto:
 
¿Me harás feliz? No lo sé. ¿Lo soy ahora? No; estoy muy disgustada conmigo misma, y de rechazo contigo también. ¿Está en tu mano terminar mis disgustos?
Creo que no, por ahora al menos: ¿estará después? Es muy probable. ¿De qué modo...?
Casi no lo alcanzo. Lo único que veo claro es que te quiero, que si sabes no escitar (sic) en mí estas luchas, mi amor puede hacerme mucho bien; que si te gozas en matar mi idealismo, acaso luego quieras en balde hacerlo renacer. Sí; tengo un poder terrible sobre mi corazón; es mi orgullo: respétalo siempre, Antonio: no me digas jamás una sola palabra que me haga sospechar que me crees flaca y esclava de mis pasiones... (C. 15, p. 44).
 
Este texto está fechado el 5 de mayo. Y ya se ve que ella se siente en otra atmósfera espiritual. Y son claras las razones. Se siente en falta, experimenta lo que un psiquiatra de hoy llamaría un «complejo de culpa». Por eso, a partir de esta fecha las relaciones hasta entonces estimulantes y llenas de esperanza se van complicando en una red de sentimientos a veces positivos, pero muy frecuentemente negativos y aun agresivos en cierta manera. Y el problema se agrava porque él también —al parecer— se enamoró, lo que determinó un sentimiento posesivo muy intenso. Así en una carta le dijo —según copia ella— «te mataría si me fueses infiel». A lo que la aludida respondió: «Antonio, no es ese el riesgo que se corre con una mujer como yo. La infidelidad y el engaño son cosas de almas flacas, de organizaciones mezquinas» (C. 11, p. 36). Pero obviamente, por lo que ya se ha explicado, tenían muchas dificultades para verse y conversar libremente. Debían verse usualmente ante testigos, y en visitas simultáneas a algunas casas. Esto favorecía ciertos malentendidos. Una vez parece que ella —para disimular— aceptó ciertas galanterías verbales de uno de los visitantes de la casa en que estaban. Él montó en cólera y desarrolló una crisis de celos que lo impulsó a escribir una carta insultante. Y lo que es peor, a escribir en un periodiquillo «un cuento ridículo» como lo llama ella. La autora se hace eco del incidente en una carta sumamente compleja. Pues es obvio que aún no lo quiere perder, pero evidente también que quiere sentar claramente sus premisas.
Así dice:
 
¿Qué decirte, si debo no mentir y quiero no lastimarte...? Como soy celosa yo misma, disto mucho de condenar los celos... Pero hay diferentes linajes de celos, como hay diferentes linajes de caracteres... Que hayas visto fantasmas, que dudaras de mi lealtad no es lo que me ha hecho daño... Pero nada de eso he visto en tus celos: nada que los constituya del linaje de los celos de buena índole. Me has puesto en gacetillas; has inventado un cuento ridículo y has querido regalárselo al público; has querido divertir...
 
Y casi al final de la misma carta le dirá: «Mi alma no acepta por caricias las desolladuras» (C. 20, pp. 52-53).
Luego —según parece— él se disculpó como pudo. Y la relación siguió pero ya ella no lo veía a la misma luz. Poco a poco, y por incidentes de tipo anecdótico que nada añadirían a lo que se viene discutiendo, se van alejando aquellos dos seres. Las oscilaciones de sentimientos positivos y negativos se suceden. Y así a partir del 10 de mayo que es la fecha de la carta anteriormente citada, la correspondencia adquiere un tono de continua disensión con avenencias y reconciliaciones fugaces. Uno y otra han perdido la confianza ya establecida y poco a poco se hieren, tal vez sin percatarse. Ella, más decidida, afronta la situación claramente y casi que sugiere el rompimiento. Así, en la carta fechada el 27 de mayo le escribe: «Soy, no lo olvides, tan delicada como impresionable; tan apasionada como soberbia. Has logrado en pocos días entumecer mi entusiasmo a fuerza de rasgos incalificables (C. 32, p. 64).
Pero el amante no cede y sigue requiriéndola y excusándose. Y ella —aun interesada— lo sigue admitiendo. Pero en carta posterior le escribe: «...te he visto despoetizar a la pasión en todas sus fases, enfriarla de mil maneras; y, con voluntad o sin ella hacer desatenciones». Y más adelante en el mismo documento escribirá:
 
Desde el fatal momento en que el amor dejó de ser esperanza se ha hecho doloroso como el recuerdo... La desconfianza, los celos, el orgullo, mil pasiones bastardas se han desarrollado en el campo que llenaban las ilusiones de aquella esperanza naciente. La reserva ha reemplazado a la espansion (sic); la timidez del corazón prueba la insuficiencia de los vínculos.
 
Y más adelante dirá: «El hecho es que todos nuestros disgustos traen su origen en una sola locura». Se refiere probablemente a la locura de su entrega (C.34, pp. 66-67).
A pesar de todo aún continúa la relación. Pero el amor se muere, quizá más para ella que para él, y ya en la carta del 4 de junio se ve clara la distancia y mucho más cuando en la carta 40 del 28 de ese mes, veraneando la escritora en Carabanchel, le dice que espera que la visite y le lleve lo que hace tiempo le viene pidiendo, sus cartas. Y le argumenta: «Tan poco estimas mis ruegos que prefieres tu capricho a mi satisfacción y a mi sosiego?» Por supuesto, la visita no se produjo y tampoco la devolución de las cartas, como ya sabemos (C. 40, p. 90). Y ésa es la razón de que podamos leer ese epistolario y comentarlo.
Después de esto sólo quedan las cartas amistosas y formales que carecen de interés. Pero se impone una pregunta: ¿Por qué no devolvió Romero Ortiz dichas misivas? Lo más obvio es decir que por vanidad. Es cierto. Pero sólo en alguna medida. Se apunta, sin embargo, otra posibilidad. Que ella llegase muy profundamente al alma de él. Pues no debe olvidarse que Romero tenía a la sazón sólo 31 años. Y que nunca se casó. Además, aparecen en dicho epistolario otras cartas de la Avellaneda a otros individuos, alguna amorosas, que no sabemos cómo llegaron a manos del que las guardó. ¿Le interesaba ella tanto como para esto? Hay que preguntárselo. Pero aún hay otro dato que inclina a creer en el enamoramiento. Y es que en diciembre de 1855 se estrena en el teatro Variedades de Madrid y se publica el mismo mes una pieza teatral en un acto debida la pluma de don Antonio Romero. Todo parece indicar un tono autobiográfico.
Se titula la pieza Amores a Nieve. En ella los dos personajes principales se llaman don Lucas y doña Mariquita. La extensión de este estudio no permite que se entre en detalles. Pero es obvio que en ella doña Mariquita aparece como una mujer de excepcional atractivo, inteligente y muy coqueta que hace sufrir a don Lucas. Y su criado Trifón, que es el mensajero de la correspondencia, advierte continuamente a su amo en contra de aquellos amores. Pero don Lucas insiste y alguna vez le dice: «Pero hombre... si es tan hermosa...» Y la sospecha del tono autobiográfico se acentúa cuando se comprueba como uno de los personajes secundarios tiene que hacer un viaje a La Habana. También se hace evidente porque en la obra doña Mariquita dirá —como ya lo había dicho en carta la Avellaneda— esto: «Seré pérfida, perjura... / seré lo que quiera Dios... / pero, amigo, entre los dos / ni hubo trato ni escritura». Y continúa así: «El empezar a querernos / fue una cosa así, por juego /… 3
Quede lo aquí expuesto a modo de estímulo para los estudiosos que pueden profundizar en muchos otros aspectos de este epistolario así como en un enriquecimiento de las biografías de ambos personajes.
 
 
1. «Diario de las Américas», Miami, domingo 26 de febrero de 1989. Transcripción de una declaración de Don Dámaso Alonso que dice: «La única forma castellana verdadera es poeta, masculino; poetisa, femenino». Ver Sección B, p.5.
 
2. Gertrudis GÓMEZ DE AVELLANEDA. Cartas inéditas existentes en el Museo del Ejército. Introducción de José Priego Fernández del Campo. Fundación Universitaria Española, Madrid, 1975, Carta 1, p. 11. Se advierte que en lo adelante sólo se consignará a renglón seguido del texto el número de la carta y la página, así: C. p.
 
3. Don Antonio ROMERO, Amores a Nieve. Pieza cómica (en un acto y en verso), Madrid, diciembre de 1855, p. 32.
 
 
 
Notas del blog:
 
a.     Artículo publicado en 1989 (Actas X) por la Asociación Internacional de Hispanistas. La AIH es una organización sin ánimo de lucro fundada en Oxford en 1962, cuyo objetivo es promover el estudio y la enseñanza de las lenguas y de las literaturas hispánicas.
 
b.     A Rosario Rexach se le considera una de las intelectuales hispanas más destacadas de su generación. Nació en Cuba en 1912 y falleció en los Estados Unidos en 2003. Su obra, creada en un lapso de más de 60 años, se compone fundamentalmente de ensayos que hoy resultan de consulta obligatoria en el campo de los estudios cubanos. De su ahondar en la identidad nacional cubana y los fundamentos de su cultura dan prueba las colecciones El pensamiento de Varela y la formación de la conciencia cubana (1950), El carácter de Martí y otros ensayos (1954), Estudios sobre Martí (1985), Dos figuras cubanas y una sola actitud (1991) , Estudios sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda. (1996) y Nuevos estudios sobre Martí (2002). También publicó una novela: Rumbo al punto cierto (1979). Fue asidua colaboradora de las más importantes publicaciones periódicas académicas y literarias de su época, tanto de España como de América.
Su labor de activismo cultural más allá de la página escrita fue igualmente destacada. En Cuba fue profesora (“por oposición”, como solía siempre aclarar) de la Universidad de La Habana, donde se convirtió en una estrecha colaboradora de Jorge Mañach. Fue, además, fundadora de la Sociedad Cubana de Filosofía, y por dos veces Presidenta de la Sociedad Lyceum, una importante organización privada dedicada al fomento de la cultura. En el exilio ostentó la Presidencia del Círculo de Cultura Panamericano y fue elegida Miembro de Número de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.
 
c.     José Priego Fernández del Campo, Coronel del ejército español, gran investigador e historiador, autor de numerosas obras como la monumental Historia de la Guerra de Independencia entre otras.
 
d.     Biografía ampliada de Antonio Romero Ortiz:
Antonio Carmen José Romero García (el apellido Ortiz lo usará muchos años después) nació en Santiago de Compostela el 24 de marzo de 1822, hijo del procurador y notario Domingo Manuel Romero y de Rita Antonia García Mariño. A los 13 años aparece estudiando Lógica y Matemáticas en Santiago, obteniendo en 1837 el título de Bachiller en Filosofía por la Universidad. Poco tiempo después inició sus estudios en la Facultad de Derecho de Santiago, acabándolos en la Universidad Central de Madrid. Con 16 años conoce, fugazmente, en la biblioteca de la Casa del Real Consulado de La Coruña a Gertrudis Gómez a la cual no vuelve a ver hasta 1853 cuando inicia su ya conocida correspondencia.
A principios de 1838 y hasta 1840 fue movilizado por la Milicia Nacional de Santiago y tuvo que hacer frecuentes salidas en persecución de las partidas carlistas. Fue un gran activista del movimiento cultural compostelano, participando en la fundación de varios periódicos.
En el Levantamiento de 1846 es nombrado secretario de la Junta de Santiago, día en el que arengó en una aula a los universitarios para que se alistasen en el ejército comandado por Miguel Solís. Tras el fracaso de sus propósitos, huye a Portugal. Estando en Lisboa, una revuelta en ese país hará que el gobierno portugués, con otros exiliados, lo deporte a la isla de Peniche, de la que consigue huir luego de grandes penalidades y entrar en España. Es amnistiado en abril de 1847, pero volverá a ser encarcelado en 1848 por mandato de Narváez, encerrado en el castillo de San Antón en A Coruña y juzgado en Consejo de Guerra. La causa pasó a la Audiencia de Madrid y fue absuelto. Luego fue desterrado a Filipinas por Narváez, aunque al final intercedieron por él y no tuvo que marchar; estuvo en libertad vigilada hasta primeros de 1849, cuando obtiene la amnistía.
En 1848 marchó a Madrid –probablemente llamado por José Rúa Figueroa- e inicia su etapa como redactor del periódico La Nación.
En febrero de 1853, tras el fallido intento de Gertrudis Gómez de Avellaneda por entrar a la Real Academia de la Lengua, reaparece en la vida de la escritora, con la cual mantendrá una tórrida historia de amor en la que medió Ramón de La Sagra. El 29 de diciembre de ese mismo año, Rúa Figueroa y Romero Ortiz, en nombre de La Nación, y otros periodistas, firman un manifiesto denunciando las ayudas que recibían los periódicos gubernamentales y los obstáculos que se les ponían a los periódicos de oposición; son momentos de conspiración. (Pérez Galdós recogerá, en su libro La Revolución de julio, alguna de estas escenas, en las que aparece Romero Ortiz)
La llamada revolución progresista de 1854 lo hace secretario del gobernador civil de Madrid. Luego será gobernador de Oviedo, Alicante y Toledo.
Por la ayuda que prestó durante una epidemia de cólera que asoló Asturias, Isabel II le impuso la condecoración de la Orden de Carlos III y, un año más tarde, la de Isabel la Católica.
Con la caída del régimen tiene que exiliarse a Francia. Vuelve al poco tiempo, en 1858, tras el triunfo de la Unión Liberal de O’Donell, integrándose, ya más moderado en la misma. Fue fundador del periódico La Península, portavoz de la citada Unión Liberal. Su nueva adscripción política suscitaría un tenso debate con Sagasta. Este político, el 31 de diciembre de 1858, en una sesión de las Cortes, denunció el comportamiento de los que acababan de abandonar las filas del progresismo para pasar a la Unión Liberal.
A finales de abril de 1859 pronunció un discurso en el que se proyectaba la idea de una Unión Ibérica. En este año fue nombrado jefe de la sección de Estadística Criminal del Ministerio de Gracia y Justicia, realizando trabajos para formar una estadística civil y criminal.
En 1862 es nombrado director general de Hipotecas (organizando el Registro de la Propiedad), en 1864 director general de Registros, y en 1865 subsecretario del Ministerio de Gracia y Justicia.
Un año después es uno de los 121 diputados que firman una petición a Isabel II manifestándole su queja porque no se respetaba la Constitución. Participa en la conjura para derrocar a la reina y tiene que huir de nuevo a Portugal. Allí mantiene contactos con los otros exiliados y participa en la preparación del pronunciamiento de 1868.
Al constituirse el primer Gobierno revolucionario, presidido por Serrano, en 1868, es nombrado ministro de Gracia y Justicia, ocupando la cartera ministerial hasta el 18 de junio de 1869. Es precisamente en ese año que retoma la relación con Gertrudis Gómez de Avellaneda, pero ya sólo como amigos.
Antonio Romero Ortiz promovió una política secularizadora: extinción de las comunidades religiosas, disolución de la Compañía de Jesús, disolución de las conferencias de San Vicente de Paúl, suspensión de ayuda económica a los Seminarios, incautación de los bienes eclesiásticos, supresión de los fueros especiales, entre ellos el eclesiástico. Por ello no es de extrañar que ciertos clérigos lo llamasen "Lutero Ortiz”, los mismos que promovieron contra él una campaña terrible en prensa, libros y folletos. Antonio Romero Ortiz fue un conocido Francmasón, miembro de la Orden desde que era Ministro de Gracia y Justicia, aunque algunos historiadores piensan que debió ingresar durante alguno de sus exilios en Portugal. El nombre simbólico que utilizaba era “Fraternidad”. Tenía el grado 33, el más alto del Rito Escocés Antiguo y Aceptado.
El papel jugado por Antonio Romero Ortiz será decisivo en la confección de la Constitución de 1869, especialmente en lo tocante a temas como la libertad religiosa, las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Destacaron sus discursos en Cortes sobre el matrimonio civil, sobre el proyecto constitucional, a favor de la libertad religiosa, separación de la Iglesia y el Estado...
Con la llegada de la I República, la Asamblea Nacional lo nombra miembro de la Comisión permanente que, en unión de la Mesa, representaría a la Cámara hasta la reunión de las próximas Cortes Constituyentes. Poco después forma parte de la Junta Superior del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Madrid y en la comisión encargada del proyecto de sus Estatutos.
Es nombrado posteriormente presidente de las comisiones para el estudio de la Ley de Expropiación Forzosa, y para la reforma del Código Penal. Más tarde será vicepresidente de la Diputación de Madrid.
Famoso fue el discurso que pronunció en las Cortes a primeros de octubre de 1872, pocos días después de que Amadeo de Saboya  presentara una panorámica irreal del país.
Tras la muerte de Gertrudis Gómez de Avellaneda, volverá a ser ministro, en concreto de Ultramar, tomando posesión el día 13 de mayo de 1874.
En 1881 fue nombrado gobernador del Banco de España.
Ramón de la Sagra, que tuvo una profunda amistad con él, lo sitúa como unos de los fundadores del “socialismo” en España. Fue republicano,  progresista, y conspirador (aunque con el tiempo, moderó un poco su ideología, nunca dejó de ser un hombre librepensador y un profundo amante de la libertad). Fue uno de los políticos gallegos con más peso político en la Galicia y España del siglo XIX.  Se dice de él que era una persona sensible, afable y condescendiente, con una sonrisa permanente en los labios.
Como escritor, cabe mencionar  la traducción de Ricardo III, de William Shakespeare, realizada a partir de la versión francesa de 1852 de Víctor Séjour.
En 1855 cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda se casa con Domingo Verdugo, escribe Amores a Nieve, pieza cómica (en un acto y en verso), estrenada en Madrid en diciembre de ese año. Una obrita que, en buena medida, evocaba sus antiguas relaciones amorosas con la conocida poetisa.
En el año 1869 ven la luz sus libros La literatura portuguesa en el siglo XIX (Madrid), y también su Memoria presentada a las Cortes Constituyentes el 12 de junio de 1869.
En 1879 preside la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, ocupando el cargo hasta 1881.
El 12 de marzo de 1880 es elegido miembro de la Real Academia de la Historia, tomando posesión el 30 de enero de 1881.
En cuanto al famoso museo de antigüedades, este empezó a formarlo en 1868, inaugurándolo en 1870. Estaba en su casa madrileña, en la calle Serrano nº 2. Ya en 1880 Fernández de los Ríos escribe un artículo sobre él y poco después el Congreso Internacional de Americanistas le pidió su colaboración para realizar una exposición de antigüedades. A su muerte, lo heredó su sobrina coruñesa Josefa Sobrido Romero, casada con Juan Ruíz López. Estos lo tuvieron en La Coruña, en el 2º piso de la casa nº 1 de la Plaza de Mina. Estaba dividido en cinco secciones: “Armas en general”, “Objetos históricos de todas clases”, “Objetos curiosos, antiguos y de arte”, “Curiosidades de Historia Natural” y “Álbumes y papeles, en general”. Tenía además una biblioteca muy selecta.
Lamentablemente, Galicia perdió por desidia este Museo, que se trasladaría al Alcázar de Toledo inaugurándose oficialmente el 12 de julio de 1922. Durante la Guerra Civil, la zona del Alcázar en la que estaba el Museo fue la más castigada, perdiéndose muchas piezas y quedando otras inservibles. Lo que quedó se trasladó al Museo del Ejército. En los años 70 se emplazó en el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, para trasladarse más tarde de nuevo al Alcázar de Toledo.
Dentro de las piezas curiosas, destacan espadas o sables de los generales Castaños, Álvarez de Castro, Polarea, Castañeda, Narváez, Cevallos, El Empecinado, Zumalacárregui, o el cura Merino, el infante Enrique de Borbón, Villalaín; armas de Garibaldi, Santana, Bembeta, pistolas de muchos ilustres militares del siglo XIX; colecciones de armas prehistóricas o de la Edad Antigua, colecciones de espadas de los siglos XV y XVI; armas de Oriente y Oceanía (varios centenares); banderas, estandartes; piezas que pertenecieron a Napoleón, Maximiliano de México, Amadeo de Saboya, Norodón (rey de Camboya), el cardenal Cisneros, O’Donell, Espoz y Mina, Prim, el papa Pío IX; y fósiles, minerales, cerámicas, monedas, sellos, medallas, animales disecados, conchas, maderas de todas las partes del mundo, billetes de banco y diplomas.
Poseía  varios álbumes con autógrafos de personalidades de la historia: Cervantes, Santa Teresa, Jaime I, Enrique IV, los Reyes Católicos, Felipe II, el papa Alexandre IV, Víctor Hugo, Garibaldi, Chateaubriand, Lafayette, Napoleón I, Luis Felipe, el duque de Wellington, y artículos personales de Gertrudis Gómez de Avellaneda, su único y gran amor...
 
 
Bibliografía sobre Antonio Romero Ortiz
 
·         Pereira Martínez, Carlos: Antonio Romero Ortiz, Datos biográficos y políticos. (Artículo publicado por el Instituto DEMER)
·         ANÓNIMO: Voz "Romero Ortiz, Antonio", Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo- Americana Espasa Calpe, tomo LII, 1926, pp. 215-216.
·         COUCEIRO FREIJOMIL, ANTONIO: Diccionario bio-bibliográfico de escritores, 3 vols., Bibliófilos Gallegos, Santiago, 1953, vol. III, págs. 247-248.


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