abril 18, 2013

ESPATOLINO (V)

 

La artimaña de Espatolino

-V-
 
No se había engañado el coronel al graduar la importancia que daría el Gobierno a la captura de Espatolino. Aquel malvado que tantas veces se había burlado de todos sus esfuerzos; aquél que aparentaba desafiar el poder de la nación dominadora de Europa; aquél cuya vida era una mengua para los nuevos señores de Italia, iba a caer por fin en sus manos. ¿Qué precio sería excesivo para tan importante adquisición?
 
El coronel Dainville, sujeto de reputación y prestigio, salía por garante de la honradez y veracidad de Giuseppe, de cuya virtud se tenían de antemano ventajosos antecedentes. Excusábanse además las extrañas condiciones que imponía, en atención a su avanzada edad y al trastorno que pudieran haber ocasionado en su espíritu sus actuales pesares. Todo se le perdonó, pues, y los procedimientos fueron tan activos que a las nueve de la noche se habían sabido sus proposiciones, y a las diez ya estaba firmado el indulto del reo, expresando que se le concedía en consideración al eminente servicio que su padre prestaba al país facilitando el exterminio de la feroz cuadrilla que lo desolaba. El mismo Dainville se halló presente cuando se leyó al reo su indulto, después de algunas prudentes precauciones que no impidieron, sin embargo, que se trastornase momentáneamente su razón con dicha tan inesperada.
 
El espectáculo del dolor más profundo hubiera afectado con menos viveza al coronel que la vista de aquella alegría frenética: era una dolorosa convulsión de placer, capaz de ocasionar la muerte. Pietro no comprendió nada de las circunstancias a las cuales era deudor de la vida; sólo sabía que estaba libre, que no moriría en el patíbulo; y aún después de escuchar cien veces que su padre se hallaba preso y no saldría de la cárcel hasta que hubiese revelado el paraje en que se hallaba Espatolino, todavía exclamaba incesantemente:
 
-Voy a mi casa al momento. Mi pobre padre acaso esté enfermo de la pesadumbre, muy ajeno de sospechar que ya estoy libre y soy el más venturoso de los hombres. Quiero ver al rey Joaquín -añadía-, y bendecirle en su trono, que Dios conserve por largos años. ¡Viva el rey de Nápoles! ¡Viva la Francia! ¡Viva el emperador! Señores, una copa de aguardiente. ¡Me abraso! ¡La cabeza se me parte! ¡El corazón no me cabe en el pecho! ¡La vida me asesina!
 
Éstos y otros discursos igualmente inconexos eran interrumpidos por accidentes convulsivos, y en los primeros momentos de su libertad su estado le impidió hacer uso de ella. Sin embargo lograron calmarle algún tanto; obedeció maquinalmente la orden que se le dio de escribir a su padre noticiándole la dichosa mudanza de su suerte, y después que hubo trazado sin comprenderlas, las palabras que le fueron dictadas, Arturo mismo le sacó de la prisión diciéndole:
 
-Ya estás libre, Pietro. Sé prudente y virtuoso. ¡Dios te guíe!
 
Le puso en el bolsillo algunas monedas y le dejó para ir a casa del director de policía, que era donde debía comparecer Giuseppe dos horas después a hacer sus revelaciones.
 
 
 
Pietro al verse solo sintió una especie de miedo y echó a correr como un loco, tomando más por instinto que por deliberación el camino de su casa. La luna que estaba ya en menguante no había salido todavía: eran las once o estaban próximas, y como todos los sucesos de aquella noche fueron un secreto para el público, nadie había acudido por la curiosidad de ver el acto de poner en libertad al reo, y las calles estaban bastante solitarias. Sin embargo, al atravesar una de las más tristes que conducían al apartado arrabal en que habitaba su familia, notó que un hombre de elevada estatura, perfectamente embozado, le seguía con tenacidad, empeñado al parecer en alcanzarle: con efecto distaba ya muy pocos pasos de él. Tembló de pies a cabeza el hijo de Giuseppe, pues lo único que se le ocurrió fue que estaba revocado su indulto y que venían a cogerlo para volverlo a la cárcel. Su agonía con este pensamiento fue tan angustiosa que, habiendo querido huir y gritar, sólo pudo exhalar un gemido y cayó en tierra como herido de un rayo.
 
Su perseguidor se llegó a él precipitadamente, y le descubrió el pecho y la cabeza para que el aire puro de la noche le reanimase.
 
-Pietro -le dijo en voz muy baja luego que le vio en estado de oírle-, nada temas, soy tu amigo y vengo a salvarte.
 
-¡Mi amigo! -articuló con débil voz el infeliz-. ¡Y venís a salvarme! ¿Pues qué, sois el rey? ¿Habéis sabido que quieren desobedeceros y volverme a la capilla?...
 
-¡Calla, insensato! -dijo con impaciencia el desconocido-, mira que te pierdes y me pierdes.
 
Pietro se enderezó con ímpetu:
 
-¡Salvadme!, ¡salvadme!, seré vuestro esclavo: el indulto...
 
-No confíes en él -le interrumpió su interlocutor-, dentro de dos horas puede ser revocado, y si aún te hallas al alcance de la justicia, volverás al horrible lugar de que acabas de salir, y que no trocarás sino por el patíbulo. Es preciso que cuando suene la hora fatal para ti estés ya en paraje en que no sea posible encontrarte. A cincuenta pasos de aquí nos esperan dos caballos que disputan al viento su ligereza, y si eres callado y dócil, yo respondo de tu vida.
 
Pietro se agarró fuertemente de su brazo y exclamó:
 
-Marchemos.
 
-Silencio, pues, y confianza -repuso el desconocido-, aligera el paso y sígueme.
 
Echó a andar deprisa, tomando una callejuela oscura y sola, donde no se oía otro ruido que el de sus pisadas en las baldosas, y Pietro le siguió todo volviendo sin cesar la cabeza, porque le parecía ver en cada sombra la de un horrible gendarme, con el brazo tendido para asirle.
 
Conveniente nos parece dejarles continuar su marcha, y como suponemos que el lector, por poco que hayamos logrado interesarle en favor del viejo Giuseppe, estará curioso por saber cómo salió de su empeño, daremos por trascurridos siete cuartos de hora y le conduciremos a la casa del director de policía, a cuya presencia debía comparecer.
 
Las dos horas iban a cumplirse, y numerosos gendarmes aguardaban con impaciencia el momento en que les enviasen a prender al famoso bandolero, que ya contaban por suyo. En efecto, todas las disposiciones se habían ejecutado con tanto sigilo, que era de esperar que aquella vez se lograse el objeto; pues no había podido ser informado Espatolino por ninguno de sus espías.
 
El direttore di polizia, o jefe político, estaba en su despacho acompañado del procurador general (1) de Arturo Dainville y del capitán de los gendarmes.
 
-Mirad la hora, coronel -dijo el jefe político.
 
-Faltan quince minutos para la una.
 
-El viejo no tardará en llegar. Se ha dado la orden de que se encuentre aquí a la una en punto; pero ¿sabéis, señor procurador general, que no puedo abrigar la esperanza de ver en mi poder a Espatolino? Nos ha dado tantos chascos, y la caprichosa fortuna parece tan empeñada en su favor, que aun viéndole en el patíbulo temería se me escapase.
 
-Mi sobrino Arturo, por el contrario -respondió el procurador-, presta tanta fe a la promesa de su protegido, que dice juzga tan asegurado al bandido como si le viese en la cárcel bajo cien cerrojos.
 
-Pero es extraña la condición del viejo -observó el jefe de policía-, ese empeño en dar tiempo al hijo para que huya me parece sospechoso, pues si efectivamente piensa y puede dar aviso cierto del lugar en que se halla Espatolino, no concibo por qué haya de temer por el indultado.
 
-El señor Giuseppe, según tengo entendido -dijo el procurador-, es un viejo caprichoso que nos honra con el más triste concepto que puede concebirse de los hombres; y no es extraño sospechase que conseguida la ventaja que esperábamos del indulto de su hijo, le llevásemos a hacer compañía a Espatolino en el elevado puesto que se le destina.
 
-Todo debe perdonarse -dijo Arturo- a un anciano cuya larga vida ha sido un tejido de desventuras, y que en la amargura del último y supremo dolor que ha padecido, viendo culpable al hijo en quien no había sembrado sino semillas de virtud, hubiera podido desconfiar del mismo Dios.
 
-Yo le perdonaría fácilmente -dijo el jefe de policía-, pero temo que todo sea una farsa para salvar al reo.
 
-¿Olvidáis -repuso el procurador- que la vida de su hija y la suya propia pagarían la de Pietro si resultasen fallos los medios de que se ha servido para salvarle?
 
-Sé que ha dicho que le ahorquen a él y a su hija si no cumple su promesa; pero en la seguridad de que no habíamos de ejecutar tan atroz venganza...
 
-¡Cómo! -exclamó el procurador general, incorporándose en la silla en que estuviera hasta aquel momento reclinado-, ¿qué queréis decir?
 
-¿Tendríais valor para quitar la vida a un viejo y a una mujer por una astucia ingeniosa, empleada para salvar a un hijo y a un hermano? -preguntó el otro funcionario, cuyo semblante estaba anunciando un corazón bondadoso.
 
-¿Y por qué no, voto a bríos!, ¿y por qué no? -exclamó el procurador dando en la mesa que tenía delante una fuerte palmada-. ¡Sí por Dios!, los veríais colgados antes de veinte y cuatro horas.
 
-El reloj dio en aquel instante la una, y al mismo tiempo un gendarme anunció la llegada de Giuseppe.
 
-Hacedle entrar -dijo el jefe-, y vosotros estad prontos a mi primera orden.
 
La puerta dio paso inmediatamente al anciano Biollecare y a su hija. Ésta parecía bastante serena, y aún podía advertirse en sus hundidos ojos una vislumbre de alegría, pero su padre andaba más lenta y trabajosamente que cuando cinco horas antes había entrado en casa de Dainville, y su talle se encorvaba tanto hacia adelante, que apenas se le podía ver el rostro.
 
-Acercaos, buen viejo -dijo el director o jefe de policía-, ya están corridas las dos horas que pedisteis, y vuestro hijo ha tenido tiempo de dirigirse a donde mejor le pareciese. Por ofensivas que hayan sido vuestras condiciones, ya veis que todas se han aceptado; y haciendo a vuestra honradez una justicia que habéis rehusado a la nuestra, esperamos con entera confianza las revelaciones que debéis hacernos.
 
-Quisiera besar vuestras plantas -respondió con voz temblorosa y débil el anciano, que de todo lo que había dicho el director parecía no haber comprendido otra cosa sino que su hijo estaba en salvo-. Dios os bendiga por la noticia que me dais, pues aunque he recibido una carta de Pietro en que me comunicaba su indulto y libertad, apenas podía creer, señor excelentísimo, una felicidad tan inmensa. Bendiga Dios al rey, a la reina, a vuestra excelencia y a todas las ilustres personas a cuya intercesión debamos esta merced.
 
-Supuesto que estáis convencido -repuso el jefe- de la injusticia de vuestras sospechas, no perdamos tiempo y decid dónde debemos encontrar a Espatolino.
 
Giuseppe levantó penosamente la temblorosa cabeza, fijando con el mayor asombro su mirada atónita en el que acababa de hablar, y Arturo, que desde que compareció no había apartado los ojos de él, lanzó en aquel momento un grito de sorpresa.
 
-Aquí hay un engaño incomprensible -exclamó-, un misterio que no puedo explicar; pero este hombre no es el padre de Pietro.
 
En efecto, aquellos ojos empañados por la vejez, que acababan de levantarse hacia el rostro del jefe político; aquellos espejos turbios en los que el alma no podía ya reflejar sino imperfectamente sus más vivos sentimientos, no eran los mismos que Arturo había visto resplandecientes y sublimes, con el santo fuego de la fe y del ardiente amor paterno.
 
Un momento de silencio había sucedido a la declaración de Dainville; el viejo y María se miraban con asombro, y el jefe político, el procurador general y el capitán de gendarmes miraban a Arturo, como esperando alguna otra aclaración de sus extrañas palabras:
 
-¡Señores! -dijo éste-, repito que aquí hay un engaño, una burla imperdonable: este viejo es un impostor.
 
-¡Un impostor! -exclamó María reanimando súbitamente su marchito semblante por una noble indignación-, mentís, coronel Dainville, mentís y ultrajáis indignamente la virtud más pura. ¡Oh padre, padre mío! -y se precipitó en sus brazos.
 
Aquel grito, aquella mirada dejaron confuso a Dainville. La impostura no podía tener aquel lenguaje, aquella expresión: no se llama padre de aquel modo a quien no lo sea. La voz de la naturaleza no puede imitarse.
 
-¿Quién sois? -dijo el procurador dirigiéndose al anciano.
 

-Giuseppe Biollecare, señor excelentísimo, todo el arrabal en que vivo me conoce. No sé por qué el noble caballero que está presente me ha llamado impostor; pero si en algo le he ofendido involuntariamente, le suplico que me perdone.
 
-¿No habéis estado en su casa -repuso el jefe político- en las primeras horas de la noche?, ¿no ofrecisteis descubrir el lugar en que se encuentra Espatolino, y no conseguisteis a este precio el indulto de vuestro hijo?
 
El viejo, con la boca entreabierta, fijaba en aquel funcionario sus ojos empañados y lagrimosos, con una especie de estupor.
 
-Nada de eso es verdad -dijo por último-, nada, señor excelentísimo. Yo no tengo el honor de haber visto nunca al caballero que está presente, ni sé dónde para ese perverso Espatolino que sedujo a mi pobre hijo; en cuanto al indulto de éste sólo sé que debo tan alta merced a una persona poderosa, cuya vida proteja Dios y colme de prosperidades.
 
-Y vos -dijo el procurador a María-, y vos, desdichada, cómplice sin duda en esta infame impostura puesto que estuvisteis en casa del coronel pocos momentos antes que el miserable que tomó el nombre de vuestro padre, ¡hablad!, explicad este misterio de perfidia y falsedad, y preparaos al castigo terrible del crimen en que habéis incurrido.
 
-¡Yo criminal! -exclamó la hija de Giuseppe con un acento y ademán llenos de dignidad-, no, señor, jamás mi infeliz padre habrá de llorar por causa mía las amargas lágrimas que ha vertido por mi extraviado hermano. Vuestra excelencia puede disponer de mi vida; pero nadie puede ultrajar sin motivo a una pobre mujer por miserable que sea.
 
El jefe político tomó entonces la palabra, impidiendo lo hiciese el procurador, cuyos ojos echaban chispas de cólera, y dijo con dulzura a María:
 
-Te creemos, joven, te creemos, y en prueba de ello te mandamos que nos expliques este misterio, pues aunque no cómplice, debes ser sabedora de él.
 
-Señor, contaré lo que ha pasado, con la misma verdad con que rendiré cuenta a Dios de mi vida el día en que comparezca en su presencia: Yo fui a casa del coronel Dainville a interceder por mi hermano y nada conseguí. Había anochecido ya cuando la dejé, desesperada, resuelta, ¡Dios me perdone el mal pensamiento!, a precipitarme en el mar. Iba como una loca por la calle; todos los que encontraba me miraban con sorpresa, porque los gemidos brotaban de mi angustiado corazón por más que quería sofocarlos. En esto un hombre alto, envuelto en un ferreruelo azul, me salió al encuentro súbitamente y me dijo:
 
-Joven, ¿por qué lloras con tanta amargura?
 
Yo seguí mi camino sin responderle; pero él se fue tras de mí y volvió a decirme:
 
-Joven, ¿eres la hermana del reo que está en capilla?
 
Entonces se redoblaron mis gemidos y me puse tan mala que creí desfallecer. El desconocido me agarró por el brazo, pero yo quise desprenderme y grité:
 
-¡Dejadme! ¡Dejadme morir!
 
-¿Y tu padre? -dijo-, ¿y tu pobre padre?, ¿qué será de él cuando haya perdido a sus dos hijos?, ¿qué mano amiga cerrará sus ojos cuando deje de existir?
 
Aquellas palabras llegaron a mi corazón.
 
-¡Oh, padre de mi vida! -exclamé.
 
-No me es posible apartarme de vos -repuso mi acompañante- en el estado de desesperación en que os miro. Vamos a ver a vuestro padre: el desgraciado necesita de vuestros consuelos, y es preciso que cobréis ánimo y que cumpláis con los deberes sagrados de hija.
 
Nos encaminamos a la casa del anciano, y el desconocido me hizo muchas preguntas respecto al delito y proceso de mi hermano, y a la conversación que acababa de tener con el señor Dainville.
 
-¿Por qué no ha ido vuestro padre con vos a implorar al coronel? -me dijo.
 
-Mi padre no conoce al coronel -respondí-, ni sabe que yo me he atrevido a hablarle sobre este asunto. Se dice que el señor Dainville aborrece a Pietro, y mi padre le cree un hombre duro.
 
Hablando de estas cosas llegamos a mi casa. Mi padre no hacía otra cosa que rezar desde que supimos la sentencia de Pietro; toda la tarde había estado postrado delante de una estampa de la divina Madonna, y allí le encontré cuando volví.
 
-Decidle que un hombre que sabe su desgracia y le compadece con todo su corazón desea hablarle -me dijo el desconocido.
 
Hícelo así, y mi padre le recibió con aquella tristeza profunda, pero resignada, que había sido su expresión desde el fatal momento en que tuvo noticia de la suerte que esperaba al reo.
 
-Señor Giuseppe -le dijo el desconocido-, veo en vuestro semblante que en esta terrible situación no os ha abandonado vuestra constancia y que sabéis sufrir como hombre.
 
-Y como cristiano -respondió mi padre-. El Hijo de Dios murió en un suplicio afrentoso, y era inocente y santo; ¿qué mucho, pues, que alcance igual desventura a un hombre culpable? Pietro es culpable, señor caballero; por eso ruego incesantemente al Dios de las misericordias que le perdone su pecado, aceptando como expiación la muerte horrible que va a sufrir, y que vele por mi pobre María, que quedará sola en el mundo.
 
-¿Y vos, señor Giuseppe?, ¿no le quedáis vos y no tendréis en ella un consuelo para todas vuestras amarguras?
 
-Yo -respondió mi padre- no sobreviviré a mi hijo; bien quisiera vivir por María, porque será extremada su aflicción, a pesar de que de nada le sirvo: ¡de nada sino de estorbo! Sin mí hallaría acomodo en alguna casa honrada; pero por no querer abandonarme, ya lo veis, caballero... se muere de hambre.
 
Mi buen padre lloraba al hablar así: yo estaba arrodillada a sus pies y lloraba también sobre sus rodillas; el desconocido nos miraba atentamente y parecía reflexionar. De pronto se levanta, se acerca a mi padre y le dice:
 
-¿Por qué habréis de perder toda esperanza? Vos que creéis en Dios, ¿cómo no confiáis en su misericordia?
 
-De ella espero la salvación de mi hijo en la otra vida -respondió Giuseppe-, pues en ésta nada tengo ya que esperar.
 
El desconocido guardó un instante silencio; parecía muy preocupado; pero dijo por último:
 
-No quiero que acojáis con entera fe una esperanza que acaso saldría fallida; mas tampoco puedo sufrir estéis tan absolutamente privado de ella. ¡Giuseppe!, ¡María!, ¡escuchad! Existe una persona que puede mucho y que desea salvar a Pietro: dicha persona no está desalentada todavía, y el reo puede ser indultado.
 
Yo arrojé un grito y caí a los pies de aquel hombre, que entonces me pareció un ángel. ¡Oh ilustres señores!, no es posible que acierte a expresar lo que sentí cuando supe que aún había quien concibiese esperanzas para mi desgraciado hermano. En cuanto a mi padre parecía próximo a volverse lelo. El desconocido se afanaba en balde por moderar nuestro júbilo.
 
-No olvidéis -nos decía- que la esperanza que os anuncio es muy dudosa.
 
-¡Pero hay alguna!, ¡hay alguna! -repetía yo.
 
-No creo -añadió mi padre- que os divirtáis a costa del corazón de un infeliz.
 
-No por cierto -respondió-; os he dicho y os repito que una persona que puede mucho se interesa por Pietro, y que acaso dentro de algunas horas su perdón estará firmado. Pero no hay que perder un instante: el tiempo es precioso y conviene dejaros. ¡Atended!, no habléis de esto con nadie: esperad en silencio y con ánimo dispuesto a soportar sin flaqueza el extremo de la alegría o del dolor, pues todo puede ser. Acaso os llevarán a la cárcel esta misma noche: si así sucede, no os asustéis ni preguntéis la causa, ¿entendéis? Es preciso hablar poco, lo menos posible, porque conviene así a la salvación de Pietro. Si ésta se logra, recibiréis en el calabozo en que os hayan encerrado una carta del mismo Pietro, en la que os dirá que sale ya libre. ¡Cuidado con hacer locuras!, es preciso tener prudencia y esperar todavía. Luego lo sabréis todo y Pietro estará exento del menor peligro. La persona que vela por vosotros puede alcanzar esta misma noche un indulto del rey; pero si se pasa la noche y no han venido todavía a buscaros para conduciros a prisión... En ese caso... rogad a Dios por el alma del reo, y procurad consolaros.
 
Al terminar estas palabras puso sobre la mesa esta bolsa llena de oro (la joven la presentó sacándola de su seno), y quitándose el ferreruelo se lo puso a mi padre diciendo:
 
-La noche está fresca y vos muy débil; si os llevan a la cárcel salid bien abrigado con esta capa, y encasquetaos el sombrero hasta las cejas.
 
Se marchó precipitadamente; pero aunque al despojarse de su abrigo no descubrió sino un traje muy sencillo de marinero, bien comprendimos que era un gran señor disfrazado, así por el mucho oro que nos había dejado y por el conocimiento que tenía de lo que había de suceder, como por su aspecto distinguido. No os molestaré, ilustres señores, con la relación circunstanciada de las muchas conjeturas que hicimos sobre quién sería la persona poderosa que se interesaba en salvar a Pietro: mi padre no se fijaba en ninguna; pero lo que yo creí y creo que no es otra que la misma reina, pues dicen que tiene un corazón compasivo. ¿Y quién sino ella, podría tener tanto influjo con el rey que hubiese logrado hacerle firmar el indulto en esta misma noche? Por otra parte, el desconocido tenía aire de ser algún gentilhombre de palacio; acaso fuese el ilustre...
 
-No hay que nombrar a nadie sin necesidad -dijo el viejo interrumpiendo a su hija-; lo único cierto es que aún no habían pasado dos horas completas desde que nos separamos de aquel excelente y generoso señor, cuando los gendarmes llegaron a buscarnos para conducirnos a la cárcel. Cuando vimos cumplida esta parte del anuncio del desconocido, ya no dudamos de lo demás, y no sé cómo no me mató el regocijo. ¡Bendito sea aquél que envía al hombre fortaleza para soportar las supremas desventuras y las supremas felicidades! Continúa, María, porque yo no puedo hablar.
 
-Fuimos a la cárcel -dijo la doncella-, nadie nos habló ni nosotros hablamos con nadie hasta una hora después, que recibimos esta carta de Pietro.
 
María sacó un papel y leyó:
 
«El Rey ha firmado mi indulto, padre mío, y os aviso que en este instante salgo de la prisión, pues se me deja en completa libertad. Vuestro hijo, Pietro Biollecare».
 
Mi padre se puso de rodillas y oró con fervor: su alma religiosa volaba al cielo para dar gracias a Dios de tan inmensa ventura; mas yo bendecía también al rey, a la reina y al caballero desconocido.
 
Esto es cuanto ha pasado, nobles señores, pues a nadie hemos visto hasta el momento en que nos sacaron de la prisión para traernos aquí.
 
La relación de María tenía un carácter de verdad que era imposible dejase duda de su inocencia: los circunstantes se miraron asombrados. ¿Quién era aquel desconocido que pronosticó con tanta exactitud todos los acontecimientos de la noche? ¿Quién el anciano que se había encargado de representar el papel de padre de Pietro en aquella ingeniosa comedia?
 
Estas preguntas se dirigían recíprocamente y nadie contestaba. Se interrogó a María sobre la edad del desconocido, y dijo que aparentaba de 35 a 38 años.
 
-El impostor que estuvo en mi casa -añadió Dainville- tenía por lo menos 70.
 
Un gendarme anunció en aquel instante que pedía permiso un esbirro para dar un aviso importante al jefe político.
 
-Esto va a clararse sin duda -dijo el funcionario, y se mandó entrar al agente. Era Rotoli.
 
-Señor director -dijo-, un hombre desconocido llegó a mi casa de Portici; yo acababa de entrar en ella y me preparaba a meterme en cama; pero lo que aquel sujeto me dijo me obligó a venir incontinenti a entregar a vuestra excelencia esta carta, cerrada con tres sellos.
 
Diómela el mencionado individuo, que parecía por su traza persona decente, y me dijo:
 
-Pues sois de la policía, haced un singular servicio, seguro de que seréis recompensado. Entregad a vuestro jefe esta carta antes de que haya pasado la noche; la hora no importa, pues su excelencia vela hoy y se halla ocupado en un asunto importante y complicado, que será esclarecido y terminado con el auxilio de esta carta. Respetad el misterio de mi conducta, y sabed que de no ser entregada esta carta pueden resultar irreparables daños, privándoos vos mismo de un descubrimiento que os interesa.
 
Me dejó la carta y se fue.
 
-Dadmela -dijo el jefe, y abriendo el pliego misterioso precipitadamente, leyó en alta voz en medio del profundo silencio de su auditorio:
 
«Señor excelentísimo: en el momento en que ésta llegue a vuestras manos ya habréis sabido que el anciano infeliz que fue encarcelado no es el mismo que tuvo el honor de hacer al Gobierno una proposición que se dignó aceptar. Tengo demasiada buena opinión de su justicia para creerla capaz de descargar su indignación en un inocente, y más cuando el verdadero culpable va a delatarse a sí mismo. Sí, señor excelentísimo, repito que Giuseppe y su hija han sido, como vuestro digno amigo el coronel Dainville, víctimas de un engaño, del que soy único fraguador.
 
»Aunque me llamo culpable, pido a vuestra excelencia tenga a bien advertir que sólo lo soy por haber usurpado el nombre de otro; mas no por haber proferido la menor mentira en cuanto tuve el honor de expresar al coronel.
 
»Estoy demasiado agradecido a la eficacia de su excelencia para que no me apresure a cumplir todas las promesas que le hice, comenzando por aquélla que más debe interesarle. Prometí que le declararía el nombre del raptor de su querida, y que señalaría el paraje en que se hallaba ayer. En efecto; de nueve a diez de dicha noche dos personas se entretenían en animado coloquio a las orillas del lago Averno: la una era mujer y su nombre Anunziata; la otra, era su raptor y se llama... Espatolino.
 
»Respecto a la promesa de descubrir el paraje en que se hallaba dicho sujeto en el instante en que yo tenía el honor de hablar a su excelencia, el mismo señor Dainville conocerá, cuando lea esta carta, que lo he cumplido religiosamente. Aseguré que aquel capitán de bandoleros estaba tan cerca, que diez minutos después de haber yo declarado el sitio en que se encontraba, su excelencia podría decir con verdad: ‘Lo he visto, lo he tocado...’ y en efecto su excelencia puede decirlo desde ahora con toda certidumbre; así como puede vanagloriarse de haber sentido los labios de su excelencia imprimirse con respeto en su homicida mano, vuestro humildísimo servidor.
 
ESPATOLINO».
 
 

 
Continuará…
 
 
 
Nota de la autora:
(1) El procurador general ejercía las funciones de fiscal en las causas criminales.

 

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