agosto 02, 2014

AMOR Y PASIÓN (carta Nº 3)

Nótese, a pesar del momento en que fue tomada la fotografía y de las técnicas utilizadas (existentes), la clara intensión de equiparar el naciente arte fotográfico con la pintura. Lo que más llama la atención es la utilización de las luces y las sombras aprovechando la iluminación natural de la habitación. Foto: Lady Clementina Hawarden (la primera artista de la fotografía). 1854.


 “Nada es más excéntrico que el talento”


“Hay lazos de simpatía que pueden desconocerse por mucho tiempo y hasta encubrirse con apariencias contrarias a su naturaleza, pero que cuando sucede aquello, la verdad es más fuerte y obra con más eficacia cuanto ha sido más dilatada su comprensión”


Si en la carta anterior decíamos que ya no había vuelta atrás en la relación, en ésta aseguramos que ambos recorren un "peligroso" trecho llegando a subir la pronunciada cuesta que les conducirá, inequívocamente, a la cumbre de la fogosidad. A pesar de ciertos reproches (típicos ardides de enamorados tempranos), los dos están prendidos el uno del otro. Pero no lo reconocen abiertamente (no se lo pueden permitir, eso sería matar la pasión) aunque sus corazones ya lo saben. Y el corazón tiene razones que la razón no podrá explicar jamás.

Esta carta representa un punto de inflexión que marcará la relación futura. La inteligente solicitud por parte de Carrel para la utilización del elegante y bello tratamiento del en vez del usted y la sutil respuesta que otorga la Avellaneda al respecto, pone en evidencia nuestras sospechas (conclusiones). Para ella es el pronombre del amor y como tal debe consagrársele. Jamás ha podido, dice, tutear a personas que no haya querido mucho y la causa principal de su repugnancia a las máscaras es que cuando se cubre la cara o habla con quién la tiene cubierta (como él en esos momentos), se ve obligada decir con los labios a gentes que no son nada para su corazón, pero que acaso pudieran serlo… ¡Magistral por parte de la Avellaneda!

La poetisa, al compararse sagaz y talentosamente con su interlocutor, se atribuye cierta superioridad -cien veces mayor dice ella, nosotros decimos que mil porque realmente lo era- y esto autodefine su carácter y personalidad. Queremos confesar que esta carta es una de nuestras preferidas por el absoluto dominio del lenguaje. También la consideramos como una de las más importantes de la introducción de esta amplia correspondencia que regalamos a nuestros lectores (consta de cincuenta cartas), y que como si de un drama se tratase, está divida, aristotélicamente, en tres partes: introducción, nudo y desenlace.

A veces he dudado en decidir cuál de los dos epistolarios amatorios de la Avellaneda es más intenso desde el punto de vista de la pasión, si el mantenido con Ignacio de Cepeda o éste con Antonio Romero Ortiz. Esta reflexión, tremendamente oportuna, me ha llevado a escribir –en ello estoy ahora mismo- un gran análisis de ambos epistolarios donde mido la intensidad del amor según lo veía la Avellaneda con el barómetro de la pasión y el desgarro (decimonónico). Le coeur à ses raisons que la raison ne s’explique pas”.


Manuel Lorenzo Abdala





Carta Nº 3. (transcripción)
4 de abril de 1853.

        ¡Que hábil es V. amable corresponsal! ¡Con qué maestría está escrita su carta última! Ha sabido V. aceptar parte de los rasgos del retrato que le hice de Armando, y guardar silencio sobre otros, tan diestramente que una persona menos sagaz que yo se quedaría en completa oscuridad, sin aceptar a colegir la impresión que ha causado en su ánimo de V. el bosquejo mencionado. Afortunadamente yo he conseguido, a pesar de todo, lo que me proponía al trazarlo, y sé a lo que debo atenerme respecto  la exactitud o inexactitud de la tal pintura. No diré más sobre el particular, porque acaso daría lugar a que V. me tachase de inconsecuente, creyendo que prestaba demasiada importancia a la figura del Señor Carrel, después de haber asegurado que me interesaría más el admirar su ingenio en sus escritos, que el inquirir cual era el cuerpo terrestre con que le haya revestido la madre naturaleza. Sea pues en buen hora, pollo o gallo, mi discreto corresponsal; lleve un nombre que me sea conocido o completamente extraño, a mí no me toca sino felicitarme cien veces de que el espíritu altivo, infinito y creador de que V. habla en su segunda carta, ya que tiene la desgracia de residir con frecuencia en cráneos que reducen su esplendor a la opaca palidez de los cucuruchos con candilejas que alumbran por la noche los puestos de escarola, alcance también el feliz destino de aposentarse algunas veces en cerebros de un estilo tan fácil y tan bello como el que sabe ostentar mi galante desconocido. Point de flatterie [Punto de adulación].

Al leer en su última de V. estas palabras: “Jamás me arrepiento ni me vuelvo atrás: haga V. sonar la campanilla y sea para lo que sea, y suceda lo que sucediere me hallará pronto…” Al leer tales palabras, repito, me entusiasmé tan de veras que, a semejanza de Arquímedes, estuve a punto de salir gritando por las calles “lo he hallado” Pero mi gozo se desvaneció como el humo cuando vi a renglón seguido esta maldita frase. “Yo no me obligo a nada, quién se obliga es Armand Carrel”. Entonces no pude menos de confesarme que las líneas que me habían encantado no significaban nada. En efecto; ¿qué quiere V. decir en la mencionada advertencia, sino es que destruye con ella, cuanto antes ha prometido? Yo en verdad no lo comprendo. Armand Carrel, el que fue, claro está que no puede obligarse a nada con los actuales habitantes de este valle de lágrimas. El Armand Carrel que existe, el mío, por decirlo así, es V. y nadie más que V. No concibo como sea posible contraer conmigo un compromiso en que se obligue aquel nombre, sin obligar también a la persona que lo lleva. No concibo tampoco que al afirmarme V. que es tan hábil como Talleyrand [Charles Maurice de Talleyrand, Ex Primer ministro de Francia de extrema relevancia e influencia en los acontecimientos de finales del siglo XVIII e inicios del XIX], tan leal como Guzmán el bueno, tan sin miedo ni reproche como Bayardo [Pierre Terraill de Bayard], haya tenido la singular idea de atribuir al nombre de Armando todas aquellas cualidades. Es indispensable, por lo tanto, que V. me explique cómo entiende la diferencia que ha querido establecer entre Armando y su persona de V.; que V. me deslinde con mucha claridad el punto en que los dos dejan de ser uno, y no extrañará que hasta no comprenderlo guarde prudente silencio respecto a la misión que quiero confiarle, y para la cual necesito no un nombre, sino un ser real y efectivo. [La Avellaneda, al menos en esta carta, olvida la misión que desea confiarle al desconocido, curioso, inteligente e inspirador Armand Carrel]

        Vamos a otra cosa. Se defiende V. de haberme llamado excéntrica, como si se le atribuyese un delito. Respondo en particular a ese parrafito de su grata última, porque creo que al decirme V. que me he equivocado, me acusa en cierto modo de leer sus cartas con poca atención, y no es así por cierto. Sé que V. no me ha llamado directamente excéntrica; pero confesaré (prefiriendo descubrir mi vanidad a dejarle a V. en el recelo de que no entiendo bien sus escritos), confesaré algo avergonzada, que cuando leí una línea de su mano en la que V. decía, que nada es más excéntrico que el talento, me coloqué sin darme cuenta de ello en el número de los seres dotados algún tanto de aquella feliz excentricidad. Luego en su segunda de V. leí también estas palabras: “Empiezo dando a V. gracias por la amabilidad con que me autoriza a continuar escribiéndola, y dándome el parabién a mi mismo por esta feliz excentricidad que V. califica de humorada y que me ha proporcionado etc. etc. …”

        V. convendrá que aunque puede entenderse que la feliz excentricidad que V. aplaude es la que V. mostró al escribirme, también puede interpretarse que hace referencia a mi resolución de contestarle a V. y que había dicho yo podía ser una humorada, lo mismo que la de V. Así lo entendí, y fundada en los dos párrafos de sus cartas que dejo citados fue que hice mención de la excentricidad  que V. me atribuía y que yo no negaba. Después de esta explicación le diré a V. que a pesar de haber dicho Pascal que la grandeza del alma humana no consiste en tocar un extremo sino en llenar el centro, yo no me ofendo en manera alguna de que se me saque del centro. No hay día en que no me oiga llamar excéntrica, y a veces por personas para las que dicha voz es sinónima de estrafalaria, y le aseguro a V. que jamás se me ha ocurrido el reputarlo agravio. Pero V. debe suponerme muy susceptible y quisquillosa, porque recuerdo que también se creyó en el caso de defenderse cuando le dije sencillamente soy poeta de veras, como receloso de que yo le acusara de ponerlo en duda, y a fe mía que no tuve ni remota idea de semejante cosa. Al decirle a V. soy poeta de veras, solo quise justificar con dicho título las opiniones espiritualistas en demasía que había manifestado antes. Tenga V. entendido desde ahora para siempre, que soy todo lo contrario de susceptible; que no poseo en manera alguna aquella vanidad lustrosa que se cree empañada por el más leve soplo.

        Réstame hablarle todavía de otro punto de su carta. No ha sido pueril preocupación el no aceptar la supresión del usted, y si no contesté en mi anterior a la súplica puramente gramatical que V. me había dirigido, fue porque preocupada por el interés mayor de indicarle mi deseo de confiarle una misión, se me pasó hablarle de aquel incidente. Además Señor Carrel, mi bondadosa secretaria estaba de prisa aquel día, y yo procuré no abusar demasiado de su amabilidad. Por lo demás puede V. estar seguro de que su proposición no me ha parecido irreverente en lo más mínimo, y que si no pongo en vez de usted es por la sencilla razón de que no solamente hallo elegante y bello aquel tratamiento, sino que me parece también demasiado dulce, demasiado íntimo para que se le pueda profanar. En mi concepto es el pronombre del amor y debe consagrársele. Jamás he podido tutear a personas que no haya querido mucho, y la causa principal de mi repugnancia a las máscaras es que cuando me cubro la cara o hablo con quién la tiene cubierta, tengo que decir con los labios a gentes que no son nada para mi corazón. Acaso no esté V. en el número de ellas; acaso sea V. uno de mis pocos amigos… pero como no lo sé con certeza, como se me presente V. también con un antifaz, se me hace tan difícil tutearle como me sucede con las máscaras. Si V. por su parte no siente la misma repugnancia que yo en emplear el pronombre de los afectos con una persona indiferente, úselo en buen hora conmigo; queda V. completamente autorizado, y yo sentiría mucho que siéndole a V. embarazoso el otro tratamiento continuase valiéndose de él por la sola razón de que yo no lo suprimo. Mis escrúpulos en este punto son de sentimiento y meramente personales.

        Acaso llegue un día en que desconocido y todo me inspire Armand Carrel bastante amistad para que espontáneamente use con él ese tratamiento tan dulce como majestuoso. No sé por qué se me ocurre en el momento en que trazo estos renglones que hay lazos de simpatía que pueden desconocerse por mucho tiempo y hasta encubrirse con apariencias contrarias a su naturaleza, pero que cuando sucede aquello, la verdad es más fuerte y obra con más eficacia cuanto ha sido más dilatada su comprensión ¿A qué viene el decir esto…? No lo sé. El profundo pensador que he citado antes ha dicho, si mal no recuerdo “Le coeur à ses raisons que la raison ne s’explique pas”.


2 comentarios:

  1. Esto es de una belleza incalculable ¡Estoy atrapada con las cartas! Quiero amar a un Armand Carrel o a la mismísima Avellaneda (a estas alturas me da exactamente lo mismo) ¿Alguien me puede proporcionar algo similar hoy día...?

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    1. Me quedo como tú y agrego: Esto es una novela, no un epistolario. UNA NOVELA, he dicho!
      Marcia (Huelva)

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