junio 24, 2015

AMOR Y PASIÓN (cartas 34 y 35)




Contienda de amor
(Con guiño y coletilla)

         Había prometido analizar las últimas cartas en su conjunto y hacer un estudio general al final de la correspondencia. Pero hay cartas y cartas. Las que reproducimos hoy, las números 34 y 35, son de esas que no te dejan indiferente porque de alguna manera ponen de manifiesto un desorden que parece no responder a criterios racionales de comportamiento.

Quien haya amado alguna vez (amado de verdad, quiero decir) y esa otra persona se instala en lo más profundo de la cabeza, o entre ella y el corazón (o en los dos lugares simultáneamente), sabe que el amor se vuelve obsesivo y hasta compulsivo. En esa fase de enamoramiento, y siguientes (hasta el día mismo en que todo, de repente, se derrumba), se persigue de forma obsesiva a la pareja, alterando el comportamiento habitual, sufriendo insomnio, fiebres, taquicardias y otros males menores y/o mayores. Durante esta etapa, es común la falta de apetito o la gula, la dificultad para mantener la concentración o el exceso de ella, y lo más peligroso: la total idealización de la persona amada que lleva a tener una representación de la misma, totalmente distorsionada.

Eso aconteció con Gertrudis Gómez de Avellaneda o entre ella y Antonio Romero Ortiz. Solo que en esta historia de amor, en particular, habría que añadir las características propias de la época y el romanticismo extremo que la poetisa ejercía de manera militante. Tampoco Romero Ortiz se quedaba atrás porque aunque no sobrevivieron sus cartas, sabemos más o menos lo que escribía y en los términos en que lo hacía para atrapar el corazón de su amada y atormentarla con sus insinuaciones, dudas, celos y otras manipulaciones varias. Nada, amores del siglo XIX y de todas las épocas de la humanidad.


Manuel Lorenzo Abdala






Carta número 34
[28 de mayo de 1853]

        Antonio: no tiene que ver el encargo que yo te hice de no frecuentar mi casa con carácter de amante, con el visitarme con las atenciones de amigo. Tus disculpas en este punto son flojas y erradas. No solamente no pudiste suponer que yo no quería que me visitases, sino que te dije más de una vez terminantemente que era conveniente el que vinieses algunas veces, para que pudieras más tarde visitarme en Carabanchel, como uno de tantos. No solamente no te cerré mis puertas, sino que después de haberte hallado mamá dos veces en casa, he indicado claramente que era indispensable quitar toda malicia, viniendo otras veces a horas en que mamá se hallase en casa. Y no solamente te lo indiqué, sino que hasta te llamé una noche, y no viniste, con pretexto de que te habías dado un golpe. En fin, Antonio, mucho pudiera decirte respecto a esto y a todo lo demás que quieres disculpar en tu carta de hoy; pero no lo haré porque volvería a enojarme, y habría de llenar muchos pliegos. Me limitaré a asegurarte que me ha herido tu conducta y que le ha hecho mucho daño a mi amor por ti. Impresionable hasta el exceso, sin que pueda remediarlo, todas esas pequeñeces van pesando poco a poco sobre mi alma hasta adquirir la gravedad de montañas, y cuando quiero sacudirlas me encuentro con que han dejado una huella difícil de borrar.

        Después del mal que produjo en ambos nuestro rompimiento repentino de los días pasados, era menester dar reposo y vida al corazón: era menester tanto amor, tanta fe, tanta unión, que se disipase en poco tiempo el rastro funesto de aquel fatal precedente. En vez de hacerlo así, te he visto frío de alma, capaz de calma y razón hasta en los momentos en que más debía dominar el corazón; te he visto despoetizar a la pasión en todas sus fases, enfriarla de mil maneras; y, con voluntad o sin ella, hacer hasta desatenciones con la mujer que ya que no amada, debía serte siempre respetada y atendida. Dices que soy injusta: acaso tienes razón: pero yo te había dicho cien veces antes de ahora, que desde el momento en que probase demasiado mi cariño; que desde el momento en que pospusiese mi orgullo a mi amor, desde aquel mismo no habría felicidad posible, porque aquel orgullo sacrificado una vez se vengaría incesantemente con exigencias despóticas. Yo te había dicho lentamente que las naturalezas del temple de la mía no se avienen con ciertas posiciones: que a mí no me ligaba nada que me era humillante: que en los secretos de mi organización había un misterio indescifrable, y que… en fin: yo no puedo ni sé si quiero hablar de estas cosas. Sincera he sido, y lo soy hoy. Antes te anuncié la desgracia que hoy siento ¡Antonio! Esta es la verdad. Yo sufro y no puedo dejar de sufrir. Te amo, y sin embargo, ese amor ha cesado de ser una esperanza para mi alma. Yo veo nuestros destinos separados por aquello que debía unirlos más: yo siento que tarde, o pronto, nos alejaremos uno del otro para no volver a encontrarnos. Desde el fatal momento en que el amor dejó de ser esperanza se ha hecho doloroso como el recuerdo. La desconfianza, los celos, el orgullo, mil pasiones bastardas se han desarrollado en el campo que llenaban las ilusiones de aquella esperanza naciente. La reserva ha reemplazado a la expansión; la timidez del corazón prueba la insuficiencia de sus vínculos. Seré tal vez injusta: ¿Que mucho, si soy desgraciada? Te haré un crimen de cosas que antes no me hubieran llamado la atención: ¿Que mucho, si antes nuestra posición era digna, igual, desembarazada, y ahora es difícil, desigual, incierta y falsa? ¿Qué  mucho, si antes deseaba yo lo que ya no puedo desear; me dirigía a un término al que ya no me dirijo; soñaba un porvenir al que renuncié locamente? ¡Antonio! El hombre que era el esposo de mi alma se convirtió en el amante de un día… no te ofendas: yo no quiero decir con esto que valgas menos a mis ojos, no: pero es cierto que yo no podré jamás pertenecer eternamente a ningún hombre a quién haya pertenecido pasajeramente. En mi alma rara hay una impotencia fatal de conciliar ciertas cosas: esto es inexplicable. El hecho es que todos nuestros disgustos traen su origen de una sola locura. Que después de ella todo parece haber conspirado contra nuestra dicha, y que esta ha cesado de ser posible ¡Y bien! Si el amor te basta; si no me has de pedir cuenta de mis irremediables disgustos, de mis irritabilidades, de mis aparentes caprichos; si te hallas con fuerzas para sobrellevar mis desigualdades y para ocultarme tus forzosas tibiezas; Antonio, yo no romperé tampoco el lazo que nos une, sea bueno o malo, duro o ligero: pero no me pidas felicidad ni intentes dármela: eso no está ya en poder nuestro. Acaso ha habido recientemente un momento único, que pudo decidir nuestro destino de una manera próspera. Pasó, ¡…fue decisivo, y pasó…! Desde aquel día todo ha tomado un giro invariable. No me preguntes más: sería en vano. Te amo, Antonio; eres mi amante; no sé nada más, ni pido ni prometo más. Adiós:

T.


Adición

Si quieres el manuscrito de La Aventurera, puedes pedirlo al teatro. –Si quieres que yo lo pida, lo haré. En tomarlo para sacar una copia se emplearía tanto o más tiempo que el que tú necesites para leerlo diez veces.

No fueron los contertulios de Eloísa los únicos que me favorecieron la noche del veinticinco. Estuvieron Hernández de Ariza, Tassara, Hartzenbusch, León, Escosura, Navarro, Martínez de la Rosa, y otros muchos de los cueles la mayor parte no tratan a Teodora Lamadrid, pero saben que es costumbre ver al autor de la obra esté donde estuviere, cuando está en el teatro.

Si escribes  algo sobre La Aventurera, te ruego que no olvides hacer notar que el pensamiento filosófico que resalta en mi obra, bueno o malo, es mío: que el original francés no inicia, no desenvuelve, al menos, aquel pensamiento de doble tendencia, que se destaca en la aventurera española; y que la escena más dramática y aplaudida, la del final del 3º acto, es, en su forma teatral, en su contextura dramática, es mía casi exclusivamente. En cuanto a otras muchas diferencias de formas ya las verás cotejando. Digo esto porque dicen que pregonan algunos que mi obra es un mera traducción.

No me importa mucho, pero los editores son unos bárbaros y con ellos pueden perjudicar las tonterías de otros bárbaros como ellos.





Carta número 35

Por la tarde
Hoy 28. [Mayo, 1853]


        Llegaron visitas en el momento en que te escribía mi adición, y fue esta con la carta sin decirte, como pensaba, que anoche no he salido de casa, ni lo haré tampoco esta noche porque tengo un fuerte catarro, de los que son tan frecuentes en mí. –Si quieres verme, puedes hacerlo; pero esto no te compromete a nada.

Tuya

T.    

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