mayo 27, 2016

LA DAMA DE GRAN TONO



Compilación introducción y notas por:
Manuel Lorenzo Abdala
© 2014


Introducción:

En el año 2014, La Avellaneda, Asociación Cultural y Literaria que rescata y promueve la vida y obra de la autora, en coordinación con la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), celebraron con júbilo en la ciudad de Sevilla el bicentenario por el natalicio de la inmortal escritora, considerada como una de las más relevantes poetisas y novelistas del romanticismo iberoamericano, además de buena periodista y aplaudida dramaturga.

Una manera digna de recordar y homenajear a la gran figura en tan significativo aniversario —entre otros actos—, fue presentando al público como libro, una faceta suya, quizás la menos conocida, la de articulista o cronista y la de narradora de viajes y de costumbres, textos que han pertenecido más al ámbito de la investigación que al del gran público2.  La edición —totalmente agotada a día de hoy—, estuvo a cargo de la editorial sevillana Los libros de Umsaloua gracias a la inestimable propuesta de la periodista Edith Checa, Presidenta de la Asociación Cultural y Literaria que lleva el nombre de la poetisa.

El texto que publicamos hoy en el blog dedicado a La Avellaneda (Sólo uno de los publicados en la obra de 2014) es un divertidísimo artículo feminista, de costumbres. Farsa irónica que los lectores y lectoras (especialmente ellas), agradecerán infinitamente porque además de la gracia particular, su lectura llevará a reflexionar profundamente sobre la naturaleza propia del bello sexo, visto según las circunstancias y la época.

En La dama de gran tono, Gertrudis Gómez de Avellaneda ejerce una crítica directa en contra de entidades y patronatos “sociales” que promovían la subordinación de la mujer frente al hombre. La autora defiende lo autóctono ante a la influencia externa que pervierte la sociedad. Y lo hace condenando y ridiculizando comportamientos y usos “extranjerizantes” que provocaban la pérdida paulatina de las costumbres y los rasgos nacionales, frente a la imposición invasora de la moda e influencias externas (Cualquier parecido con la actualidad no es mera coincidencia)

El artículo, joya de su pluma y prodigiosa inteligencia, fue escrito en Madrid para una revista dirigida por ella misma que, desgraciadamente, tras la salida del segundo número no pudo continuar editándose por el alto costo que representaba su lujosa publicación. En el artículo, la Avellaneda analiza y reprende con irónica habilidad y peculiar maestría, a la sociedad madrileña de la primera mitad del siglo XIX. Curiosamente elogia y a la vez intenta separarse del costumbrismo en que está enmarcado su relato.

Se trata de una divertida sátira sobre el atroz estado en que se encontraba la mujer en la sociedad decimonónica. En aquella época la mujer encubría su real esencia para poder sobrevivir en un mundo gobernado por hombres. A día de hoy, desgraciadamente, las cosas no han cambiado mucho.

La autora, pionera del feminismo en España, resplandece con un artículo sin precedentes en la literatura de mujeres del siglo XIX, texto que le valió el respeto y admiración absoluta de Isabel II a quien estuvo dedicado con especial fervor.

La historia que cuenta el artículo se desarrolla en la ciudad de Madrid durante la primera mitad del siglo XIX. Narra las peripecias e incidentes de una dama de gran tono “española” —más que española, madrileña— durante toda una jornada: desde el momento en que sale de su casa con el objetivo de pasear y divertirse con su selecto club de amigos —menos con su marido— hasta el regreso a su hogar al día siguiente, momento que le depara inusitadas sorpresas.

Paralelamente a la publicación del texto por la editorial, Los libros de Umsaloua —presentado igualmente en la Feria del Libro de Sevilla en 2014—, realizamos una versión dramática con el objetivo de ponerla en escena. En aquellos momentos esperábamos que antes de finalizar el año por el bicentenario avellanediano se vieran cumplidos nuestros deseos. Pero desgraciadamente no pudo ser. El valioso texto de especial naturaleza feminista convertido en drama satírico aún espera por su puesta en escena.

Manuel Lorenzo Abdala






LA DAMA DE GRAN TONO 3

Gertrudis Gómez de Avellaneda



Grave y delicada carga es la de un escritor que se propone atacar en sus discursos los ridículos de la sociedad en que vive. Si no está dotado de un genio observador, de una imaginación viva, de una sutil penetración; si no reúne a estas dotes un gracejo natural, estilo fácil, erudición amena, y sobre todo un estudio continuado del mundo y del país en que vive, en vano se esforzará a interesar a sus lectores

Tal cual acabamos de transcribirla, es la opinión que ha conseguido en uno de sus mejores artículos el bien conocido autor de las Escenas matritenses4 y si tan grave y delicada parecía su tarea a aquel fecundo y penetrante talento, que ha probado en la maestría del desempaño la facilidad de la concepción ¿qué deberemos pensar nosotros poetas; nosotros, visionarios de profesión, que entramos en el mundo y salimos de él sin conocerle, y que si por acaso le conocemos, solo logramos la triste ventaja de convencernos profundamente de nuestra incapacidad para pintarle?

A manera de aquellos dos conocidos filósofos que, testigos de las locuras humanas, prorrumpían espontáneamente el uno en risa y el otro en llanto, el penetrante y festivo escritor de costumbres y el ardiente y melancólico poeta, experimentan opuestas sensaciones a la vista de un mismo cuadro, y sin duda emplean colores diferentes cuando intentan copiarle.

Aquel ataca con las corteses armas de la crítica; corrige con la burla; enseña con el acento grato de la alegría; su severa moral es como aquellas píldoras doradas que traga el enfermo sin repugnancia, y con las cuales ha recreado antes la vista.

Al espíritu observador del crítico, la sociedad se presenta desnuda. Si su mirada profunda hace alguna vez temblar y retroceder a la hipocresía, la sonrisa graciosa que jamás abandona sus labios, permite que se le aproximen sin miedo ni disfraz todas esas numerosas comparsas de extravagancias, ridiculeces, locuras y arterias sociales, que él examina; analiza jugueteando, y cuyo fiel retrato presenta después a sus mismo originales, que se miran en él, y quisieran como aquella vieja de la fábula romper el espejo exacto que reproduce en verdadera fealdad rasgos que acaso imaginaban hermosos.

El poeta por el contrario: ¡dichoso si sabe siempre embellecer, porque no le fue dado el ser exacto! ¡Dichoso si acierta a inventar, porque nunca sabrá copiar fielmente! Si sus retratos no son idealizados corren peligro de parecer caricaturas. El poeta canta, y cuando no canta llora, nada más puede pedírsele, nada más sabe hacer.

Pero alto ahí, señor poeta (si este título no es un don gratuito que usted mismo generosamente se concede); ¡alto ahí! me dirá acaso alguno de los desocupados y benévolos lectores  o lectoras, que para mí es lo mismo, puesto que me propongo adoptar sin examen el masculino: -¡Alto ahí! repito, que no se trata ahora de un cuadro de costumbres, exactamente dicho, ni de una crítica, ya sea severa, ya festiva, sino solamente de presentar lisa y llanamente tipos femeniles, tipos más o menos comunes, más o menos manoseados; pero tipos que no hayan de ser forzosamente ridículos ni feos, y que bien pudieran estar adornados de grandeza y hermosura.

Vamos allá, lector sensato, responderemos al punto: tipos son sin duda los que hemos ofrecido, y los que hemos deseado presentarte; entendiéndose por tipo (si bien el Diccionario de la Real Academia no le da otro significado que el de molde o ejemplar) aquel conjunto que reasume en sí todos los rasgos comunes a cierta clase de individuos, diferenciándolos de los otros y asemejándolos entre sí.

Este retrato de toda una raza, de toda una nación, de toda una clase, o de toda una familia personificada en un solo individuo, que es como el molde, en el cual pueden vaciarse otros muchos, es indudablemente lo que tanto tú como yo entendemos por tipo; y la significación más razonable que alcanzamos de esta palabra, conformándonos con la del Diccionario. Falta únicamente saber, si yo me engaño al sospechar que muy raro tipo de los que tenemos ofrecidos podrá eximirse de mucha parte de aquellos rasgos que reclama el diestro pincel del crítico; si pueden ser pintados con los vagos y deslumbrantes colores de la poesía si es posible, en fin, llegar a cada una de aquellas fracciones del gran conjunto llamado sociedad, sin tocar al carácter general de ésta, y por consiguiente sin rozarse con sus defectos, sus ridiculeces y sus vicios característicos.

El autor de estas líneas cree tan indispensable sacar sus tipos de la sociedad, como poder conservarlos en ella, esto es, no pudiendo inventar sino copiar, juzga su tarea exactamente igual a la del escritor de costumbres, y se encuentra más necesitado del talento del crítico que de la imaginación del poeta.

Distinta sería su misión y menos embarazosa si hubiese  de pedir sus tipos a la naturaleza y no a la sociedad. Si en vez de la dama de gran tono, la literata, la pupilera, etc., hubiese de pintar la hija, la esposa, la madre, en toda su belleza, en toda su verdad.

En la mujer, en esa preciosa mitad de la especie humana, grabó la naturaleza no menos moral que físicamente los rasgos más bellos que puede cantar el hombre y concebir el ángel.

La mujer de la naturaleza es solo tipo, pero tipo magnifico que con cada uno de sus rasgos puede prestar argumento para un cuadro bellísimo. Tipo que puede colocarse en distintas posiciones, a mayor o menor altura, próximo o lejano, con luz o con sombra, y que presentará variados aspectos, diferentes puntos de vista; pero siempre la misma figura noble y delicada, grande y bella, majestuosa y triste.

La mujer de la sociedad es hechura de ésta: buscad a la sociedad y hallaréis a la mujer; estudiad a la sociedad y conoceréis a la mujer. La obra suprema de la naturaleza, la de su amor ha sido dislocada, atenazada contrahecha por la sociedad; y si queréis retratar esa desfigurada y doliente figura, tal cual ella os la presenta, no intentéis levantar sus velos para buscar las señales de sus formas primitivas al través de sus formas postizas, porque entonces lloraríais y no pintaríais. Es preciso que la veáis vestida, que la veáis enmascarada, que la veáis cual está, y no cual ha debido ser, y preparéis los colores de vuestra paleta con la sonrisa en los labios y gozando de antemano el placer un poco maligno de decir a la sociedad al presentarle su hechura: ¡Mírate en ella!

Pero mientras justificamos con estas líneas los temores que dejamos traslucir en las primeras, y ensartamos reflexiones que nadie nos pide ni espera, parécenos ver a nuestro futuro lector un sí es ó no es, cansado de nuestro tono plañidero, y diciendo allá en sus adentros. —¡Si acabara de aparecer esa dama de gran tono!

¡Desdichado de ti, lector amigo, si tienes realmente necesidad de nosotros para conocer esa brillante figura que con tanta impaciencia esperas! Desdichado de ti, repetimos, pues muy oscura y estrafalaria debe ser tu vida y muy insignificante tu persona, si en todo el curso de aquella no has tenido ocasión de encontrar, aunque fuese de paso, al tipo que me pides, o que yo te ofrezco, sin que tú me lo pidas; del cual tipo existen a lo que creo mucho mayor número de ejemplares de los que acaso imaginas.

Si aprovechando el permiso que en nuestro prospecto tuvimos a bien concedernos, quisiéramos ahora trasladarte de un salto a las orillas del Támesis, o lo que sería mejor aún, a las del ponderado Sena, acaso no tendríamos tanta facilidad como puedes erróneamente suponer, en satisfacer tu curiosidad; pues bien, que les plazca creer a las gentes habitadoras de aquellas mencionadas orillas que ellas solas han engendrado el consabido tipo, que entre ellas existe, y que ellas únicamente le conocen, acontece sin embargo, que se encaprichan en no vulgarizarse, y son las tales gentes azas de descontentadizas y escrupulosas en todo lo tocante al gran tono.

Lástima y juntamente ira te causará ver cuántos requisitos necesita una dama en aquellos países para alcanzar una clasificación tan envidiada, y que copia de burlas, de epigramas y de pesados desengaños, reúnen las iniciadas contra la atrevida profana que pretende introducirse en el misterioso templo sin la competente autorización.

Felizmente, entre nosotros los españoles, todas las cosas se presentan más fáciles y sencillas; y aun estoy por decir que todas son y deben ser improvisadas ¿Qué dama entre nosotros no aspira con justísimo derecho a ser llamada de gran tono? ¿Por ventura se necesita tanto para eso? Para que una española sea el prototipo de todo lo bueno, ¿hay más que no parecer española? Entre nosotros la nacionalidad tan solo es de mal tono: lo que nos caracteriza es lo que nos sienta pésimamente; y con tal que no conservemos ninguno de aquellos rasgos que nos son propios, ya podemos, hombres y mujeres, cualquiera que sea nuestra clase, nuestra educación, nuestro talento y nuestros modales, presumir de acólitos del gran tono, o como dicen los franceses y los afrancesados, de gentes comm’il faut.




El privilegiado círculo de la opulenta y orgullosa aristocracia inglesa, en la cual debemos considerar como vinculado lo que en aquella nación se determina con el nombre de gran tono, está rodeado5 para los extranjeros como para las clases secundarias, de una valla tan impenetrable como la gran muralla de la China, y gracias si pueden resistir los ojos vulgares el brillo deslumbrante de su gigantesca aureola. En París, la buena sociedad es sin dudas alguna mucho más accesible; pero su código es tan mutable, tan complicado en su aparente sencillez, que no pueden gloriarse de comprenderle y observarle escrupulosamente sino una corta porción de elegidos, congregados en ciertos salones de ciertas calles, donde se reúnen todos los placeres, todos los refinamientos del lujo y del buen gusto, todas las delicias de una sociedad perfectamente armonizada, por decirlo así y elevada a su mayor grado de cultura. Dicha porción de gente d’élite cuya existencia elegante es la envidia de otros círculos, más vastos aunque menos brillantes, posee únicamente todos los secretos del gran tono parisién, cuya fisionomía particular presenta tantos delicados matices como el ópalo. De aquí la dificultad de trasladarla con exactitud, y la mayor dificultad aún de hacértela comprender, sin más ni más, lector curioso, que anhelas entablar conocimiento  con la dama de gran tono. De aquí asegurar que si entre las dichas gentes nos hallásemos, no nos atreveríamos a decirte con desparpajo: “echa a andar sin miedo, que por ahí tropezaras a cada paso con el personaje que buscas, y al punto lo conocerás”.

Pero, lo repito, y no me cansaré de repetirlo, gracias a Dios que nos hallamos en Madrid, y no en Londres ni en París, y que nuestro gran tono está más al alcance de todo el mundo.

Y no seas tan exigente, lector mío, que me preguntes ahora si existe entre nosotros realmente ese código privilegiado; ni menos aun pretendas neciamente probarme que en una nación democrática desde sus principios, y más que nunca democrática al presente hay cuasi una razón para creer que no exista esa clasificación altisonante, que parece creada por y para la alta aristocracia. Quédate allá con tus observaciones inoportunas, y participando de nuestra convicción, concede sin dificultad que tenemos gran tono; no importa que sea, como otras muchas cosas, una planta exótica en nuestro suelo; no importa, tampoco que llevas tu refinada malignidad hasta el extremo de declarar (aquí entre los dos se entiende) que hacemos caricaturas que no copias, cuando queremos imitar, y que así nos llamamos gente de gran tono; cuando bien nos place cuando clamamos por reproducir (pintadas con brocha gorda por supuesto) escenas terríficas de una revolución que fue sacudimiento forzoso de un pueblo oprimido por una nobleza poderosa y corrompida, y que a nosotros nos viene de molde, por lo mismo que ni tenemos clases poderosas y opresoras, ni pueblo que se queje, sino cuando le tomamos, por torpe y servil, instrumento de nuestro parodiado liberalismo.

Paso; tan grande es mi repugnancia a entrar en disputas. Paso por eso y por todo lo más que quieras añadir; sintiendo en el alma que se te hayan venido a la imaginación comparaciones ajenas de nuestro asunto, al cual vuelvo con mi acostumbrada consecuencia; aunque estoy leyendo en tu aire distraído, que has bajado mucho de tu primer entusiasmo, y que esperas muy poco de mi dama de gran tono.

Para castigar tu falta de fe y de esperanza, no tengo más sino presentarte de improviso al objeto precioso que no sin artificio aparentas desdeñar.

¿No sientes ya embalsamarse el ambiente con el suave aroma de la rosa, que anuncia se te acerca a mas andar, en toda la pompa de su grande toilette la dama de gran tono?

No te asustes al ver la corte de sus adoradores; el dueño no está entre ellos pues es demasiado comm’il faut para venir haciendo el oso, a alejar de la amable deidad esa turba de incensadores6. Una duda bien extraña se te ocurre y la estoy leyendo en tu semblante ¿Quisieras saber quién es el todavía incognito mortal a quien doy el nombre de dueño? Mucha malicia necesitas para no adivinar, que no es ni puede ser otro que el marido, pero el marido de la dama de gran tono no parece ni prójimo de los maridos vulgares, y he aquí por qué suele desconocerle la multitud.

Sin cuidarte de esa figura secundaria, que nunca te presentaré en primer término, observa el aspecto y los movimientos de su codiciada mitad.

Sigámosla ahora que se adelanta con resolución a encontrar su linda carretela que con coqueta humildad parece besar el suelo en que apoya sus ruedas ¡Precioso carruaje! ¡Divina mujer! ¡Qué aire tan distinguido! ¿Quién puede adivinar que ese sombrerillo parisién puro, oculta una negra y profusa cabellera española? ¿Quién sospecha al mirar esos ojos artificiosamente parados y fríos, que son de la misma raza que aquellos que llaman volcanes nuestros antiguos poetas, y que los extranjeros han comparado con nuestro sol de fuego?



Aquellas miradas abrazadoras que hacían traición al alma revelando todos sus movimientos, son en el día de malísimo tono: al presente las miradas de una hermosa deben ser siempre como un lago tranquilo y desierto sin que en ellas se refleje nada, excepto aquel indispensable tedio que debe causar el mundo a un alma d’élite. Previene el primer artículo del código francés del gran tono, traducido al castellano, que la dama debe imitar en cuanto posible sea a un autómata ambulante; y es preciso absolutamente que por lo menos evite la expresión de una vulgar alegría, o de una innoble expansión de benevolencia, debe parecer fría, desdeñosa, indiferente a todo, y (como dicen los franceses) femme blasèe7.

¡Oh, y como se echa de ver que el bello objeto de nuestras observaciones tiene en la punta de la uña como suele decirse la tal traducción libre del gran tono transpirenaico! Mira como se adelanta hacia su carruaje con una fisionomía fatigada, que contrasta primorosamente con ese andar decidido, con esos pasos varoniles, que descubren en la española, la reunión de dos grandes tonos extranjeros; pues andar ese desgarbo afectado que te parece tan impropio, es una institución que el gran tono madrileño atribuye (no sé si con fundamento) al gran tono insular, y que ha dado ocasión para añadir un articulo más a la versión del gran tono francés al castellano.

Nada tan magnífico como esa amalgama de rasgos heterogéneos: nada de mejor tono que esa confusión de francesísimo e inglesismo en la persona de una ardiente y (según dicen los primeros) sémillante8  española. Verdad es que ese nuevo molde el tipo parisién pierde la mayor parte de sus gracias ligeras y naturales, y que ninguno conserva el tipo septentrional de aquellos rasgos distintivos de su cándida belleza; pero bastante queda para el gran tono madrileño, si las telas son extranjeras, extranjeras la forma, extranjeros el gesto y los modales, y extranjero el andar y la mirada. Sábelo así la bella que nos ocupa y que al llegar al estribo de su carretela (extranjera también por supuesto) lleva ya determinada la postura elegante que ha de tomar ella, la cual ha aprendido por la mañana en una novela de Balzac o de Eugenio Sué, escritores utilísimos, pues suelen retratar con minuciosa exactitud todos los ademanes y actitudes de sus protagonistas, ora se paseen a pie por el Boulevard des italiens o le passage de l’Opera, ora salgan a lucir al bois de Boulegne son charmant équipage.

Colocada ya en su ambulante santuario la deidad, sube el lacayo al perrillo que debe hacerla compañía, y que no importa sea inglés, danés, maltes o cosaco, con tal que sea extranjero también por los cuatro costados ¡Ay! Y si pudiera serlo también ese maldito lacayo. Pero su tez morena y sus ojos negros y retozones, su acento asturiano están publicando su origen, y este es sin contradicción un terrible contratiempo para el gran tono. Es verdaderamente una desgracia que nuestros mocetones montañeses no puedan improvisarse ingleses con tanta facilidad como se improvisan nuestras damas.




Partió la carretela, lector amigo, y si queremos continuar nuestras curiosas observaciones, no nos queda otro recurso que el de mover un pié tras otro y encaminarnos al Prado, pues como en Madrid no tenemos paseos privilegiados como les Champs Elysées y le Bois de Boulegne, nuestras damas de gran tono tiene que acudir a ese centro común de todos los tonos, y alternar en su elegante carretela con el simón9 en que toma el sol o el aire la familia del boticario, con el bombé del médico y la vetusta berlina del modesto comerciante. Si baja del carruaje la deidad para ostentar su andar inglés y su traje parisién, tiene que confundirse, ¡qué anomalía! con la niñera y la menestrala, y con la pupilera y la doncella de labor, y con otros mil tipos que ya irás conociendo con el favor de Dios y de nuestra pluma infatigable.

Para obviar este inconveniente el gran tono madrileño ha ideado hacer una ingeniosa distinción, y congregarse todo en aquel estrecho y desigual fragmento del solón, que se ha bautizado con el nombre de París. Verdad es que los profanos no respetan escrupulosamente aquel recinto sagrado, que tiene además el mediano inconveniente de recibir todo el polvo que levantan los carruajes, y exponer a los paseantes a ser atropellados por algún espantadizo caballo, de los muchos que pasan raspando con las gentes pedestres que buscan su vecindad; pero esto no es un obstáculo para el gran tono prefiera apiñarse en aquel sitio, que tiene el honor de llevar el nombre de la capital del Sena.

Allí la dama de gran tono, que acaba de dejar su carruaje para dar un par de vueltas asida al brazo de otra dama de su clase, tiene al menos la ventaja de poder saludar en francés a algunos españoles que no lo parecen, y que pasan junto a ella mirándola con toda la desvergüenza que prescribe el código. Allí también se critica el traje de la Señora B… y el aire común de la señora S… y se toman algunas nociones de la crónica escandalosa, y se oyen de paso algunas máximas de alta política, y algunos pormenores de planes de conspiración; porque en Madrid se conspira a voces en los misteriosos clubs del Prado y de los cafés.

La dama del gran tono no prolonga su paseo hasta más tarde que la hora en que debe haber comenzado la ópera o la comedia. No siempre tiene palco propio, exclusivo: no prohíbe el código que se comprometa a cuatro o seis amigos para que ayuden a pagar el abono, ya sea por proporcionarles a ellos el honor de ocupar con legítimos derechos algunas sillas traseras del palco elegido por la dama de gran tono, ya por un principio de economía que hace honor a este.

Como quiera que sea, hete ya en el teatro a nuestra heroína, paseando sus gemelos de una parte en otra. Contestando con dignidad a los saludos que se dirigen, respirando los aromas de su bouquet, mientras dispensa tal cual palabra insignificante a sus consocios, y olvida completamente que está en un teatro donde se representa una comedia o se canta una ópera; pues prohíbe expresamente el gran tono que se ocupen su adeptos del espectáculo que van a buscar.

Eso no impide sin embargo, que a la salida se juzgue en tono absoluto el mérito del autor y de los actores: la dama de gran tono tiene instintos prodigiosos, que son secundados por media docena de otras damas del otro sexo, que se parecen a ella, moralmente, como dos gotas de agua.

¿Es una comedia? El autor no conoce la buena sociedad: sus personajes son grotescos, sus escenas asainetadas, su lenguaje grosero. Los actores no tienen pizca de inteligencia ni asomo de buen gusto.

¿Es una ópera? Hay en ella reminiscencias de otra: tal coro es de tal efecto, cual aria carece de filosofía, y luego ¡el tenor es tan frío! ¡El bajo tan exagerado! ¡La dama viste con tanta impropiedad y canta con tanto miedo!

Pronunciamos estos fallos sin apelación; consagrados algunos tiernos recuerdos a Rubini y a la Grissi, a Tamburini y a Mario, a Lablanche y a la Persiani (porque la dama de gran tono debe conocer a todas estas notabilidades filarmónicas, aunque jamás las haya oído), sube en su carruaje acompañada del cavaliere serventi, que puede ser cualquiera de sus amigos, de sus parientes y de sus conocidos; el código deja respecto a esta elección una completa libertad, y solo excluye terminantemente al marido.

Si en Madrid hubiese un Faubourg de Saint Germain, el veloz carruaje de la dama de gran tono tomaría sin vacilar aquella dirección al alejarse del teatro. ¡Pero oh inconvenientes del gran tono en Madrid! Aquí no hay barrios d’elite, aquí no hay esas casas aristocráticas, como algunas de la rue Varènne; casas de gran influencia social; casas que clasifican a un individuo con solo franquearle sus umbrales; cuyos salones son airosamente pretendidos por las opulentas notabilidades financieras que pueblan la Chussé d’Antin; y donde se reúnen en las brillantes soirées todas las bellezas del alto coturno, siempre frescas, siempre coquetas, siempre vestidas à revir, siempre prevénantes, y siempre, en fin, como ha dicho un célebre novelista moderno, charmantes victimas de la mode10.

Pero para desesperación de nuestras damas de gran tono en Madrid, no existe nada comparable a esas casas y a esas calles; y la bella heroína de nuestro artículo, al salir del teatro, se encuentra sumamente incierta, sin saber qué rumbo tomar, ni como emplear las horas que faltan aun para terminar la soirée.

Sin embargo, hay ciertas épocas del año, y aun ciertos días de la semana, en que no es tan difícil su posición; pues suele estar convidada a alguna de dos o tres tertulias periódicas, que alternan de vez en cuando, a veces compiten y a veces se paralizan, como de común acuerdo.

Para no lastimar tu sensible corazón, lector amigo, con la triste pintura de la dama de gran tono obligada a meterse en cama a las diez de la noche, nos permitiremos improvisar hoy una de esas tertulias y conducirla en triunfo a ese nativo elemento de la belleza y la elegancia.

Para decorar el vestíbulo del templo de gran tono en que vamos a entrar, no hay por lo común estatuas, ni vasos de porcelana sembrados de exóticas flores, como acaso sabes tradicionalmente se suelen encontrar en los hoteles nobles de Paris: creo que podemos continuar en seguimiento de nuestra bella, sin que tropecemos con aquella multitud de lacayos con gran librea, que ostentan en las grandes soirées de las grandes casas extranjeras, el orgullo y el lujo de sus opulentos dueños. En Madrid, las grandes casas no tienen soirées ni grandes ni pequeñas; excepto cuando de tiempo en tiempo, por algún poderoso motivo o por algún poderos capricho, salen una noche memorable de esta su habitual apatía. Pero ¿qué necesidad tenemos de todos esos adminículos de ostentación, para que nuestras tertulias merezcan llamarse de gran tono? ¿No comienzan después de las diez de la noche? ¿No es una dama comm’il faut la señora de la casa, es decir, no viste a la francesa y anda a la inglesa, y come a las seis de la tarde, y se levanta a la una del día, y se acuesta a las dos o a las tres de la mañana, etc., etc., etc.?

Convencido ya de que es una tertulia de gran tono cualquiera que reúna estas dos circunstancias, te hará conocer otras que corroboran esta aserción.

Escurrámonos bonitamente en pos de nuestra heroína, y verás cuántas otras hechas a su imagen y semejanza, adornan ese salón o sala, en cuyo centro se contonean algunas figuras masculinas, de las cuales no queremos ocuparnos.

Las damas de gran tono, suelen diferir mucho en edad, estatura, fisonomía y talento.- Cual empieza su primavera y está por consiguiente en el primer curso del gran tono; cuál ha recibido ya su grado de profesora, como que se halla en el zénit el sol de su juventud; cual toca en aquella época de la vida que los poetas que todo lo idealizan y hermosean, suelen comparar a la tarde, y a la cual pudieran aplicarse aquellos lindos versos de Lamartine:

Elle étai dans cet age oú prete é sé fletrir,
Cette fleur de bauté, qu’un printemps fait murir
Semble invitier l’amour á cueillir ses délices,
Avant qu’un jour de plus effeuille ses calices11.

Estas llevan la borla de doctoras. No faltan tampoco otras (¡que dolor!) que ya son nombradas mamas con más frecuencia que damas, y que por mucho que estudien el código bienhechor, no aciertan ya con el arte de agradar. Míralas, sin embargo, cuan entonadas están con sus modas francesas, con las que procuran encubrir sus canas y sus arrugas españolas; observa cómo trabajan por atraerse las miradas de los elegantes más jovencitos, conociendo a fuer de talentos expertos, el admirable efecto de los contrastes. Pero sus inútiles esfuerzos empiezan ya a fatigarlas y… ¿qué será de ellas si la tertulia en que nos hallamos no tiene, por accesorio, alguna otra sala más concurrida que esta, en la cual circule alguna otra cosa más sólida y más manuable que los jovencitos de veinte años? No sabemos si este utilísimo accesorio existe en la tertulia; pero vemos escurrirse poco a poco muchas de las mamás, y algunas de las no mamás y guardamos silencio en este punto; porque no estamos suficientemente iniciados para poder asegurar si en el código del gran tono hay un artículo que ordene expresamente dichos accesorios.

Libre ya la elegante sala de aquellos anacronismos ambulantes, que han llevado sus inciertas fechas a la otra sala echemos una ojeada por esa corta pero, selecta porción de floridas bellezas. Unas son morenas, otras rubias, estas altas, y aquellas pequeñas; pero hay en todo un mismo fondo, porque el gran todo es (permítasenos reproducir una idea que ya hemos usado en alguna de nuestras obras de ocio) es, repetimos, como todo lo verdaderamente grande, inmutable en su naturaleza, aunque variable en sus aspectos.

Observa, lector mío, como todas hacen lo mismo, hablan lo mismo, y probablemente piensan lo mismo. Y sin embargo, ¡como murmuran unas de otras y ridiculizan cada cual en su vecina, aquello mismo que otra ridiculiza en ella!

Una duda se me ocurre: ¿se dirán en las reuniones d’lite de Paris, tantas vaciedades, tantas nonadas, y lo que aun es peor, tantas mentiras absurdas como en las de Madrid? Ese ponderado esprit de las francesas, ¿se eclipsará tan absolutamente en la atmósfera de sus salones, como se eclipsa la brillante y poética imaginación de nuestras españolas entre el vapor de nuestras tertulias?

Id escuchando uno por uno todos esos diálogos a sotto voce; todos esos tríos, algo más sonoros o esas arias coreadas, que tienen lugar en algunos grupos a que presta oportunidad el movimiento simultáneo producido por un rigodón que se organiza o por un vals que se acaba ¿Qué sacáis en limpio de todo lo que oís?

Tal moda comienza -tal otra concluye -tal modista posee el figurín más moderno -tal otra acaba de recibir un surtido de flores sin igual -Julia lleva esta noche unos pendientes de mal gusto -Adela está peinada sin ninguna gracia -Lucia trae un vestido que le hace arrugas en la espalda -Antonio ha perdido 20 onzas en la sala accesoria -Enrique está en relaciones con Elena -Fernando coquetea con las dos amigas Luisa y Carmen, y da lugar a escenas las más ridículas -La condesa de B. ha estrenado una carretela -La marquesa de X ha vendido la suya, porque está arruinada -Tal matrimonio ha dado un escándalo -Cuales amantes han tenido un rompimiento ruidoso -Esa dama que entra ha tenido ayer una aventura que si se divulga va a perderla inevitablemente (y por lo mismo cuidan de divulgarla sus más íntimas amigas). Esa que sale ha cometido una ligereza que pudiera ser interpretada muy en su daño (y por lo mismo todas se apresuran a interpretarla)




La mayor parte de dichas críticas y noticias son infundadas: en inventar falsas noticias que den pábulo por un momento a la maledicencia general, consiste el principal talento de la dama de gran tono, cuando se halla en sociedad. Pero, ¡se destroza la ajena reputación con tan noble indiferencia, con tan candorosa ligereza! Las gentes de tono nunca se escarnizan (sic), nunca dan lugar a que se sospeche en ellas un motivo de enemistad, un impulso de odio… -esa sería una torpeza digna de una manola. La maledicencia de gran tono es fría, reguladora, sistemática, tanto más temible, cuanto que guarda cierta calma que puede equivocarse con la imparcialidad. Para alimentar esta necesidad social de la clase ociosa femenina, existe la clase ociosa masculina, que acaso es aun más numerosa que aquella. Por todas partes abundan esos hombres-mujeres, esos héroes de salón, unas veces vehículos y otras, eco de las damas de gran tono. Por ellos reciben ellas mil calumniosas anécdotas, que reparten luego en las tertulias; y a ellos fían otras mil, para que las repitan en los cafés y en la Puerta del Sol. Esos seres murciélagos, que participan de los dos sexos porque reúnen todos los defectos de ambos, aunque no posean completas las cualidades buenas que caracterizan a cada uno de ellos; esas figuras de movimiento con apariencias de hombres accesorios de tocador, cifra de la decadencia de un pueblo, emblemas de la corrupción de una época, polillas de la moral pública, tropiezo de la inteligencia, carcomas de las virtudes; -esas organizaciones mezquinas, degradación de la naturaleza varonil; calumniadores de oficio, rebuscadores de aventuras, propagadores de ruido, enemigos natos de todo lo que es grande, bello o útil… esos que no tienen cabida en ninguna parte, la tienen en el gran tono; porque el gran tono necesita de una Gaceta que le dé avisos y extienda los suyos, y dichos entes son propios para este oficio.

Vemos ya que frunces las cejas, lector; y estás tentado a lanzarnos la nota de furibundos, amenazándonos al mismo tiempo con la venganza de ese gran tono y de esas gacetas suyas, contra las cuales nos crees encarnizados. Más advierte que no determinamos con el nombre de gentes de gran tono, a ninguna clase social; que hemos comenzado nuestro discurso previniéndote prudentemente que, si bien el gran tono extranjero parecía propio de las altas clases, en España no conocíamos un gran tono que creyésemos digno de ser tan exclusivo y ventajosamente colocado, y que nuestra dama y sus semejantes pueden pertenecer a todas y a ninguna de las clases que alternan en nuestro país; puesto que ya conoces que no están en él tan separadas y distintas como acontece en otros. Esta aclaración, que no creímos sin embargo necesaria te probará que no hay ninguna clase que deba apropiarse nuestro tipo; y que nosotros, al lanzarlo al mundo sin destino determinado, decimos aquel vulgar y antiquísimo refrán:

A quien le venga el sayo, que se lo vista.

Por lo que respecta a ese otro tipo, que sin saber cómo se nos ha venido a las manos, bien veo que hallará muchos semejantes en el mundo, porque el molde primitivo de esa figura produce multitud de ejemplares que se reparten por todas las clases y todas las sociedades; pero no haya miedo que huyamos de ese nublado que crees pronto a levantarse sobre nuestras cabeza a manera de una plaga de mosquitos. Déjale venir: nos conocemos ya.

Hete aquí que mientras charlamos se ha concluido la tertulia, y nuestra dama sale envuelta en su rico pañolón de cachemira o en su camaill de terciopelo; dándola el brazo un elegante que le echa al oído algunas flores inodoras de banal galantería a las que ella contesta con aquellas frases de N. que a veces no dicen nada y que a veces mucho, según el tono que las acompaña.

Ya la tenemos otra vez en el carruaje: dos minutos más y ¡zas! Ya entró en su casa. -¡Ay señora!, dice la nodriza, el niño ha tenido un cólico; pensé que se me moría en los brazos.




La dama de gran tono se cierra su camaill, para no exponer su vestido, y corre desolada a la cuna de su hijo. “¡Ay tesoro de mi alma —exclama con patético acento— con que pude encontrarte cadáver!”

Pero el riesgo pasó: el niño está tranquilo y la dama de gran tono, mientras su doncella recoge y guarda las galas, que va arrojando al suelo a medida que se las quita, reflexiona en lo importante que es para la futura salud del querido niño que la nodriza le lleve a su aldea, y le crie en una atmósfera, con aires más saludables. Este pensamiento se convierte en una resolución, a impulsos del amor maternal, y solo por mera casualidad, como insignificante accesorio, se ocurre la idea de que, al proporcionar mejores aires al hijo, consigue mayor independencia la madre y no se expone a ser testigo de un cólico que acaso acibare todos los placeres de una soirée.

Mientras estas reflexiones hace, el marido llega con una cara de turco ¿Se habrá reñido con la bailarina? Dice entre sí con admirable estoicismo la dama. Pero pronto sale de su sosiego al oír estas aterradoras palabras. –“Señora, es preciso vender mañana mismo la carretela y los caballos. Su lujo de Vd. es irresistible; el absoluto abandono en que tiene su casa y sus obligaciones, es causa de que los criados nos roben todos los días; y yo he tenido la desgracia de perder esta noche al juego doscientas onzas.”

—¡Vender la carretela y los caballos! Exclama fuera de sí la hermosa. No, señor; esa es una medida arbitraria, y no estamos felizmente en tiempo de depotismo (sic). Venda Vd. sus casas, grave sus vinculaciones… en fin, proporcione dinero como pueda; pero la carretela y los caballos… ni se pronuncie segunda vez lo que Vd. ha dicho: venderlos sería publicar nuestra ruina, deshonrarnos, envilecernos… ¡Antes morir!




Quiero hacerte gracia, lector mío, de la bella escena conyugal que comienza por las antedichas declaraciones: para tu tranquilidad te diré solamente, que la carretela no se venderá; porque si no bastan para estorbarlo las elocuentes razones de la dama, existe otra razón de más peso, que el marido no tardará en recordar, y es… que aun no la han pagado.

Probablemente tampoco sufrirán su sentencia los caballos porque sin ellos la carretela era nula; se diría algo sobre el motivo de no verla en uso, y entonces no tardaría en presentarse el primitivo dueño, alarmado con los rumores de una ruina, y reclamando de la pobreza lo que ahora fía a la aparente opulencia.

Tranquilízate, pues, repetimos, vete tranquilo lector querido, que la dama de gran tono ya pesa estas razones y enjuaga sus lágrimas y despide al insufrible marido, y se cierra en su aposento, y espera al sueño hojeando un libro del sombrío Víctor Hugo o del alegre Paul de Kock, y ya por fin se duerme hasta mañana a la una que despierte tan fresca y tan linda, para comenzar con corta diferencia otro día como el de hoy.

Tales son todos los suyos: así pasa su vida, consagrada eternamente al bárbaro y caprichoso ídolo de la moda. Esa existencia aparentemente tan libre es en la realidad la más lastimosa esclavitud. Esos hábitos, que parecen tan brillantes y dulces, son otros tantos actos de insana abnegación.

La dama de gran tono, víctima de la vanidad, no se parece a sí misma, ni a su familia, ni a sus afecciones. La exigente sociedad la reclama sin cesar, como el teatro a la actriz que ha contratado. Mientras es joven, rica y hermosa, la sociedad paga sus sacrificios con falaces sonrisas, con embriagadores inciensos, con dulces mentiras: cuando se ajan sus encantos y se agotan sus riquezas, la sociedad —dueño ingrato, ídolo interesado—, la arroja con desprecio; y para colmo de vergüenza y de dolor, ella misma la echa en cara como baldón, el tiempo que ha perdido en su servicio.

¡Triste e injusto destino el de la mujer! Siempre generosa, hasta en sus extravíos, se inmola sin cesar, y se inmola por lo común a divinidades indignas.

Perdona, lector amable, estas tristes e involuntarias reflexiones; y permítenos todavía una advertencia, antes de que nos separemos, no sé si con gusto tuyo, más sí sin pena por mi parte. La advertencia consiste en rogarte no confundas nunca el gran tono con el buen tono: el primero fue fundado por la vanidad, sostenido por la locura; y sancionado por la disipación: el segundo lo inspira la benevolencia; lo enseña el trato de las personas bien educadas, exentas de preocupaciones ridículas, y está al alcance de todos los países y de todas las jerarquías.


Gertrudis Gómez de Avellaneda
Madrid, 1843


* Las litografías y caricaturas que ilustran el artículo, todas bajo dominio público, fueron realizadas por los talleres de James Robert Jennings, B.F. Lloyd y Lemercier-Bernard, publicadas en diferentes revistas, periódicos y suplementos durante el siglo XIX. Los dibujantes, litógrafos y grabadores fueron, David Roberts, W. Wallis, Jules Ainaud, Jean Laurent Minier, Alfred Guesdon y el afamado caricaturista inglés, George Cruikshank.






Notas:

[1] Tal fue el caso de Enrique Loynaz, Ricafort Sánchez, Méndez Vigo, Cepeda y Alcalde, García Tassara y  Romero Ortiz, entre otros de menor intensidad amorosa, conocidos.

2 Además de los títulos que presentamos en aquella edición por el Bicentenario que incluía, Los cuadernillos de viaje y el texto feminista, más que costumbrista, que publicamos hoy, La dama de gran tono, la Avellaneda escribió excelentes artículos para varios periódicos de la época, así como crónicas, leyendas y tradiciones varias, entre otros de opinión y crítica. Merecen destacar aquellos que, a través de un análisis histórico, demostraba la capacidad que tenía la mujer para ocupar los mismos puestos y cargos que el hombre. Todos estos textos han sido publicados con anterioridad por el blog La divina Tula.

3 Texto publicado por Editorial Los Libros de Umsaloua, Sevilla 2014. I.S.B.N. 978-84-942070-5-1 páginas 117-144. Según artículo de costumbres publicado en 1843 en Álbum del bello sexo o las mujeres pintadas por sí mismas, Madrid. Imprenta del Panorama Español, 1843, 1-12 Actualmente el único ejemplar existente de la citada revista se conserva, en la Hemeroteca Municipal de Madrid, signatura: F.24/14(157) El rarísimo y famoso artículo fue reproducido años más tarde en dos partes (agosto y septiembre de 1847) por La Semana Literaria o Compañero de Las Damas. Imprenta de M. Soler, calle de la Muralla, Nº 82, La Habana. Tomo primero (de dos volúmenes de 40 números) páginas 125-129 y 157-161. Es posible consultar un ejemplar de esta revista en Harvard College Library, 1350 Massachusetts Ave, Cambridge, MA 02138, EE.UU.

4 Ramón Mesonero Romanos.

5 La autora quiso decir cercado o apartado, vetado.

6 Aduladores, lisonjeadores.

7 ¿Mujer hastiada…?

8 Animadísima.

9 De Simón, nombre de un famoso alquilador de coches en Madrid. Coche de plaza.

10 Víctimas de la moda con “encanto”. Se trata de una ironía... En realidad ha querido decir, “esclavas de la moda”.

11 Versos de M.A. de Lamartine, de la composición, Une jeune fille.  A continuación los transcribimos correctamente: Elle étai dans cet âge où, prête à se flétrir, / Cette fleur de beauté, qu’un printemps fait mûrir, / Semble inviter l’amour à cueillir ses délices, / Avant qu’un jour de plus effeuille ses calices.





Referencias bibliográficas:

Boxhonr, Emilia ed.
1929   Gertrudis Gómez de Avellaneda: Biografía, bibliografía e iconografía, incluyendo muchas cartas inéditas o publicadas, escritas por la gran poetisa o dirigidas a ella y sus memorias. SGEL, Madrid.

Cruz de Fuentes, Lorenzo
1907   La Avellaneda: Autobiografía y cartas, Huelva.

1914   La  Avellaneda: Autobiografía y cartas. Imprenta Helénica, Madrid.

Figuerola-Caneda, Domingo ed.
1914   Memorias inéditas de la Avellaneda. Imprenta “El Siglo XX” de Aureliano Miranda, Teniente Rey 27, La Habana, ejemplares nº 141 y 155.

Gómez de Avellaneda, Gertrudis
1841   Poesías de la Señorita Gertrudis Gómez de Avellaneda, Madrid.

1843   “La dama de gran tono”, Álbum del bello sexo o las mujeres pintadas por sí mismas, Imprenta del Panorama Español, Madrid, pp. 1-12.

1847   “La dama de gran tono”,  La Semana Literaria o Compañero de Las Damas. Imprenta de M. Soler, calle de la Muralla, Nº 82, Tomo I, La Habana, 1847, pp. 125-129 y 157-161.

1850, Poesías de la Excelentísima Señora Dª Gertrudis Gómez de Avellaneda de Sabater, Madrid.

1860, “Mi última excursión a los Pirineos”, Diario de la Marina, La Habana.

1869  Obras literarias (Poesías líricas), t. I, Madrid.

Lorenzo Abdala, Manuel ed.
2014   Cuadernillos de viaje y La dama de gran tono, compilación y notas, 1ª ed. Editorial Los Libros de Umsaloua. Sevilla. I.S.B.N. 978-84-942070-5-1

Menéndez y Pelayo, Marcelino ed.
1910   Las Cien Mejores Poesías de la Lengua Castellana, Victoriano Suárez, 3ª ed., Madrid, 1910, pp. 283-286. 


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