abril 20, 2013

ESPATOLINO (VI)


[Advertencia: El siguiente capítulo puede herir la sensibilidad de jueces, políticos y funcionarios corruptos de nuestro siglo. Bajo ningún concepto se recomienda su lectura] (*)
 


¡La justicia!, ¡palabra risible!, ¡sarcasmo repugnante!



“¡He aquí su justicia!, ¡miserables hipócritas, que fingen castigar cuando se vengan!, ¡miserables cobardes, que para robar y asesinar necesitan el escudo de monstruosas convenciones que les aseguren la impunidad!”
 
Gertrudis Gómez de Avellaneda en:
Espatolino

-VI-
 
¿En dónde están los risueños y caprichosos paisajes que desplegaba hace poco a nuestras miradas, enriquecida con la pompa del estío, la fecunda tierra de Nápoles? ¿Qué se han hecho las islas encantadas, que a la claridad de la luna parecían palacios flotantes de las divinidades habitadoras de sus cristalinos golfos?

Henos aquí ausentes del hechicero país que con tanto placer hemos habitado durante las primeras escenas de nuestro drama; obligados por el imprescindible deber de exactos historiadores a trasportar al complaciente lector a una tierra árida y triste, en la que ni la naturaleza ni la mano del hombre han alcanzado a producir un árbol a cuya sombra pueda guarecerse el viajero de los rayos perpendiculares de un sol abrasador.

Esta campiña arenosa y desierta es el trono en que tiene su asiento la antigua madre de los Césares: la ciudad eterna, destinada por el cielo a llevar siempre en su frente la corona del mundo, dominándole primero con la fuerza y después con la religión; aquélla que ha sustituido el invencible lábaro con la sagrada tiara, y que cuando perdió la espada que le abría las puertas del universo, recibió las llaves de San Pedro.

Mas, ¡ay!, en la época funesta en que la necesidad nos conduce a sus inmediaciones, ha alcanzado a la suprema cátedra la suerte del Capitolio, y yace abatido el estandarte pontificio como las águilas imperiales.

Pío VII gime en el cautiverio lanzado lejos de la Santa Silla, y Roma vuelve a adornarse con prestados atavíos guerreros. ¿Será que sacudiendo el letargo de tantos siglos la fatigada patria de los Augustos, de los Titos y de los Constantinos, torne a arrojar de su seno, fecundo en prodigios, aquellos hombres cuyas colosales figuras no caben en las inmensas páginas de su historia?

No; el gigante del Sena, levantando un nuevo trono con las ruinas del solio, de la tribuna y de la cátedra, le ha grabado el sello de su naciente dinastía, y la dominadora del mundo no alcanza otro consuelo en su abatimiento que el de ser esclava de un dueño tan grande como los que ella misma impuso en otro tiempo a la tierra.

¡Oh Roma!, ¿fue tal vez efecto de tu venganza la caída de aquellas águilas altaneras, que osaron levantar su vuelo en las regiones en que desplegaron las tuyas sus poderosas alas? ¿El indignado genio de tu gloria empañó el brillo de aquel astro fugaz que aspiraba a eclipsar los inmortales resplandores de tu sol eterno?...

Nuestra pluma se extravía al impulso de involuntarias reflexiones; acaso sintiéndonos pesarosos de detener al lector en el ingrato sitio a que le hemos conducido, intentemos llevar su pensamiento a cuadros menos áridos.

¡Si al menos nos fuese permitido vagar un momento por las orillas del Anio, o hacerle admirar las sulfurosas ondas de la Solfatara! ¡Si pudiésemos pasearle por las celebradas grutas de Neptuno y de las Sirenas, o entretenerle con las cascadas de Tívoli y enseñarle la casa de aquel Mecenas, que tanta falta hace a los poetas españoles! Pero el tiempo es precioso, y nuestra narración nos detiene forzosamente en la llanura estéril, a la que con tan poco placer nos hemos trasportado.

Un medio nos queda, sin embargo, de no lastimar los ojos de nuestros lectores con la vista de sus encendidas arenas: vuélvanlos hacia aquel lado, donde entre breñas y matorrales se descubre un camino estrecho, por el cual empero no marcharemos solos. Un hombre montado en un fogoso caballo sigue la misma senda, y a pesar del calor del mediodía, que aunque en el mes de octubre es bastante sensible en aquel país, camina tan deprisa cuanto se lo permite la escabrosidad del terreno. Raro es en verdad ver un individuo solo y en tal montura por una ruta tan peligrosa; pues ningún viajero la emprende sin auxilio de un guía experto, y fiando el peso de su cuerpo a la paciente condición de un asno.

El sujeto a quien vamos a seguir debe ser asaz práctico en aquel país; su brioso alazán, obediente a su voz como un perro, continúa con paso vigoroso e igual por el áspero sendero; y el jinete, que se sostiene con gallardía, va tan descuidado como si se pasease por la plaza de Navona. Su traje, sin apartarse notablemente del que usan para montar los señores romanos, tiene un no sé qué de caprichoso y fantástico; y aunque se note diferencia en un rostro que se ha visto de noche y se examina después con la claridad del día, reconoceremos, si nos proponemos observarle, que es el mismo que hemos visto tres meses antes a las orillas del lago Averno. Mirad su tez algo tomada por el sol del mediodía; su pelo y su barba de ébano; sus ojos rasgados y expresivos que a veces lanzan miradas altivas y ardientes, a veces anuncian una tristeza desdeñosa y amarga. Con la luz del sol podremos notar aquellas ligeras arrugas que surcan su frente majestuosa, aunque algo sombría, y cierta contracción de sus labios, y unas cejas compactas y horizontales que con frecuencia se unen, formando un pliegue muy perceptible en el nacimiento de su nariz de águila. La luna suavizaba una fisonomía que ahora presenta un carácter de fiereza que no carece sin embargo de cierto género de melancolía.

 
 
 
Si tan infatigables como él nos atrevemos a seguirle, le veremos atravesar la aldea de Neptuno sin pensar en proporcionarse en ella el más breve reposo; y alejándose poco de la ribera del mar, que se tiende allí como una franja de ópalos, continuar su viaje, que según parece tendrá por término a Porto d’Anzio.

En aquella villa ha entrado en efecto; ¿pero qué busca en tan mezquina población, en la que el forastero no encuentra ni sociedad ni monumento? Pronto lo sabremos si penetramos con él en aquella casa pintorescamente situada en una pequeña altura a uno de los extremos del pueblo. La puerta se ha abierto desde el instante en que se detuvo su caballo, y un mancebo de buena traza se ha presentado inmediatamente a saludar al jinete y a llevar la montura a la caballeriza.

-Pietro, ¿ha ocurrido alguna novedad?

-Ninguna, capitán, sino que Roberto ha venido a noticiaros que los viajeros consabidos deben dormir esta noche en...

-¡Basta!, entiendo; ¿en qué lugar debo encontrar a Roberto?

-En las selvas.

-¿A qué hora?

-A las doce.

-¡Bien!

Diciendo estas palabras penetró en la casa y se encaminó en derechura a un aposento alto, cuya puerta empujó suavemente.

Era una habitación pequeña, pero bonita, con dos grandes ventanas exteriores, en una de las cuales estaba de pie apoyada lánguidamente en el respaldo de un sillón una mujer pálida y triste, en la que apenas podrían reconocer los lectores a la preciosa Anunziata. Su frescura juvenil estaba marchita; su talle mórbido y gracioso se doblaba como una caña tronchada por el viento, y sus miradas pensativas se fijaban con poco interés en la magnífica perspectiva que ofrecían a lo lejos las románticas selvas hacia las cuales llamamos la atención de nuestros lectores desde el primer capítulo de esta obra.

Un sol de otoño doraba la cima de aquel paisaje sombrío con los reflejos de sus últimos rayos, que en vano hubieran querido penetrar al través de los centenarios árboles que le oponían constantemente sus espesos y entrelazados ramajes. Ningún pájaro dirigía su vuelo hacia el bosque que parecía brindarle delicioso asilo; pudiendo decirse que hasta las aves respetaban el silencio solemne de aquella naturaleza agreste y melancólica, adormecida al sordo murmullo de las olas del mar que se estrellaban en la distante playa.

El recién llegado se detuvo a espaldas de la joven y la observó un instante con rostro descontento.

-¡Siempre triste, Anunziata! -fue su salutación.

Ella se volvió a mirarle con una sonrisa afectuosa.

-Espatolino -respondió-, ¿cómo es que no te he visto llegar?, ¿que no te he sentido?

-Tus ojos y tu oído -repuso él con acento amargo- están, como tu corazón, cerrados para mí.

Ella se dejó caer en el sillón con aire de fatiga.

-¡Otra vez! -exclamó-, ¡siempre la misma queja!

-¡Siempre la misma causa! -repuso Espatolino.

-Estoy enferma, en eso consiste.

-No tu cuerpo; tu espíritu. El aire que respiras a mi lado es mortífero para tu corazón.

-Padezco, es verdad; ¿pero a quién perjudican mis secretos pesares?

-¡A quién! -repitió el bandido, cerrando las manos con tan violenta crispatura que las uñas ensangrentaron sus palmas-. ¡Anunziata! -añadió con acento trémulo y sombrío-, una gota más en el vaso que está lleno basta para hacerle rebosar; ¡teme desborde del mismo modo tanta amargura como tiene encerrada mi corazón!, teme ese derrame violento que pudiera alcanzarte a pesar mío, y que arrasaría en un instante todas aquellas flores de tu vida, que no han sido todavía marchitas por el infortunio.

-¡Ay de mí! -respondió ella-, no nacen flores en el sendero de sangre por donde me conduces, ni hay infortunio mayor que esta vida de vergüenza.

La fisonomía de Espatolino pareció oscurecerse con una nube tempestuosa; había en su expresión alguna cosa más terrible que la ira y más lastimosa que el dolor. El gemido sordo y prolongado que salió de su seno se asemejaba al bramido con que saluda el toro los huracanes de los trópicos, y sus brazos, que se cruzaron sobre el pecho, no bastaban a sofocar las violentas palpitaciones de su corazón, que le levantaban con rápido movimiento a manera de aquellas aguas que hierven al impulso de un fuego subterráneo.

Anunziata le miró sobresaltada.

-¿Me tienes miedo? -le preguntó él con sardónica sonrisa.

-Te tengo lástima -respondió la joven tendiéndole una mano.

Aquella palabra, pronunciada con la más perfecta sencillez, fue cual el conjuro de la maga que evoca las tempestades. Frenético furor se apoderó del bandido, que agarró a la frágil criatura como si quisiera pulverizarla. Ella no hizo un gesto; pero le miró con profundo y resignado dolor: aquella mirada tuvo un poder indecible.

Alejose el bandido, y volviendo sus manos contra su propio seno, desgarró su vestido cual si fuese de papel.

-¡Mátame! -le dijo Anunziata con desfallecida voz-; ¿por qué te arrepientes de tu primera intención? Mátame, y te bendeciré muriendo.

Él entretanto recorría agitado toda la longitud del aposento, atusando maquinalmente sus profusos cabellos; de repente se para, y dejando ver un semblante en el que la más sombría tristeza ha sucedido al más encendido furor, dice:

-¡Anunziata!, de una sola falta tengo que acusarme con respecto a ti, y es la de haberte ocultado mi nombre; pero tú sabes que no llevé mi engaño hasta arrancarte un juramento, y que antes de unirte a mi destino te fue revelada mi condición. ¿Por qué entonces no te volviste a la casa de Rotoli? Te juré restituirte a ella si no te hallabas con valor para seguir la suerte del proscrito.

-También juraste que te entregarías a la justicia si yo te abandonaba.

-¿Y qué es para ti mi vida o mi muerte?

-¡Pues qué!, ¿no te amaba?, ¿no me eras cien veces más querido que la felicidad y el honor?

-¡Me amas! -exclamó él, y su rostro se despejó gradualmente, como con la salida del sol van huyendo las sombras.

-Ojalá no fuese invencible el sentimiento que ha hecho tan deplorable mi vida -repuso Anunziata-. ¿Por qué padecería tanto si no te amase? Pero, ¿no te veo continuar, sin ceder un momento a mis súplicas, por ese camino de crímenes, a cuyo término se encuentra el patíbulo? Siempre, en todas partes llevo conmigo la terrible cohorte aneja a tu nombre: el deshonor al lado, delante el suplicio, detrás la sangre inocente, y en el fondo del corazón clavado el remordimiento. Escucha: en la noche callada, mientras la esposa feliz duerme su casto sueño junto al protector de su vida, yo velo toda trémula en mi lecho solitario, y los vagos rumores de la noche hielan de miedo mi corazón. Entonces pienso sin cesar en tus funestas empresas; en los peligros que te rodean; en el castigo que te amenaza... y para colmo de dolor no puedo implorar al cielo para que te proteja; porque ¿cómo articular tan atroz blasfemia? ¡Mi agonía excede a toda expresión, Espatolino! Si interrumpe mi abrasado insomnio el ruido de tus pisadas, en aquel momento en que quisiera volar a recibirte y descansar en tu seno de tantas agitaciones; en aquel momento que debiera ser tan dulce, veo figuras cadavéricas que se interponen entre los dos, y que señalándote con su trasparente mano, dicen con inarticuladas voces: «¡Asesino! ¡Asesino!», repiten mil ecos que se levantan de súbito en torno de mi lecho, y si entonces llegas a mis brazos, me da frío, porque creo sentir en tu cuerpo la humedad de la sangre de tus víctimas. ¡Ésta es mi vida!, no luce un sol que no me parezca sangriento, no llega una noche cuyas tinieblas no estén pobladas de fantasmas vengadores. Rechazados por Dios y por los hombres, llevamos la reprobación atada a nuestra sombra, y me parece alguna vez que fatigada la tierra de sostenernos, va a abrirse y a devorarnos.

La figura humana no tuvo jamás un carácter tan extraño como el que presentó entonces la del bandido. Su mirada y su sonrisa tenían un no sé qué, tan terrible y tan contagioso, que Anunziata comenzó a temblar.

-La tierra -dijo él con pausado acento- recibe del mismo modo la planta del inocente que la del criminal, y una misma tumba les prepara. El cielo, tan impasible como ella, tiene sol y tempestades para todos los hombres, y sus rayos no buscan con preferencia la cabeza del asesino ni respetan la del justo. ¡En cuanto a los hombres, yo les hago la guerra a todos ellos; a ellos constituidos en sociedad; a ellos erigidos en tribunales; a ellos en nación; a ellos como dioses dispensadores de vida o de muerte! Yo les hago la guerra como se la hacen entre sí, para destrozarse unos a otros; una es la diferencia esencial: ellos matan con las calumnias, con las perfidias, con las injusticias, y yo mato con el puñal, que hace menos larga la agonía. Ellos roban con disfraces y yo presento la cara del bandido. Esos hombres que me juzgan y me infaman, deifican a los grandes bandoleros, que son para el mundo lo que yo soy para una provincia; ellos levantan ejércitos para llevar la muerte a una porción de sus semejantes, y aplauden el robo cuando es bastante cuantioso para que pueda bautizarse con el nombre de conquista.

¡He aquí su justicia!, ¡miserables hipócritas, que fingen castigar cuando se vengan!, ¡miserables cobardes, que para robar y asesinar necesitan el escudo de monstruosas convenciones que les aseguren la impunidad!




¿Qué significan aquellas altisonantes palabras, honor, verdad, virtud? Los mismos que las han inventado no están acordes al definirlas. Todo es problema: la humanidad marcha a oscuras envuelta en el polvo de la perpetua lucha, derribando hoy lo que levantó ayer, al compás eterno del tiempo que corre sin cesar. ¡Las leyes!, ¿qué son las leyes? Una conozco: la de la necesidad. Esta ley de la naturaleza es la única verdadera; las que dictan los hombres son, como ellos, frágiles e imperfectas, injustas y limitas. Los fuertes las hacen y las huellan, y su yugo sólo pesa sobre el cuello de los débiles. ¡Veamos todas las grandes obras de los hombres! ¡Busquemos una que merezca ser respetada!... ¡En vano! Cultos, instituciones, sistemas, todos se gastan, y como viles harapos de un siglo pasan al otro para servirle de befa, hasta que ruedan por fin al abismo del olvido. ¡Oh, si se abriese ese inmenso sepulcro de los delirios humanos! ¡Cuán asquerosos despojos hallaría cada generación de la generación que la había precedido!

¡Anunziata!, ¿qué ves en el hombre? La corona del rey, la tiara del pontífice, la espada del conquistador, el puñal del bandido, todo es igual: no hay más que instrumentos de diferentes formas, destinados al mismo fin; no hay más que armas para la lucha perpetua en que se agita la humanidad; armas para la guerra terrible en que cada hombre aspira a la opresión de su semejante; en que cada egoísmo combate para entronizarse. Como en los tiempos, llamados bárbaros, rige hoy la ley del más fuerte, con la diferencia de que se ha desenvuelto mucho más la astucia, que en las naciones enervadas es el equivalente de la fuerza.

Las sociedades humanas son un conjunto de partículas heterogéneas que recíprocamente se combaten, y el triunfo constituye el derecho.

Nada obtiene el que pide; es preciso arrancar lo que se desea, por fuerza o por astucia; y como la fuerza es más rara que la astucia, porque ésta cabe en los cobardes y en los flojos, y aquélla necesita cierta grandeza de organización, resulta que existe mayor número de ladrones y asesinos con máscara que sin ella, y más pigmeos sobre elevados coturnos que gigantes en su verdadera estatura.

¡El cielo!, ¡los hombres!... ¿Qué quieres decir al articular con respetuoso miedo esos nombres que suenan a mi oído como el zumbido que en la noche producen los mosquitos?

¡El cielo!... Nada veo más allá de esa gran cortina de vapores.

¡Los hombres!, mira a esta Italia que clama pidiendo en nombre de la justicia la sangre de algunos de sus hijos, y besa las huellas de las legiones extranjeras que vienen a repartirse sus despojos.





¿Cuál es la diferencia real que existe entre Napoleón y Espatolino? Aquel gran bandido de la Europa, que ha levantado un trono sobre montañas de cadáveres, y que se ha lanzado de él sobre las naciones aterradas como el buitre encima de su presa; ¿tiene algún derecho que me esté negado? Las huestes rapaces que se abalanzan a los tronos al movimiento de su diestra, ¿podrán infamar a los valientes que obedecen dóciles a una señal de la mía? ¿Habrá imparcialidad en la generación que escriba el nombre de Bonaparte en páginas de gloria, y que al consignar el mío en la lista de los asesinos, concluya diciendo: «Acabó su infame vida a manos de la justicia»?

¡La justicia!, ¡palabra risible!, ¡sarcasmo repugnante! La justicia es la fuerza; el triunfo es el derecho: no reconozco otro. Este derecho le asiste a Napoleón y se lo envidio. Más afortunado que yo, no más digno, quiere destruirme y puede hacerlo; pero que no me juzgue. Amenáceme con el poder, pero no con la justicia. Como él tengo también miras grandiosas, aunque trabaje en una escala inferior; yo ataco los abusos en su origen y con sus mismas armas. Yo arranco el oro a los poderosos antiguos para crear nuevos ricos; de la misma manera que él despoja de la corona a las viejas dinastías para dar nacimiento a nuevas, y hunde una nobleza para sacar otra del polvo.

Acaso mis pensamientos son más generosos que los suyos; acaso en su lugar yo hubiera aspirado a amasar con las ruinas, que sólo le han servido de escalones para el solio, un edificio para la generación futura. ¿Pudo él hacerlo?, ¿debió intentarlo? No lo sé; hay delirios hermosos, pero que no dejan de ser productos de un cerebro calenturiento. Los mártires de la humanidad siempre me han parecido unos sublimes ignorantes o unos sabios imbéciles.

Cesó de hablar Espatolino, y Anunziata parecía escucharle todavía. Aquellas ideas extrañas, desordenadas, amargas e incisivas, expresadas con una mezcla de frialdad y exaltación, de dolor y de ironía, habían aturdido su entendimiento y lastimado su corazón. Afligida, indignada, llena de asombro y de terror, quiso hablar y sus labios se agitaron levemente, como si procurasen articular alguna palabra, que sin embargo no acertaba a escoger entre las muchas que se le ocurrían. Había cierta contrariedad entre sus pensamientos y sus sensaciones, y las palabras extrañas que aún resonaban en sus oídos no la permitían entender las voces de su propia conciencia.

Pareciola que se hallaba bajo la influencia de un pernicioso magnetismo, y arrancándose con esfuerzo de aquella especie de fascinación, levantó los ojos al cielo con aspecto de súplica, cual si demandase auxilio contra la impresión que la dominaba. Pero el cielo estaba lúgubre y amenazante como su destino: las ligeras nubes que una hora antes vagaban por la esfera, se habían ido agrupando hacia el ocaso, cubriendo completamente las últimas huellas del sol; y el mar, tranquilo hasta entonces, comenzaba a levantar su voz solemne, respondiendo con tonos graves a los silbidos agudos del viento.

Absorta Anunziata en escuchar a su amante, no había notado la progresiva mutación del tiempo, y al encontrarla de súbito, un terror pánico se apoderó de su espíritu. Desvió del cielo los ojos y volviolos maquinalmente hacia Espatolino. El relámpago iluminó en aquel momento la reducida estancia y rodeó con una aureola fugaz la austera figura del bandido. La joven arrojó un grito, sofocado por el estampido del trueno, que devolvieron dilatadamente los ecos de la selva, y se cubrió el rostro con las manos.

-¡Anunziata! -dijo entonces Espatolino con una voz que se hizo oír por entre el ruido del trueno, del viento y del mar-, ¡Anunziata!, vas a saber una historia muy triste, aunque nada tiene de extraordinaria; una historia que te tengo anunciada hace tres meses, y que no he tenido fuerzas para contarte hasta ahora.

Sentose junto a ella, pasó la mano por su frente como para despejar sus ideas, y habló así.




Continuará…

 


(*) El prudente consejo se mantiene vigente para el próximo capítulo, que dicho sea de paso, promete ser extremadamente duro y doblemente peligroso (...) Es más, instamos a los colectivos advertidos, que por fuerza mayor contravengan nuestras advertencias, y cuya imagen pueda verse irremediablemente perjudicada, denuncien ante los Juzgados de Guardia correspondiente a sus localidades, semejante publicación, basada íntegramente, en sus originales de 1843 y 1844, escritos por Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga.
 
Manuel Lorenzo Abdala


1 comentario:

  1. Tremendamente desgarrador! (Me ha faltado hasta la respiración al leer).
    Los monólogos de Espatolino, en su visión respecto a la "justicia" de una aplastante actualidad.

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